Franco Santoro - Historia de dos partículas subatómicas

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Vicente Vargas González, un pintor con sinestesia, callejero y conocido por ser un bueno para nada; Felipe Aliaga, un cantante de metro; y Ana Belén, miembro de una estricta congregación religiosa y apasionada por la mecánica cuántica, cohesionan en un mismo destino, donde la pobreza y las desventuras son parte de su día a día. Las ansias de libertad, la aspiración por un mejor futuro, la amistad y el amor conllevan al enfrentamiento y la toma de difíciles decisiones cuando un grupo de narcotraficantes llega a ofrecerles un trato muy tentador. ¿Será la solución a sus problemas? ¿Podrán lidiar con ello?

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Vicente, antes de irse, se acercó a Ana Belén y le entregó una hoja arrugada. La chica se sacó el sombrero, abrió el papel y lo cerró de inmediato.

***

La reunión de la Congregación se extendió más de lo normal ya que los ancianos jefes informaron modificaciones en las leyes que rigen a la Casa de Dios.

―El Cuerpo Gobernante de Nueva York nos envió este comunicado el día de ayer ―dijo desde un podio uno de los ancianos.

La chica del sombrero estaba ahogada y sonriente, sentada en la reunión, oyendo con atención las palabras del hombre.

―La falta de humildad es un pecado terrible. Cuestionar la verdad de Dios es tan ingenuo como poner en duda la existencia del sol. La literatura de la Congregación tiene la verdad escrita, y entregada a los hombres que serán parte del paraíso luego del apocalipsis inminente. No solo Dios está allá afuera ―apuntó a las ventanas del salón―, Satanás ronda por las calles. Es un seductor de mentes que ataca a los que olvidan la humildad, los que creen en teorías absurdas, y los engreídos que buscan la verdad sabiéndose elegidos y superiores. La bendición hacia los ciervos será eterna, la felicidad será eterna y haremos el bien por los siglos de los siglos.

La chica del sombrero sintió el estómago avinagrado. Sonrió a su madre y tomó la mano de su hermana Valentina. Estaba desesperada por ducharse, sentir el agua empapar su cabello y su cuerpo. Por algún extraño motivo, la mujer solía bañarse hasta ocho veces al día, refregándose, en cada ocasión, como si tuviera mugre acumulada de hacía meses. Al salir de la reunión, Ana Belén y su familia fueron a la casa. Tomaron once todos juntos, con la tele apagada y sin hablar. Luego, cuando Valentina finalmente terminó de comer, se levantaron de la mesa. La chica del sombrero se encerró en el baño y se duchó hasta que su madre apagó el calefón. “¡Tanto rato con el agua dada!” ―gritó la señora antes de apagarlo―. Ana Belén salió de la ducha y se secó sin mirarse al espejo. Entró a su habitación, se vistió y salió de la casa. “Vuelvo enseguida” ―dijo―. Caminó muy apurada hacia la amasandería de la esquina y sin saludar al dueño, preguntó:

―¿Tiene delicias de frambuesa?

El hombre contestó asintiendo con la cabeza.

―¿Cuántas le quedan?

―Muchas.

―Pero ¿cuántas?

El dueño, con desdén, comenzó a contar las delicias de frambuesa que tenía dentro de una canasta.

―Me quedan veintiséis.

―Las quiero todas ―dijo Ana Belén mientras ponía un alto de monedas sobre el mesón.

El hombre echó las delicias dentro de una bolsa. La mujer le agradeció sonriendo y salió del lugar. Se sentó en un paradero de la avenida Gabriela Poniente y escondió su compra; algunas dentro de sus sostenes, otras de sus calzones, en sus zapatos, en los calcetines, y también, en los bolsillos de su pantalón. Volvió a caminar, y rápido. Al entrar al pasaje donde vivía, escuchó la voz de su vecina de al frente, quien oía y cantaba, a todo pulmón, una canción de Alex & Fido, en conjunto con Arcángel y De la Ghetto:

Ella es un camuflaje.

Usa su disfraz

pa´ esconder lo que en verdad

no conocen de ella.

Ana Belén ingresó a su casa y subió las escaleras para encerrarse en su pieza. Tiró las delicias de frambuesa a la cama y las comió una por una. Quiso leer los textos que debía aprenderse para el día siguiente. Cursaba el primer año de Administración de Empresas o Ingeniería en Administración de Empresas, como decía su padre, quien le ordenó que estudiara eso, pues un profesor de la facultad, amigo del hombre y miembro de la Congregación, le había dicho que era una gran carrera. “Luego, la Anita podrá ayudarte con tus negocios”, insinuó el profesor al padre. La chica del sombrero se sentó en su escritorio a estudiar, pero no pudo. Tenía la piel del estómago estirada al máximo y un malestar general. Metió los dedos en su garganta para vomitar. Manchó la alfombra, parte de su escritorio y su cabello. Sintió los dejos dulces y vinagrosos de las delicias de frambuesa. No quiso limpiar, estaba exhausta para hacerlo. Al anochecer, con el vómito seco en su pelo, abrió uno de los tantos cuadernos donde anotaba sus estudios sobre mecánica cuántica. Le gustaba releer lo que escribía una y otra vez.

―La mujer que vuela ―leyó en voz baja―. En toda la historia de la humanidad nadie nunca ha tocado nada. Yo no te he tocado a ti y tú no me has tocado a mí. Lo que sentimos al tocar algo o a alguien, es simplemente la fuerza electromagnética de los electrones que se repelen entre sí. En palabras simples, los átomos de tu piel se repelen con los átomos de mi piel; ese rechazo es lo que se siente al tacto. Y, tal como tú y yo jamás nos hemos tocado, gracias a Dios, tampoco nadie lo ha hecho con el suelo. La gente, de todo el mundo, en todos los países, está flotando.

Ana Belén se levantó del escritorio y cerró los ojos. Los mantuvo así hasta que su padre entró en la habitación.

―¿Qué haces? ―preguntó el hombre.

―Nada.

El padre se acercó y le acarició la oreja. Metió su dedo índice bien adentro del pabellón y le besó el hombro.

―Buenas noches, hija ―susurró.

―Buenas noches.

La mujer, antes de dormir, volvió a leer sus escritos.

***

Vicente Vargas González, Felipe Aliaga y el vendedor de arroz inflado jugaban una partida de pool. Eran las doce de la noche y Johanna dormía plácida en su silla de ruedas. El vendedor era mejor con el taco que el pintor. “Y eso que no tengo sinestesia”, recalcaba el viejo cada vez que hacía una jugada de antología.

Turco, el dueño del local ―al igual que su padre y el padre de su padre―, ese día confesó con vergüenza que de pool no sabía nada más que comprar bolas, tacos y tiza.

―Y mesas, por supuesto.

Vicente lo había sospechado. Felipe rio al enterarse y cantó, intentando imitar a Joan Manuel Serrat:

―¡Soy cantor, soy embustero, me gusta el juego y el vino! ¡Tengo alma de marinero!

Johanna despertó con los gritos del cantante, asustada y perdida, pero el pintor le regresó el alma. “Estamos en el pool, tranquila” ―dijo sonriente―. La mujer balbuceó algo y se preparó para recibir un abrazo. Vicente la abrazó. Johanna apretaba fuerte, se aferraba, olía, sentía, y luego soltaba. Esos abrazos nunca los dio antes del accidente. No había tiempo para abrazar ni inocencia para sentir de esa manera. De pronto, en medio de la partida de pool, la luz se cortó. Los chiflidos de descontento no tardaron en llegar. Felipe prendió un fósforo y quemó un papel de su bolsillo mientras Turco buscaba velas en la docena de cajones que tenía su mesa de recepción. Encontró seis de ellas, las repartió y narró una peculiar historia que le sucedió en marzo del 1983:

―Llegó al local una mujer que venía del pasado, una viajera del tiempo. Cuando ingresó se cortó la luz.

El gentío que se refugiaba en el salón de pool miró a Turco por el instante más pequeño de todos, y continuó, a la luz de las velas, usando el taco para meter las bolas. Sin embargo, la historia no era una de esas desabridas que generalmente narraba; era corta y precisa, como una buena jugada de billar.

―La mujer del pasado vestía un traje harapiento ―siguió relatando Turco―. Era joven, alta, delgada, y un reloj de bolsillo apretaba su mano. Dijo que se llamaba Francisca y que había salido de su casa, al interior de un fundo, para subirse a una góndola y viajar un par de kilómetros al norte. “Pero oí una explosión en el cielo y corrí”, dijo la tal Francisca. Las luces se apagaron de pronto y yo, que no tenía gente en el local esa noche de lluvia y dictadura, encendí una vela, la última que guardaba en el cajón. La recién llegada puso su reloj en la mesa de recepción y pidió un vaso de agua. “¿Qué es eso que tiene sobre el estante?”, me preguntó. “Un televisor”, le dije yo. “Es a color, recién comprado”. Encendí la pantalla con una varilla larga. “¿Había visto uno a color?”, le consulté. La mujer se echó dos pasos hacia atrás cuando vio la tele encendida. Quiso hablar, pero ni una palabra pudo decir porque, sin previo aviso, un ruido extraño nos dejó sordos. Sonó como si el cielo explotara. Me tapé los oídos mientras observaba cómo la joven se desvanecía. Venía del pasado. ―Miró con ojos enormes a Vicente y Felipe―. Y desapareció frente a mí. Puedo jurarlo por mi hija y mi madre. Se evaporó.

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