Josemaria Escriva de Balaguer - Escritos varios (1927-1974). Edición crítico-histórica

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Este volumen recoge once piezas breves -artículos, entrevistas, comunicaciones en congresos, conferencias y homilías- que san Josemaría preparó para su publicación en un arco de casi cincuenta años, y que hasta ahora se encontraban dispersas y de difícil localización. Incluye tres homilías sobre la Iglesia y el sacerdocio, tres escritos jurídico-canónicos (entre ellos, la primera publicación del autor, en 1927), un artículo publicado en 1969, dos entrevistas y dos artículos sobre la Virgen del Pilar. En palabras de Fernando Ocáriz, en el prólogo, 'esta variedad ofrece un rico mosaico del espíritu del fundador del Opus Dei'.Philip Goyret (EE. UU., 1956) es ingeniero industrial, presbítero y doctor en Teología, es profesor ordinario de Eclesiología y decano de la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz. Rector de la iglesia de San Jerónimo de la Caridad.Fernando Puig (Terrassa, 1968) es doctor en Derecho privado y canónico, y en Teología dogmática. Es sacerdote desde 2004, y profesor de Organización y gobierno de la Iglesia en la Facultad de Derecho canónico de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, de la que es vicedecano.Alfredo Méndiz (Barcelona, 1960) es doctor en Historia, subdirector del Istituto Storico San Josemaría Escrivá y autor de varias publicaciones sobre san Josemaría y sobre Historia de la Iglesia.

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Se pasa después a hablar de la unidad de la Iglesia, fundada y modelada en la unidad del mismo Cristo. Como en Él, también en la Iglesia hay elementos divinos y elementos humanos, y no podemos quedarnos solo con estos últimos. La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, cuya Cabeza está en el cielo pero sigue unida a su Cuerpo. Lo visible y lo invisible se conforman en unidad indisoluble: no podemos separar una Iglesia carismática, que sería la única Iglesia verdadera fundada por Cristo, de otra jurídica, inventada por los hombres. La única Iglesia querida por Cristo es simultáneamente visible e invisible.

Con esto se conecta el fin de la Iglesia, que es la salvación, respecto a la cual todo lo demás es secundario. El mandato apostólico sigue en vigor: la obligación de predicar las verdades de la fe y la urgencia de la vida sacramental. La conciencia de esta finalidad se robustece a la luz del adagio patrístico extra Ecclesiam nulla salus, que no puede reducirse a una mera fórmula genérica. Ciertamente, la salvación es también posible cuando falta el bautismo sacramental pero no su deseo, al menos implícito, y la generosidad de Dios es infinita. Esto no quita, sin embargo, que la conciencia pueda endurecerse por el pecado y resistir a la acción salvadora de Dios. De ahí la ardiente exhortación a que los pastores se empleen a fondo en su ministerio y en que todos los fieles colaboren en difundir el Evangelio.

La prueba por la que pasa la Iglesia es especialmente dura, prosigue el autor, justamente porque, al intentar cambiar sus fines sobrenaturales por otros fines intrahistóricos, los medios de salvación quedan al margen o se reducen a meros símbolos de comunión entre los hombres. La homilía llega aquí a su punto culmen, advirtiendo que no ama realmente a Dios quien no ama a su Iglesia. Y no ama a su Iglesia quien la concibe de modo diverso a como Dios la ha querido. El aspecto jerárquico es elemento esencial, y no puede diluirse para, hipotéticamente, adecuarse al desarrollo histórico. La igualdad radical entre todos los bautizados no elimina la diversidad de funciones, derivadas de una distinta capacitación proveniente del carácter sacramental del orden sagrado.

Se concluye poniendo de relieve las consecuencias de la enseñanza recordada: se trata de un panorama que reclama una batalla decidida contra la ignorancia y el error, particularmente en lo que se refiere a la Iglesia, juntamente con ansias de reparación por los pecados de los hombres. Nos acercamos así a la cruz, donde nos encontraremos a María Santísima.

Finalidad y contenido de la homilía Lealtad a la Iglesia

La homilía se abre con la motivación que la genera: ante un clima de confusión sobre el concepto mismo de Iglesia, conviene volver a considerar con atención, dice el autor, lo que sobre ella se confiesa en el símbolo constantinopolitano de la fe, y que ha sido repetido por el Vaticano II: Una sola Iglesia, Santa, Católica y Apostólica. Queda así también claro lo que constituirá el nervio de la reflexión: las cuatro propiedades de la Iglesia.

La unidad de la Iglesia es aquella por la cual nuestro Señor suplicó al Padre, y de la cual nos habló a través de imágenes, como la del rebaño y la de la vid. Quien se separa de la Iglesia se seca, como la rama desgajada del tronco. Corresponde a todos defender la unidad de la Iglesia, muy especialmente siendo fieles a su magisterio. La unidad de los cristianos debe ser promovida dentro de la fe perenne y reconociéndola como don de Dios: no la construimos los hombres a partir de trozos dispersos, ni reducimos el espesor de lo perenne de la Iglesia con una presunta purificación en vista de presentarla más limpia.

De ahí que unidad y santidad se impliquen recíprocamente, ambas centradas en el misterio trinitario, pues santidad no es más que unión con Dios. La perfección original de la Iglesia, aquella santidad con la que Dios la adornó amándola y sacrificándose por ella (cfr. Ef 5,25), puede a veces quedar velada por los pecados de los hombres, pero en sí misma es indefectible. No solo institucionalmente, pues los cristianos también son, personalmente, gens sancta, pueblo santo, aunque no todos respondan con lealtad a la llamada a la santidad. Los defectos y miserias de los cristianos no pueden hacer vacilar nuestra fe sobre la Iglesia y sobre su santidad. El verdadero meaculpismo es el que cada uno debe hacer por sus propios pecados.

Santidad es salvación, y la salvación es para todos, porque «Dios quiere que todos los hombres se salven y vengan en conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). Con el pasar de los siglos, la Iglesia se ha difundido en los cinco continentes, pero era ya católica en Pentecostés: pues aunque la extensión geográfica sea signo de catolicidad, esta no depende de aquella, sino que, sustancialmente, abarca la universalidad de la verdad, la de los medios de salvación y la de la destinación del mensaje. La catolicidad no depende de su aceptación —también la Iglesia perseguida es católica— ni se deja encerrar en ideologías políticas, económicas y ni siquiera filantrópicas. Reluce en cambio en la fiel dispensación de los sacramentos y en la romanidad, poniendo en el sucesor de Pedro el centro de irradiación del Evangelio.

A su vez, este Evangelio que se debe difundir en todo el orbe no surgió en Palestina por libre iniciativa de los hombres, sino a partir de un explícito mandamiento del Señor, confiado a los apóstoles. Esta misión es trasmitida a sus sucesores, los obispos, llamados a realizarla con fidelidad hasta el fin de los siglos. En este marco, la elección especial de la que fue objeto Pedro continúa en el primado de la sede romana, desde la cual el Papa gobierna la Iglesia y ejercita su magisterio, que alcanza la infalibilidad cuando habla ex cathedra.

Aunque la mediación salvadora entre Dios y los hombres se perpetúa en la Iglesia por medio del sacramento del orden, en la tarea de la santificación de los hombres participan de modo diverso todos los cristianos, que deben sentir esta responsabilidad. El apostolado no es misión exclusiva de la jerarquía ni de los religiosos; y no es concebible que haya personas que no hayan sido invitadas a seguir a Cristo. Nada de lo que se refiere a la Iglesia o a la salvación de los hombres puede resultarnos extraño.

Pase lo que pase, Cristo no abandonará a su Iglesia. Nos conforta también la unión con los cristianos que nos precedieron y gozan ya de Dios en la Iglesia triunfante.

[1]Jesús Urteaga Loidi (San Sebastián, 1921 – Madrid, 2009), jurista, sacerdote, divulgador, fundó, junto con Javier Ayesta, la revista Mundo Cristiano, de Ediciones Palabra. Pidió la admisión en el Opus Dei en 1940 y fue figura muy conocida en España por su programa de televisión Solo para menores de 16 años. Siempre alegres para hacer felices a los demás.

[2]En realidad, en lengua italiana encontramos una traducción y publicación conjunta ya en 1976 (Milano, Ares). Se trata, sin embargo, de una edición reducida.

[3]En Amar a la Iglesia las homilías no se encuentran en orden cronológico: Lealtad a la Iglesia precede a El fin sobrenatural de la Iglesia. No se conocen las razones exactas de este modo de proceder.

[4]Una lectura atenta de los diarios (en los ejemplares originales conservados en AGP) del Colegio Romano de la Santa Cruz y de la Villa Vecchia (el centro del Opus Dei donde residía san Josemaría), en las páginas correspondientes a las fechas de las homilías y a los días inmediatamente anteriores y posteriores, revela una ausencia total de referencias directas o indirectas a estas homilías.

[5]Cfr. José Luis ILLANES, “Obra escrita y predicación de san Josemaría Escrivá de Balaguer”, SetD 3 (2009), pp. 245-246.

[6]Cfr. Josemaría ESCRIVÁ DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, edición crítico-histórica preparada por Antonio ARANDA, Madrid, Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer — Rialp, 2013, pp. 13-15.

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