Xavier Massó Aguadé - La escuela que dejó de ser

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"¿Qué se persigue con las reformas que llevan tres décadas implantándose en el sistema educativo? ¿Se trata de adaptarlo a los nuevos tiempos para que siga cumpliendo con su función de transmitir conocimientos o de desvirtuarla para subordinarla a otros cometidos? ¿Son estas innovaciones el medio del cual nos valemos para mejorar el sistema educativo o el instrumento para liquidarlo?
Si la introducción de reformas pretende la adaptación del sistema educativo a una nueva realidad, su objetivo y sus funciones debieran permanecer intactos, pero si con ellas lo estamos desvirtuando y llevando hasta más allá de sus propios límites y posibilidades, entonces estamos alterando también su naturaleza, el propio concepto de sistema educativo, propiciando su colapso y acabamiento como tal. Este libro acomete la problemática educativa actual desde las tres acepciones del término «fin» aplicado al sistema educativo. Fin, como objetivo o finalidad: la naturaleza y funciones de un sistema educativo; fin, como límites y dominio: el ámbito que, en función de sus objetivos y funciones, le es propio; y fin como acabamiento, el final de una escuela impelida a dejar de ser lo que fue, acaso reconvertida a otras funciones distintas de aquella para la que fue concebida. Con todo lo que ello conlleva, porque si la escuela deja de cumplir su función, nadie puede hacerlo por ella.
Nos situamos con ello a las puertas del fin de la educación.

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Pero esto solo es posible si la sociedad está compuesta por ciudadanos libres, responsables, y para ello se requiere haber sido instruido –educado– en el conocimiento de la ciencia, las artes y las letras. Solo así se accede a la autoconsciencia de esta libertad emancipadora. La necesidad de un proyecto educativo que, al menos teóricamente, ha de ser universal, se hace evidente por sí misma. Es una exigencia de la república de los ciudadanos, pues solo mediante la educación se accede al responsable uso de la libertad y del derecho.

Hasta entonces, cada sociedad había producido de una forma u otra las instituciones necesarias para la transmisión de aquellos conocimientos cuya preservación, bajo los más variados criterios, se consideraba necesaria. Todo ello con las prescriptivas restricciones de rigor en lo referente al acceso a estos conocimientos. Ello era así, valoraciones morales al margen, no solo por la naturaleza estamentaria de las sociedades del Antiguo Régimen, sino también por razones estrictamente funcionales y de la concepción del mundo que era inherente a este orden social.

Es decir, no se trata solo de que pudiera haber un interés explícito por parte de las élites en excluir a la inmensa mayoría de la población del acceso a la educación académica –aunque también– para mantenerla en la ignorancia, sino de que no había tampoco ninguna necesidad objetiva que llevara a plantearlo. Un siervo de la gleba, por decirlo así, ya sabía lo que tenía que saber y no precisaba de nada más para cumplir con la función que tenía encomendada de acuerdo con el grupo al que pertenecía. Ahora, en cambio, saber leer y escribir, el conocimiento, en definitiva, se considerará una forma de enriquecimiento en lo espiritual, indispensable para la plena realización de la condición humana.

Todos estos cambios de planteamiento surgen con la Ilustración, al menos en su formulación teórica, marcando un auténtico punto de inflexión que progresivamente irá tomando cuerpo. Y que se irá desarrollando en combinación con las profundas transformaciones que se producirán a lo largo del siglo siguiente, con la Revolución industrial y la consolidación del estado moderno. La aportación fundamental de la Ilustración a la educación no proviene tanto de una modificación de la noción de escuela, academia o universidad, que se mantiene como tal, sino de su extensión, desde esta nueva concepción del mundo, a la nueva realidad que, como consecuencia de ella, los cambios sobrevenidos irán imprimiendo. Y a la exigencia moral ilustrada se le incorporarán las exigencias materiales de la Revolución industrial.

Los logros y avances técnicos resultantes de la aplicación de los principios de la ciencia moderna requerirán de una creciente proporción de masa de población instruida, cada vez a mayores niveles, en ámbitos que, o bien eran nuevos, o hasta entonces habían estado restringidos a una selecta y exigua minoría. Una formación que, de carácter propedéutico o de especialización, remite a contenidos de distintos niveles y áreas de ámbito académico. Y que según el nivel alcanzado, capacitarán para determinadas tareas o, como la alfabetización, empezarán a ser necesarias para la realización de cada vez más actividades.

Es decir, se convertirá en una exigencia objetiva del propio sistema productivo que un determinado y creciente porcentaje de individuos dispongan de una mínima instrucción en ciertos saberes, cuyo conocimiento previo será requisito para poder realizar determinadas tareas. Unos saberes que serán no solo mucho más amplios y extensos que los de épocas anteriores, sino que también deberán estar a disposición de un porcentaje de población muy superior al de tiempos anteriores. Saberes cuya adquisición requerirá de un paso previo por alguna institución educativa, ya sea escolarización elemental, media o universitaria.

No se trata solamente de que un ingeniero de 1850 deba tener una formación superior a la del ingeniero de 1750, ni de que deba invertir más tiempo en adquirirla, sino también, y fundamentalmente, de que se precisarán más ingenieros, más médicos, más abogados… Y esto se produce, progresivamente, a todos los niveles y escalas, como consecuencia de la irrupción de la ciencia y la técnica en el proceso productivo, y del impulso al desarrollo, al crecimiento y al progreso que se producirá; desde las escalas más altas en las jerarquías profesionales, hasta la simple alfabetización de toda la población.

De la combinación entre los ideales ilustrados y las exigencias objetivas de la sociedad resultante de la Revolución industrial, surgirán los sistemas educativos modernos. Una síntesis entre lo ideal y lo material, entre lo teórico y lo instrumental, que no deberemos perder en ningún momento de vista a partir de ahora.

Como ya hemos dicho antes, Kant definía la Ilustración como la emancipación de la minoría de edad culpable de la humanidad. «Minoría de edad» porque la humanidad seguía bajo la tutela de instancias creadas por ella misma que había situado en ámbitos trascendentes al ser humano. Ahora, la «explicación» según la cual el hombre no puede acceder a ciertas verdades que son solo accesibles a Dios, la administración de las cuales está en exclusiva a cargo de unos privilegiados investidos para ello, ya no servirá–; y «culpable», por haber seguido bajo dicha tutela mucho más allá de lo razonable, en un estado de postración espiritual y moral falsamente acomodaticio. Se trata de una exhortación a superar esta minoría de edad para devenir autónomo, tanto moral como intelectualmente. Y no dar el paso, insistía Kant, es permanecer en la ignorancia voluntaria, fingidamente inexorable, y dolosa. El hombre está obligado a saber porque es intrínsecamente responsable y, como tal, libre.

No es extraño que, admitiendo que Kant está efectivamente expresando de forma sintetizada el espíritu de la Ilustración, los autores ilustrados se preocuparan por la educación y se aproximaran a ella desde una perspectiva absolutamente nueva, inédita hasta entonces. Así lo entiende Condorcet [6]cuando vincula el progreso moral e intelectual de la humanidad a un sistema de enseñanza público, considerándolo el medio para conseguir en la práctica la igualdad de derechos, y como un deber de la sociedad hacia los ciudadanos. O Diderot, al afirmar que «en lo concerniente al concepto de educación pública, su esencia es invariable bajo cualesquiera circunstancias. El objetivo ha de ser siempre el mismo a lo largo de los siglos: formar hombres virtuosos y lúcidos» [7].

Conviene resaltar que la propia noción de «sistema de instrucción pública» es genuinamente ilustrada. Recuperada en todo caso de Platón y adaptada a las exigencias del planteamiento ilustrado, pero digamos que «perdida» durante los dos mil años que median entre Grecia y la Ilustración. Y que, por lo tanto, aparece casi ex novo. El primer ensayo extenso y ambicioso de concepción, definición y sistematización de lo que hoy entendemos por «sistema educativo» lo lleva a cabo Condorcet en la obra supracitada, incluyendo tanto el campo de la instrucción en el conocimiento, lo que diríamos «cultura» en su sentido ilustrado, es decir, erudito y enciclopédico, como en lo referente a la formación para las profesiones, en todo un magistral esbozo de lo que debería ser un sistema educativo, sus funciones y sus objetivos.

Estamos ante un modelo en cuyo planteamiento se prefigura un concepto de individuo, de ser humano, que se proyectará sobre los siglos siguientes bajo distintas formas, pero cuyo desiderátum, y también su mayor logro, será la conquista de la democracia y unas sociedades con unas cuotas de libertad [8]hasta entonces inéditas en la historia; una sociedad que, para poder funcionar, requiere de individuos libres, de ciudadanos, en el pleno sentido del término. Y para ser un ciudadano libre de la república ilustrada, se requiere de instrucción. Queda claro que los presupuestos morales de la Ilustración encajan de lleno con su ideal educativo y que, de una forma u otra, se adaptarán a las exigencias más pragmáticas de la nueva sociedad que surgirá con el liberalismo decimonónico y con la industrialización.

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