Simon Winchester - Los perfeccionistas

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La perfección no existe, pero los desconocidos ingenieros que se han empeñado en alcanzarla han tenido más importancia en nuestra vida de lo que pensamos. A través de anécdotas y ejemplos, teje la historia de la ingeniería de precisión y hace comprensibles sus inestimables aportaciones: el avión, la lente de una cámara Leica, las máquinas de rayos X, el telescopio Hubble, el microchip, el smartphone… Simon Winchester, venerado autor de bestsellers internacionales, hasta ahora no se había publicado en español. «Hipnotizante y fascinante. El Sr. Winchester es un maestro de la narración, y todos los individuos, lugares y eventos sobre los que escribe apasionadamente cobran vida con exquisito detalle» New York Journal of Books

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Todos, naturalmente, eran navíos de vela. En su mayoría, embarcaciones enormes con un casco de madera y una quilla forrada de cobre, con tres cubiertas de cañones y altísimos mástiles de pino de Norfolk que cargaban vastas extensiones de velamen de lona. Y todo el velamen de la época era unos lienzos de lona colgados, sostenidos y controlados por medio de cordajes interminables –estayes y amantillos, barbiquejos y brandales–, la mayoría de los cuales tenían que pasar a través de sistemas de macizas poleas de madera que los marineros llamaban simplemente bloques o cuadernales, parte de los trebejos de un buque de guerra que dentro y fuera del mundo de la navegación se conocen como aparejos.

Un navío grande podía tener hasta 1.400 cuadernales de distintos tipos y tamaños dependiendo del uso requerido. Un cuadernal con una sola polea podía bastar para que un marino izara una gavia, por ejemplo, o moviera una botavara de una posición a otra. Izar un objeto muy pesado (un ancla, digamos) podía requerir un aparejo de seis cuadernales, cada cual con tres garruchas o poleas, y con una cuerda que pasara por todos los seis, de manera que un solo marino pudiera tirar con fuerza de unas pocas libras para levantar un ancla de media tonelada. La física de los aparejos, que todavía se enseña en las buenas escuelas primarias, muestra cómo aun el sistema de poleas más rudimentario puede ofrecer una ventaja mecánica considerable, y combina esta potencia con un grado parejo de sencillez y elegancia.

Los cuadernales de los barcos son por tradición excepcionalmente robustos, pues tienen que resistir años de mares embravecidos, vientos helados, humedades tropicales, el feroz calor de la calma chicha, las salpicaduras del agua salada, las cargas enormes y el descuidado manejo de los marinos más rudos. En los tiempos de la navegación a vela, los cuadernales se hacían por lo general de madera de olmo, con placas de hierro atornilladas a los costados, ganchos de hierro sujetos firmemente a sus extremos superior e inferior y con las poleas o garruchas encajadas entre los costados, alrededor de las cuales se pasaban las cuerdas. Las poleas mismas a menudo estaban hechas de Lignum vitae, la misma madera dura y sin necesidad de lubricante que usó John Harrison para los engranajes de algunos de sus relojes. La mayoría de los modernos cuadernales tienen poleas de aluminio o de acero y estos mismos se fabrican de metal, excepto cuando el barco quiere ostentar un aire antiguo, en cuyo caso presume de muchos herrajes de bronce y madera de encino barnizada.

De ahí la aguda preocupación de la Armada Real al comienzo del siglo xix. Una Francia napoleónica crecientemente rijosa se extendía apenas a treinta kilómetros cruzando el canal, y un sinnúmero de conflictos marítimos reclamaban la atención de la Marina británica en muchos otros lados. Lo que más preocupaba a los almirantes no era tanto construir suficientes barcos, sino el abasto de los vitales cuadernales sin los cuales los barcos, para decirlo sin rodeos, no podían hacerse a la mar. El Almirantazgo requería 130.000 cuadernales cada año, en tres tamaños principalmente, y hasta entonces la complejidad de su construcción implicaba su manufactura. Decenas de ebanistas en el sur de Inglaterra y sus alrededores se afanaban originalmente en esta tarea, pero era un sistema de abasto notoriamente precario.

Conforme las hostilidades en el mar empezaron a hacerse cada vez más recurrentes, el clamor por un sistema más eficiente se hacía más ensordecedor. El inspector general de obras navales, a la sazón sir Samuel Bentham, se decidió finalmente a ponerse manos a la obra y enderezar las cosas. En 1801 se acercó a él un personaje llamado sir Marc Brunel para decirle que se le había ocurrido un plan específico para lograrlo.4

Brunel, un realista exiliado de esa misma inestabilidad francesa que tan agobiados tenía a los lores del Almirantazgo –aunque primeramente había emigrado a Estados Unidos y había ocupado el cargo de ingeniero en jefe de la ciudad de Nueva York antes de volver a Inglaterra para contraer matrimonio–, había estudiado la mecánica del problema de la fabricación de los cuadernales. Conocía las distintas operaciones necesarias para obtener un cuadernal terminado –eran por lo menos dieciséis; de apariencia sencilla, un cuadernal era en realidad tan complicado de hacer como esencial de tener– y Brunel había esbozado diseños para unas máquinas que en su opinión podrían producirlos.5 Solicitó una patente y la obtuvo en 1801: “A New and Use-ful Machine for Cutting One or More Mortices Forming the Sides of and Cutting the Pin-Hole of the Shells of Blocks, and for Turning and Boring the Shivers and Fitting and Fixing the Coak Therein” [Nueva y útil máquina para cortar una o más muescas en los costados y perforar el agujero en la carcasa de los cuadernales, para tornear y horadar las poleas, ensamblar y fijar los bujes].

Su diseño era revolucionario en más de un sentido. Ponía a una misma máquina a realizar dos operaciones (una sierra circular, por ejemplo, podía también cortar las muescas). El excedente de movimiento de una máquina se transmitía a la vecina, estableciendo una suerte cadena. La necesaria coordinación de las máquinas una con otra obligaba a que el trabajo de cada una se ejecutara con la mayor precisión, puesto que una medida equivocada introducida en el sistema por una máquina mal ajustada producía un efecto parecido al de un virus en un ordenador hoy día: cada minuto que pasa se replica y amplifica hasta infectar todo el sistema y obligarlo a detenerse. Y para reiniciar un sistema de enormes máquinas de hierro propulsadas por vapor, balancines que agitan sus brazos, correas que zumban y volantes que giran estruendosamente hacía falta algo más que pulsar un botón y esperar medio minuto.

Dada la complejidad del sistema que había vendido a la Marina, era imperativo para Brunel encontrar un ingeniero que quisiera y pudiera construir tal conjunto de máquinas inexistentes y asegurarse de que fuesen capaces de la fabricación repetida, con gran precisión, de decenas de miles de los cuadernales que la Armada necesitaba con premura.

Aquí es donde entra en escena el escaparate de Henry Maudslay. Un viejo amigo de Brunel de cuando vivía en Francia, también inmigrante, un tal M. de Bacquancourt, acertó a pasar un día por delante del taller de Maudslay en Margaret Street y vio destacado en el escaparate el afamado tornillo de bronce de cinco pies de largo que Maudslay había fabricado en su propio torno. El francés entró al taller, estuvo charlando con algunos de los ochenta operarios y después con el jefe en persona, y salió de allí con la firme convicción de que si había un hombre en Inglaterra que pudiera hacer el trabajo que Brunel necesitaba, había dado con él.

Así que Bacquancourt habló con Brunel y este pidió cita a Maudslay en Woolwich y fue a verlo. Como parte de la entrevista, Brunel procedió a mostrar al joven un plano de una de las máquinas que había diseñado, en el cual Maudslay –que tenía la capacidad para interpretar planos igual que los músicos leen partituras: con la facilidad que otros leen un libro– reconoció de inmediato que se trataba de un dispositivo para fabricar cuadernales. Construyeron modelos de las máquinas propuestas para mostrar al Almirantazgo cuál era la idea y Maudslay se puso manos a la obra, con un encargo formal del Gobierno.

Terminar el proyecto le llevó seis años. La Marina construyó una enorme nave de ladrillo en sus muelles de Portsmouth para alojar la flotilla de máquinas que iban a instalarse allí. Una tras otra, primero procedentes de su taller de Margaret Street y más tarde, por las necesidades de crecimiento de la compañía, de unas instalaciones en Lambeth, al sur del río Támesis, las revolucionarias máquinas de Maudslay comenzaron a llegar.

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