Xavier Massó Aguadé - La escuela que dejó de ser

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"¿Qué se persigue con las reformas que llevan tres décadas implantándose en el sistema educativo? ¿Se trata de adaptarlo a los nuevos tiempos para que siga cumpliendo con su función de transmitir conocimientos o de desvirtuarla para subordinarla a otros cometidos? ¿Son estas innovaciones el medio del cual nos valemos para mejorar el sistema educativo o el instrumento para liquidarlo?
Si la introducción de reformas pretende la adaptación del sistema educativo a una nueva realidad, su objetivo y sus funciones debieran permanecer intactos, pero si con ellas lo estamos desvirtuando y llevando hasta más allá de sus propios límites y posibilidades, entonces estamos alterando también su naturaleza, el propio concepto de sistema educativo, propiciando su colapso y acabamiento como tal. Este libro acomete la problemática educativa actual desde las tres acepciones del término «fin» aplicado al sistema educativo. Fin, como objetivo o finalidad: la naturaleza y funciones de un sistema educativo; fin, como límites y dominio: el ámbito que, en función de sus objetivos y funciones, le es propio; y fin como acabamiento, el final de una escuela impelida a dejar de ser lo que fue, acaso reconvertida a otras funciones distintas de aquella para la que fue concebida. Con todo lo que ello conlleva, porque si la escuela deja de cumplir su función, nadie puede hacerlo por ella.
Nos situamos con ello a las puertas del fin de la educación.

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Así, si situamos en Grecia la primera aproximación conceptual a la noción de sistema educativo, es precisamente a partir de la naturaleza de los saberes que se impartirán y de los requisitos inherentes a su aprendizaje y adquisición. Y esto es lo significativo en lo concerniente a nuestro objeto. La justificación, o la necesidad, de un tipo específico de instituciones destinadas a enseñar unos determinados conocimientos se encuentra precisamente en la naturaleza de dichos conocimientos; en la necesidad de un aprendizaje previo que guiará toda ulterior práctica y que faculta para su realización. Unas instituciones cuya finalidad es la transmisión de ciertos conocimientos y destrezas, y cuya función es llevar a cabo dicha transmisión de acuerdo con unos procesos dirigidos y orientados a la consecución de este fin.

Es verdad que equiparar los actuales sistemas educativos de cualquier país con la Academia de Platón, el Liceo de Aristóteles o las comunidades hipocráticas puede parecer algo intempestivo. Pero, aunque dichas instituciones no sean comparables materialmente con lo que hoy entendemos por sistema educativo, sí lo son formalmente en lo que refiere a la función que desempeñaban y al objetivo que perseguían, por más limitado que fuera.

Tampoco es relevante que tales instituciones fueran el resultado del programa político de un gobernante –caso de Tolomeo I con el Museo y la Biblioteca de Alejandría–, del proyecto de un aristócrata filántropo con inquietudes sociales y políticas –caso de Platón con su Academia–, de un acto de mecenazgo más o menos clientelista –El Liceo de Aristóteles–, o de unos cuantos eruditos que se ofrecían a enseñar sus conocimientos a cambio de emolumentos –caso de los sofistas y sus supuestas «falsas» enseñanzas, al menos según la tradición socrático-platónica.

Y no lo es, porque sin perjuicio de que tales motivaciones hayan sido y sigan siendo el origen de muchas instituciones educativas –públicas o privadas–, lo relevante es que llevaban a cabo, por primera vez y de forma sistematizada, las funciones y objetivos que hoy corresponden a los sistemas educativos. Que estas instituciones fueran, socialmente hablando, más o menos restringidas en su alcance, o elitistas en su acceso, eso son, en todo caso, aspectos que sin duda deberían ser de prioritaria atención en un tratado de historia social de la educación, pero que, en lo que aquí nos atañe, no afectan al concepto.

Llegados a este punto, nos interesa muy especialmente remarcar el criterio de demarcación establecido en relación a las funciones y el objetivo de un sistema educativo, con respecto a las distintas dimensiones que conforman el proceso educativo de una persona, de la educación como concepto.

Siendo el objetivo de un sistema educativo la transmisión de unos determinados conocimientos y destrezas, y su función llevarla a cabo para su realización efectiva, queda claro que, como mínimo en su génesis, el criterio de demarcación viene dado por la propia naturaleza de lo que allí se transmite. Serán, según el caso, conocimientos más teóricos, o habilidades y competencias más prácticas; nos basta con esta distinción entre lo que consideraremos escolar o académico, y el resto de ámbitos de que está constituido el proceso educativo de un individuo. Lo que se aprendía allí no se podía aprender en otro sitio.

Así pues, cuando hablamos de «educación», lo haremos referido a un ámbito muy concreto, uno más de los que constituyen la noción de educación en su acepción más genérica. Educación es un todo, y aquí nos referiremos a una de sus partes: aquella cuyas funciones corresponden a lo que tradicionalmente se ha venido llamando instituciones escolares o académicas, al sistema educativo. Y a lo que como tal le corresponde.

[1]La cita de la frase original corresponde Aristóteles: «Ser se dice de muchas maneras» (Metafísica, libro V, 30).

[2]De acuerdo con Durkheim (La división del trabajo social, 1893), solidaridad mecánica sería la forma de colaboración y de organización propia de las comunidades humanas más simples, sin apenas especialización y división del trabajo, solo en función de la edad y del sexo. Se caracteriza por la total competencia de cada individuo, tanto en lo referente a los trabajos y actividades que se llevan a cabo, como en el conjunto de conocimientos y creencias a disposición de la tribu. La solidaridad orgánica, en cambio, se caracteriza por la especialización y la consiguiente división del trabajo e interdependencia. En este caso, ningún individuo posee «todos» los conocimientos del grupo.

[3]Se podría alegar que el ser humano no es la única especie capaz de transmitir culturalmente. Hay estudios que lo han detectado también en algunos primates, como los chimpancés, los orangutanes o los bonobos. Se trataría, en cualquier caso, de niveles muy incipientes en comparación al ser humano, como mínimo en relación al tema que nos ocupa.

[4]Los restos más antiguos hallados de Homo Sapiens son los del Omo I, en Kibish, Etiopía, datados en unos 195000 años.

[5]Cabe resaltar, en este sentido, algo que con frecuencia suele pasarse por alto con respecto a la esclavitud, sin menoscabo de su carácter moralmente aberrante. No se trata simplemente de que la esclavitud, como elemento de un determinado modo de producción histórico, surja como consecuencia del sojuzgamiento de unos grupos humanos por parte de otros que les privan de libertad y ponen su fuerza de trabajo a disposición para su propio provecho. Esto es sin duda descriptivamente así, pero para que se produzca la extensión de la esclavitud y su generalización, se requiere de un requisito lógicamente anterior, sin el cual no sería viable. La condición de posibilidad del esclavo es que un individuo sea capaz de producir con su fuerza de trabajo más de lo que precisa para subsistir; es decir, que produzca excedente. Y este es precisamente el escenario que propiciará el descubrimiento de la agricultura y la utilización de mano de obra esclava.

[6]El «funcionalismo» de Malinowski es, en este sentido, una buena herramienta para describir estas homologías funcionales en su vertiente social, pero no, obviamente, desde una perspectiva epistemológica, que es de lo que aquí se trata.

[7]Solo una breve aclaración en relación con esta última afirmación. Sin duda alguna, los postulados teóricos hipocráticos están a años luz de la biología y medicina actuales. En este sentido, podría decirse que su praxis estaría más próxima a la hechicería que a la medicina. Pero no es su validez frente a la medicina actual lo que aquí nos interesa, sino la propia idea de constituir la medicina como corpus teórico que guiará la práctica médica, con conceptos como los «humores» o la influencia del entorno ambiental en la salud humana, con independencia de que «acierte» o no.

[8]Utilizamos el término «técnica» en lugar de «tecnología», por dos razones. La primera, porque en la distinción clásica la «técnica» es la simple destreza en la realización de algo, sin amparo teórico. En segundo, porque «tecnología» refiere originariamente a los procesos y dispositivos técnicos resultado de la aplicación de principios científicos teóricos, o derivados de ellos. En rigor, pues, tecnología presupone un conocimiento científico previo, aunque pueda no estar a disposición del «tecnólogo», mientras que en «técnica» no tiene por qué ser así. Que actualmente la palabra «tecnología» se aplique a un ámbito que supone más sofisticación que el de «técnica» es en cierto modo, además de una derivación de los respectivos usos de ambos términos, dependiente de esta distinción. Hoy en día, en la práctica, todo saber competencial viene determinado por conocimientos de contenido teórico, de modo que, en el fondo, ambos términos serían sinónimos.

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