Alberto Olmos - Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad

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Cuando Vips era la mejor librería de la ciudad inquietará felizmente al lector, que pasará de la carcajada al asombro, de la indignación a la duda. Un libro escrito por una de las voces más valientes, arriesgadas y provocadoras de este presente convulso en el que nadie está a salvo.. La crítica social y política, los asuntos públicos y privados son sometidos a un proceso de revelado para señalar la fina linea que separa la propaganda de las ideas o el talento de la fama.

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Mientras, Apple seguía vendiendo a espuertas sus teléfonos y tabletas, auténticos juguetes sexuales de nuestro siglo. Los mismos que en 2010 defendían el Kindle de Amazon, estos cacharros de Apple o cualquier otro gadget molón (lo defendían comprándolo mientras pedían que los contenidos de estos aparatos fueran gratis, digo), acabaron venerando, promocionando e imponiendo ¡la cultura de pago!

Calma, calma, desenclavad los lápices de las mesas, por favor.

Sí, exactamente los mismos nombres que en 2010 pedían cultura libre firmaban en 2017, y exactamente en los mismos diarios digitales de entonces, artículos como «La serie que tienes que ver», «La serie que no te puedes perder», «Qué series debes ver este verano» y «Qué maravillosa es esta serie». Un ejemplo sintomático fue Juego de Tronos.

Todo el mundo hablaba de Juego de Tronos, hasta Pablo Iglesias, líder del partido más a la izquierda en el arco parlamentario. ¿Qué era Juego de Tronos? ¿La ponían en la 1, en La Sexta? ¿La daba gratis un enano en la Puerta del Sol? No, majos, la daba de pago una cosa llamada HBO. ¿Por qué no decían nunca estos artículos que la serie no era como el Un, dos, tres o la Vuelta a España, que sí podía ver todo el mundo? ¿Por qué parecía que el país entero estaba en disposición de ver esta serie cuando solo podían verla legalmente aquellos que pagaran a HBO o a otra cosa llamada Movistar Plus? ¿Por qué debíamos, teníamos y no nos podíamos perder esta serie?

8 euros al mes costaba HBO. 8 euros al mes costaba Netflix, que también emitía sin parar series que tenías que ver. 16 euros al mes (192 euros al año) te conminaban a pagar los antiguos defensores de la cultura libre para no ser un paria intelectual de tu tiempo.

Daos cuenta, queridos niños, de que, según el ministerio competente, en 2015 cada español se gastó 260 euros en cultura; en toda la cultura.

Titulad esta lección «Cómo los adalides de la cultura libre pasaron de defender “un derecho del pueblo” a defender a HBO».

Podéis ir saliendo, niños. Y recordad siempre que el pasado es todo lo que no tenéis.

Cuando ser escritor era una juerga

2,95 euros cuesta contemplar el enternecedor y, a veces, lamentable ocaso de los sueños literarios.

Luis Mancha entrevista en Generación Kronen a los escritores José Ángel Mañas, Ray Loriga o Luis Magrinyà, y a los editores Chavi Azpeitia, Pote Huerta y Constantino Bértolo. El documental incluye una incomprensible sección dedicada al cine de los noventa (por suerte, muy breve), pero deja algunos momentos simpáticos, como cuando Juan Manuel de Prada pregunta al realizador si Mañas sigue escribiendo o cuando el propio Mañas afirma no ser «nada» en la literatura de hoy. También da a conocer algunos datos impresionantes: Juana Salavert reconoce que era normal en aquellos años recibir unos 25.000 euros por novela y Pedro Maestre asegura haber vendido 80.000 ejemplares de Matando dinosaurios con tirachinas, cifras completamente quiméricas a día de hoy para casi cualquier escritor.

La pieza es bastante irregular y parece haberse montado con prisas y sin exprimir del todo el testimonio que los propios entrevistados deseaban dar. Con todo, capta muy bien la esencia de aquellos años y la resaca en la que viven ahora varios de los escritores que conocieron —y es mucho conocer— el sabor auténtico de la gloria.

Todo empezó en 1992, cuando Constantino Bértolo publicó Lo peor de todo, de Ray Loriga. Ya el nombre del autor dejaba claro que no nos iba a hablar ni de la Guerra Civil ni de entrañables veranos en Cadaqués. Loriga traía la modernidad a la literatura española, influido por autores norteamericanos y, sobre todo, por la música y el cine. Prácticamente hizo veinte años antes todo lo que luego creyó estar haciendo la Generación Nocilla.

Héroes se publicó en 1994, con la foto del propio autor en la portada: llevaba el pelo largo y anillos con forma de calavera, tatuajes en los brazos y una cerveza en la mano. Ningún escritor de la historia de la literatura española ha sido tan atractivo para los medios como él.

Ese mismo año, José Ángel Mañas quedó finalista del premio Nadal con Historias del Kronen, la turbia crónica de la vida loca que los niños pijos de Madrid llevaron en el verano de las olimpiadas de Barcelona. El libro supuso una conmoción social y hasta Jesús Hermida dedicó uno de sus debates televisivos a sopesar seriamente si «nuestros hijos» se drogaban tanto.

En 1996, es decir, hace justo dos décadas, Montxo Armendáriz llevó el Kronen al cine (Mañas ganó el Goya a mejor guion adaptado) y nuevamente el premio Nadal marcó tendencia: el desconocido Pedro Maestre se hacía con el premio con su primera novela, Matando dinosaurios con tirachinas, «escrita en quince días».

La industria editorial se volvió loca. Juventud era todo el talento que necesitaba alguien que mandara su libro a una editorial. «Traficantes de juvenalia», llamó Jorge Herralde a algunos editores.

La lista de autores menores de treinta años que surgieron en los noventa es inagotable. Lucía Etxebarria, Juan Bonilla o Juan Manuel de Prada vieron publicados sus primeros libros y, enseguida, consiguieron algún premio importante o, en todo caso, continuaron su carrera en sellos de primera fila.

Se rizó el rizo: Violeta Hernando publicó Muertos o algo peor con diecisiete años; Espido Freire ganó el Planeta con veinticinco. La editorial Lengua de Trapo hizo una lista de agraciados en 1998, a la que tituló Páginas amarillas.

Yo estaba allí en aquellos años, leyendo cantidades industriales de libros inútiles. No hay escritor de los noventa del cual yo no haya leído hasta su libro menos importante. José Machado, Berta Vías Mahou, Tino Pertierra. Díganme uno.

A pesar de que críticos como Ignacio Echevarría desprecian alegremente la literatura de aquellos años, lo cierto es que la demencia editorial de los noventa hizo un favor fundamental a la industria: acercar los libros a los jóvenes.

Cuando uno veía a Mañas en la tele o a Maestre en los periódicos se sentía concernido: la literatura también hablaba de nosotros, de los que entonces teníamos veinte años. Es más: las editoriales estaban dispuestas a publicarte un libro. Si yo no hubiera asistido a todo este espectáculo de permeabilidad editorial, nunca se me hubiera ocurrido mandar mi primera novela a Anagrama, novela que efectivamente me publicó.

¿Qué tenemos hoy, sin embargo? Una literatura vieja, aburrida; un premio Nadal echado a perder y cuyos ganadores no importan a nadie. Decenas de escritores jóvenes (pueden conocer a veinte de ellos en la antología que preparé para Lengua de Trapo: Última temporada) cuyos libros son prácticamente inencontrables, pues las grandes editoriales ya no están interesadas en publicar a menores de treinta años. Y, finalmente, miles de lectores potenciales —los más jóvenes— para los cuales la literatura es ese lugar donde no se habla de ellos. Es decir: un futuro muy negro para los libros.

Es verdad que muchas de aquellas novelas eran una auténtica mierda y que varios de los autores que lloriquean en el documental Generación Kronen no se merecen otra cosa que el olvido en el que penan, pero la propia Historias del Kronen sigue siendo un digno testimonio —¿y qué otra cosa es la literatura sino testimonio?— de la vida en Madrid en los años noventa, Ray Loriga tiene grandes libros en su haber, como Trífero o El hombre que inventó Manhattan (cuando digo grandes, digo que podrán ser leídos con placer dentro de cincuenta años) y Juan Manuel de Prada escribe novelas de una solidez y pujanza que nada tienen que envidiar a, pongamos, Gonzalo Torrente Ballester. Juan Bonilla, Belén Gopegui o Antonio Orejudo son fruto de aquellas alegrías.

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