Unai Morán - Leyendas del baloncesto vasco

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El baloncesto es uno de los principales deportes de Euskadi por número de licencias, lo que ha permitido alumbrar un importante plantel de grandes jugadores. Este libro repasa la trayectoria de las más consagradas figuras. De las gestas en blanco y negro de Emiliano a la osadía con sello digital de Brizuela. De rudimentarios aros y tableros en patios de colegio a los más flamantes pabellones y campeonatos.Querejeta, Iturriaga, Laso, Morales, Galilea, Iturbe… Sus logros y anécdotas personales ilustran medio siglo largo de canastas con label vasco.

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Palmarés

12 Ligas (1961, 1962, 1963, 1964, 1965, 1966, 1968, 1969, 1970, 1971, 1972 y 1973),

9 Copas (1961, 1962, 1965, 1966, 1967, 1970, 1971, 1972 y 1973) y

4 Copas de Europa (1964, 1965, 1967 y 1968).

Otros logros

Disputó dos Juegos Olímpicos (1960 y 1968), otras tantas finales de la Copa Intercontinental y siete Campeonatos de Europa de selecciones, siendo el mejor jugador de la edición de 1963 y el máximo anotador en 1965. Logró dos medallas de plata en Juegos del Mediterráneo (1959 y 1963) y fue designado mejor jugador de la Copa de Europa en otras tantas ocasiones (1963 y 1964). Sumó un total de 20 116 puntos en los 1243 partidos que disputó a lo largo de su carrera (4929 puntos y 312 partidos en la máxima categoría nacional). También fue campeón de Segunda División con el Águilas y ganó en cinco ocasiones el Torneo Internacional de Navidad de la FIBA. Miembro del Salón de la Fama de la propia FIBA desde 2007, obtuvo seis años antes la Medalla de Oro de la Real Orden del Mérito Deportivo otorgada por el Consejo Superior de Deportes (CSD).

Internacional

175 partidos con España y 6 con la selección europea.

Emiliano convirtió su habitual 10 en el dorsal más admirado CAMINANTE NO HAY - фото 4

Emiliano convirtió su habitual 10

en el dorsal más admirado.

CAMINANTE, NO HAY CAMINO

Hubo un tiempo en el que no hacía falta medir dos metros para encontrar abierto el Olimpo del baloncesto. En la era del blanco y negro, a la canasta se jugaba en la calle y de manera casi amateur. Las zapatillas no valían por su marca, las camisetas eran poco más que trapos con tirantes y los balones, de goma y color naranja, se botaban sobre hormigón o asfalto en el mejor de los casos. Sin embargo, y eso no ha variado, tampoco entonces valía cualquiera para encestar. Solo los más avezados conseguían pasar la pelota por el aro y así fue como comenzó a destacar un joven bilbaíno de adopción en los patios del colegio Escolapios.

A Emiliano Rodríguez era el fútbol lo que realmente le apasionaba de joven. Disfrutaba con los partidos de Iriondo, Venancio, Zarra, Panizo y Gainza en el viejo San Mamés, así que se inscribió en el equipo de la escuela para tratar de emular a sus ídolos. Afirman quienes le vieron jugar que apuntaba buenas maneras en el centro de la defensa, pero nunca llegaría a tener la oportunidad de jugar en el Athletic. Había nacido en un pequeño pueblo de León, donde su padre trabajaba como jefe de estación para el ferrocarril de La Robla, y no fue hasta los ocho meses cuando se trasladó junto a su familia hasta la capital vizcaína, tras un ascenso laboral de su progenitor. Demasiado tarde, por entonces, para poder vestir de rojiblanco. Y sin esa ilusión, el balompié perdía todo su sentido para él. ¿Por qué no probar, entonces, en otros deportes?

Conocido en el mundo de la canasta más por su nombre que por su apellido, Emiliano gozó siempre de una constitución privilegiada. Con sus 187 centímetros, tenía una estatura considerable para la época y, sobre todo, una envergadura descomunal que superaba los dos metros. Sus manos encerraban aún más magia que sus habilidosos pies, así que a nadie sorprendió que, con 15 años, superara las pruebas de captación del Águilas1, un equipo de baloncesto formado por antiguos alumnos de Escolapios que tenía en los patios del colegio su centro de operaciones. El club era, ya por entonces, el máximo exponente del moderno deporte en Bilbao y no tardaría en alcanzar cotas mayores gracias, entre otros factores, a la aportación de su inesperado fichaje. Cierto es que en aquel básquet retro bastaba con correr y tener un buen salto para competir. Los lanzamientos a canasta eran poco menos que ortopédicos y los partidos se ganaban a base de garra.

En los años 50, el baloncesto era todavía algo exótico en el País Vasco. Con sus tableros de madera y unos aros aún rudimentarios, el juego apenas se practicaba en unas pocas escuelas, de manera aficionada y sin una competición del todo regulada. Dominaba con autoridad el citado Águilas, en el que militaban y llegaron a militar jugadores como Agustín Esparta, Natalio y Agustín Ibarra, Luis María Lacambra, Antón Larrauri, Javier Lería o Iñaki Sarria, entre otros precursores. Tras su paso por las categorías de formación, Emiliano se estrenó con el equipo sénior a sus 18 años. Pocos podían imaginar entonces que aquel espigado pero atlético joven llegaría a ser uno de los mejores jugadores de Europa. Junto a sus compañeros de escudo se proclamó campeón territorial en la temporada de su debut y logró el pasaporte a Primera División una campaña después. Fue solo el preludio del sonado ascenso a la Liga Nacional2 que lograrían al año siguiente, el último que afrontó la prometedora figura en Bilbao.

El alero 14 despuntó pronto con el Águilas La progresión de Emiliano fue - фото 5

El alero (14) despuntó pronto con el Águilas.

La progresión de Emiliano fue espectacular. A su velocidad y envergadura sumó una facilidad para las penetraciones a canasta que le permitía dejar el balón muy cerca del aro. Después pulió su técnica individual, su dominio de la pelota, su lanzamiento exterior y, sobre todo, la mecánica de este último, dando forma a un tiro en suspensión apenas visto hasta entonces y que le convirtió casi en indefendible por parte de los rivales. Lo mismo remataba un contragolpe en bandeja que anotaba en estático desde cinco o seis metros. En el marco de un baloncesto que comenzaba a identificar las distintas posiciones dentro del campo, el bilbaíno se convirtió en el referente de las cualidades que debía reunir un buen alero. Tenía talento para triunfar, así que no es de extrañar que despertara pronto el interés de los principales equipos.

Fue durante la gira de un entrenador estadounidense3 por España cuando Emiliano tuvo la oportunidad de participar en las sesiones de trabajo que se organizaron en Bilbao. El norteamericano, que había llegado para difundir aspectos técnicos del baloncesto, quedó gratamente impresionado por las facultades del joven jugador y no dudó en difundirlas entre los principales técnicos del país. Así fue como el alero llegó a oídos de Eduardo Kucharski y Pedro Ferrándiz; así fue como se fraguó su salto al Real Madrid y al básquet profesional, Aismalíbar mediante. Incapaz de retener a su perla, el Águilas se conformó con cerrar sendos acuerdos de colaboración con ambos equipos para los años siguientes. «Se portaron muy bien conmigo. Entendieron que tenía que marchar y no pusieron ningún inconveniente», agradece todavía hoy Emiliano.

El plan estaba perfilado. La promesa bilbaína abandonó el Águilas en 1958 para perfeccionar su juego durante dos temporadas en el Aismalíbar de Montcada, al frente del cual estaba Kucharski. El equipo catalán era uno de los punteros en la máxima categoría y figuraba en el camino de Emiliano como el paso previo a su salto al Real Madrid. Bajo las directrices de un cuerpo técnico profesional, el alero adquirió fundamentos que antes ni siquiera había imaginado y se fogueó con los mejores jugadores del país, enfrentándose incluso a los «amigos» que había dejado atrás en su club de origen. Estaba preparado. Ferrándiz lo esperaba en la capital de España, aunque antes hubo que atar una serie de flecos, ya que el jugador estaba a punto de terminar su carrera como ingeniero técnico y se disponía a formar una familia. Al fin y al cabo, el baloncesto siempre fue para él «un medio y nunca un fin en sí mismo».

Hubo determinados «expertos», según el propio protagonista, que llegaron incluso a vaticinar el fracaso deportivo de Emiliano debido a que no superponía el baloncesto sobre otras cuestiones de su vida, como la familia o los estudios. Entendían que su carrera había tocado techo, pero se equivocaban. No en vano, el alero desembarcó en el Real Madrid para formar parte de un equipo sin rival en la competición doméstica y que comenzaba a sentar las bases de la que iba a ser la mejor plantilla de Europa en los años siguientes. Allí compartió vestuario con ilustres de la canasta de la talla de Lolo Sainz, Luyk, Brabender o incluso otro vasco de adopción como Moncho Monsalve. Un grupo de leyenda que supo enganchar a los aficionados con un juego alegre y basado en cierta improvisación, lejos aún del rigor defensivo y táctico que imperaría en décadas posteriores.

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