Simon Winchester - Los perfeccionistas

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La perfección no existe, pero los desconocidos ingenieros que se han empeñado en alcanzarla han tenido más importancia en nuestra vida de lo que pensamos. A través de anécdotas y ejemplos, teje la historia de la ingeniería de precisión y hace comprensibles sus inestimables aportaciones: el avión, la lente de una cámara Leica, las máquinas de rayos X, el telescopio Hubble, el microchip, el smartphone… Simon Winchester, venerado autor de bestsellers internacionales, hasta ahora no se había publicado en español. «Hipnotizante y fascinante. El Sr. Winchester es un maestro de la narración, y todos los individuos, lugares y eventos sobre los que escribe apasionadamente cobran vida con exquisito detalle» New York Journal of Books

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Las piezas de metal pueden maquinarse en una variedad de formas, tamaños y configuraciones, pero siempre que las posiciones del carro sobre el husillo y de la torre sean las mismas en cada operación, y que el operador del torno pueda anotarlas y asegurarse de que sean las mismas todas las veces; entonces cada pieza maquinada será igual (si la densidad del metal es la misma) a todas las demás. Las piezas son replicables; son –y esto es crucial– intercambiables. Si las piezas maquinadas serán parte a su vez de otra máquina –si son engranajes, gatillos, mangos o cilindros– serán entonces partes intercambiables, los componentes elementales, las piedras angulares de la manufactura moderna.

De importancia igualmente fundamental, un torno tan prolijamente equipado como el de Maudslay también podía fabricar ese componente indispensable del mundo industrializado: el tornillo.

A lo largo de los siglos se fueron dando pequeños adelantos en la fabricación de tornillos, como veremos enseguida, pero fue Henry Maudslay (una vez que inventó o dominó o mejoró o consiguió compenetrarse íntimamente con el carro de su torno) quien procedió a inventar una manera eficiente, precisa y rápida de cortar tornillos de metal. Así como Bramah exhibía una cerradura en el aparador de su taller en Piccadilly por razones de orgullo tanto como para anunciar su célebre desafío, Maudslay, Sons & Field colocó en la vidriera del primer tallercito de la empresa, en Margaret Street, en el barrio de Marylebone, un único objeto del cual el jefe estaba particularmente orgulloso: se trataba de un tronillo industrial de bronce fabricado con gran exactitud que medía cinco pies de largo.

Maudslay no fue técnicamente el primero en llevar a la perfección un torno para fabricar tornillos. Veinticinco años antes, en 1775, Jesse Ramsden, un fabricante de instrumentos científicos de Yorkshire, financiado por el mismo Consejo de la Longitudpara el que el relojero Harrison trabajara, y a quien no le permitieron patentar su invento, había construido un diminuto y refinado torno para fabricar tornillos. Con él podían cortarse pequeños tornillos hasta con 125 roscas por pulgada, es decir que había que hacerlo girar 125 veces para que avanzase una pulgada, lo que permitía hacer minúsculos ajustes a cualquier dispositivo en el que estuviera montado. Pero la máquina de Ramsden era para todo propósito práctico una máquina para usarse una sola vez, delicada como un reloj, hecha para hacer piezas para telescopios o instrumentos de navegación, pero de ningún modo para pesadas piezas de metal de gran tamaño que pudieran funcionar a altas velocidades sin perder su precisión ni deteriorarse rápidamente. Lo que Maudslay había conseguido con su torno enteramente equipado fue crear un aparato que, en palabras de un historiador, resultaría ser “la madre de todas las herramientas de la era industrial”.

Más aún, con un tornillo fabricado con ayuda de su técnica y su carro y con un torno hecho de hierro, y no como el que él mismo y Bramah emplearan en un principio construido de madera, podía maquinar piezas dentro de un estándar de tolerancia de uno en una diezmilésima de pulgada. Ante los ojos de Londres nacía la precisión.

De modo que quien haya inventado el carro portaherramientas puede reclamar para sí el crédito de la posterior manufactura precisa de incontables componentes de todas las formas, tamaños e importancia imaginables para un millón más uno objetos maquinados. El carro permitiría fabricar infinidad de cosas, desde la bisagra de una puerta hasta una turbina de jet o un bloque de cilindros, pistones y el letal núcleo de plutonio de las bombas atómicas, sin olvidar, desde luego, el tornillo.

Pero entonces, ¿quién lo inventó? No son pocos los que sostienen que fue Henry Maudslay y que lo hizo en “un taller secreto donde había máquinas curiosas… construidas por el señor Maudslay con sus propias manos”, propiedad de John Bramah. Otros dicen que fue Bramah. Otros refutan enteramente la idea de que Maudslay haya tenido algo que ver, y afirman categóricamente que ni lo inventó ni pretendió nunca arrogárselo. Según las enciclopedias, el primer carro fue en realidad hecho en Alemania, donde alguien lo vio en una ilustración de un manuscrito de 1480. Al científico ruso Andrey Nartov, que ostentó en el siglo xviii el título de artesano personal del zar Pedro el Grande, se lo reverenciaba como el más consumado maestro de Europa en el arte de operar el torno (e instruyó en sus métodos al entonces rey de Prusia) y se dice que fabricó un carro transversal funcional (y lo llevó a demostrar a Londres) en una fecha tan temprana como 1718. Y por si alguno dudara de la historia de San Petersburgo, puede demostrarse con bastante certeza que un francés de nombre Jacques de Vaucanson construyó uno en 1745.

Chris Evans, un profesor de Carolina del Norte que ha escrito abundantemente sobre los primeros años de la ingeniería de precisión, destaca las atribuciones encontradas y nos previene de hacer de esta historia la del “inventor heroico”. Mucho mejor reconocer, afirma, que la precisión es hija de muchos padres, que sus adelantos invariablemente se solapan, que existen muchas fronteras indeterminadas entre las distintas disciplinas a las que puede aplicarse la palabra precisión, y que, en sus años mozos, fue un fenómeno en constante evolución a lo largo de tres siglos de asombro decreciente. Se trata, en otras palabras, de una historia mucho menos precisa que su tema.

Dicho esto, el legado principal de Henry Maudslay es, sin lugar a dudas, memorable, porque a su asociación con John Bramah siguieron otros inventos y proyectos. Dejó de ser su empleado en un berrinche, cuando su solicitud de incremento de sueldo –en 1797 ganaba treinta chelines a la semana– le fue negada, a su parecer, groseramente.

Maudslay no tardó en desentenderse del reducido mundo de fabricar cerraduras en el oeste londinense y se lanzó –hasta, podríamos decir, inauguró– al mundo de la producción en serie. En el camino creó los elementos para fabricar en masa un componente vital para los navíos de vela británicos. Construyó las maravillosamente complejas máquinas que durante los siguientes ciento cincuenta años fabricarían los cuadernales de los barcos, partes esenciales del aparejo de un navío que contribuyeron a desarrollar la capacidad de la Marina Real para surcar, vigilar y, por un tiempo, adueñarse de los mares del mundo.

Todo esto fue producto del más feliz golpe de suerte y, como sucedió en Piccadilly con la cerradura de Bramah, un escaparate (el del tallercito de Henry Maudslay) y la orgullosa exhibición al público del tornillo de bronce de cinco pies de largo que Maudslay fabricara en su torno y colocara en aquella vitrina, en el lugar principal como anuncio de su competencia, jugaron un papel importante. Cuenta la leyenda marinera que poco después de que montara la exhibición de su tornillo se presentó la afortunada casualidad. Participaron en ella los dos personajes que montarían la fábrica de cuadernales, y que juraron hacerlo sin fallar, para satisfacer una necesidad creciente y urgente.

A mediados del siglo xviii se había levantado en Southhampton, ciudad portuaria del sur de Inglaterra, algo parecido a una fábrica de cuadernales, que se encargaba de aserrar y hacer muescas en las partes de madera, pero gran parte del acabado debía hacerse todavía manualmente y, en consecuencia, la cadena de suministro era, en el mejor de los casos, impredecible. Asegurar el abasto se convirtió de pronto en algo vital para la sobrevivencia de Inglaterra.

Gran Bretaña había estado en guerra con Francia de manera intermitente casi todo el final del siglo xviii y la aparición en escena de Napoleón Bonaparte, terminada la Revolución francesa, convenció a Londres de que sus ejércitos tendrían que estar listos para entrar en acción también durante aquellos años iniciales del xix. De los dos cuerpos de guerra británicos, el Ejército y la Armada Real, fueron los almirantes quienes acapararon el presupuesto bélico, y los muelles de los puertos británicos pronto se erizaron con navíos de gran tonelaje prestos a hacerse a la mar en un santiamén para enseñar al enemigo francés, especialmente a Napoleón, quién era el que mandaba. Los astilleros se afanaban en construir barcos, los diques secos en repararlos, y por todos los mares, del canal al Nilo y de la Berbería a la península de Coromandel, pululaban inmensos bajeles ingleses, poderosos e infatigablemente al acecho.

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