Joaquín Luis García-Huidobro Correa - El anillo de Giges

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"En la República de Platón se cuenta la historia de Giges, un pastor que encuentra un anillo. Al poco tiempo descubre que, al moverlo de determinada manera, se torna invisible, de modo que sus compañeros hablan de él como si no estuviese presente. No tarda en advertir el poder que le otorga esa capacidad de volverse invisible. Así, se introduce en la corte, seduce a la reina, mata al rey y termina por transformarse en tirano. Esta historia no está recogida por casualidad. Si Giges es un modelo envidiable, la ética está de más, o es únicamente un pretexto para mantener a raya a los fuertes."
Esta introducción a la tradición central de la ética occidental recoge una reflexión acerca del bien humano iniciada en Atenas hace 25 siglos. Esta tradición fue continuada por autores como Cicerón y Tomás de Aquino, y perdura hasta nuestros días en las obras de Robert Spaemann, John Finnis y muchos otros. Su contrapunto intelectual es el relativismo ético, que niega la posibilidad de reconocer principios morales de carácter universal.
El anillo de Giges es una obra de divulgación, inteligente e informada, pero a la vez amable y comprensiva. Una de sus características más originales es la continua referencia a obras literarias y otras expresiones artísticas. Se trata, en suma, de un libro introductorio a la filosofía moral que nos hace descubrir en los antiguos una ayuda poderosa para responder las preguntas que nos planteamos a la hora de orientar nuestras vidas.

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§ 12. Aunque el relativismo extremo está menos difundido, es posible que tenga más fuerza desde el punto de vista intelectual. Al menos no se ve enfrentado a las múltiples objeciones que derivan del hecho de tener que seguir los criterios vigentes en una sociedad. Más coherente, entonces, resulta negar la existencia de esos principios intersubjetivos y decir que nuestras opiniones morales dependen simplemente de nuestros intereses. Es lo que hace el relativismo radical. A eso probablemente apunta Glaucón cuando, como vimos, tras narrarle a Sócrates la historia de Giges, le plantea la objeción que ha oído a los sofistas, que dice que nadie es justo de manera voluntaria, sino sólo por temor al castigo, y que de poseer el mágico anillo todos nos comportaríamos de la misma manera.23 Según esta postura, si apelamos a normas morales es porque, en ese momento, ellas resultan útiles para nuestra conveniencia. Dados ciertos intereses, elegimos o creamos los principios que los justifican. Pero los principios son solamente un disfraz que hace mejor parecidos a los intereses.

Este argumento tiene fuerza retórica, pero juega con un concepto unívoco de interés. Como, hagamos lo que hagamos, siempre tendremos un interés de por medio (de lo contrario no podríamos actuar), es fácil decir entonces que las acciones se llevan a cabo no por motivos morales, que en realidad no existen, sino por interés. Pero los intereses pueden ser tan distintos como alcanzar la vida eterna, servir a los desamparados o lograr el dominio político del planeta, y esta heterogeneidad de los motivos es tal que no basta con incluirlos bajo la genérica alusión al interés para dar por solucionado el problema.

La reducción de la moral al interés olvida el hecho de que nosotros muchas veces decidimos en contra de nuestros intereses, porque pensamos que no es justo satisfacerlos. Así, pagamos los impuestos o realizamos ciertas actividades de solidaridad, aunque nos quiten tiempo y dinero. Alguien podría decir que aunque sacrificamos nuestro interés económico, sin embargo estamos buscando otro interés, de naturaleza distinta. Pero esto parece que es jugar con las palabras, pues si realmente es tan distinto entonces no podemos decir simplemente que actuamos por interés. Tendríamos que emplear palabras distintas para designar esas motivaciones tan heterogéneas y, en esa misma medida, ya no cabría aplicar el principio general de que es el interés lo que nos mueve. Y si no son tan distintos, entonces es efectivo que sacrificamos nuestro interés por otras cosas que nos parecen más valiosas. Del hecho de que los hombres tengan intereses, que actúen con interés, no se puede deducir que actúen por interés. No se puede negar por principio la posibilidad de que los hombres actúen buscando primeramente el bien en sí y no el bien para sí mismos. La circunstancia de que piensen que la búsqueda del bien en sí pueda, a mediano o largo plazo, traer consigo un estado de bienestar mayor que el que se conseguiría con un modo de vida egoísta, no cambia el centro de la cuestión. Si los hombres están hechos para los grandes bienes, es razonable que su consecución traiga consigo un mayor desarrollo humano y consecuentemente una mayor felicidad. Pero esta felicidad viene por añadidura, de manera indirecta.

Supuestos del relativismo

§ 13. Detrás del relativismo moral parece haber dos afirmaciones que no son acertadas. La primera es que, del hecho de que las opiniones morales sean diferentes, cabe sostener que la moral es relativa. Sin embargo, no hay una relación estricta entre ambas cosas. Es perfectamente posible que las opiniones sean relativas y la moral no, ya que son dos cosas distintas, correspondientes, respectivamente, al campo del conocimiento y al del ser. Así pasa, por ejemplo, con las opiniones acerca de la astronomía (ámbito del conocimiento), que han cambiado mucho a lo largo de la historia, mientras que las órbitas de los planetas y su relación con el Sol han permanecido inalterables (ámbito del ser). Así, la cuestión de si existen o no distintas opiniones éticas se sitúa en el campo del conocimiento, mientras que la pregunta acerca de si los principios morales son o no relativos está en el orden del ser. No cabe pasar de uno a otro campo sin tomar ciertas precauciones. Alguien podría decir que el ejemplo de la astronomía no es adecuado, pues los juicios sobre esta disciplina son juicios de hecho, o sea, objetivos, mientras que los que se refieren a materias morales son juicios de valor y, por tanto, subjetivos y relativos. Pero, sin perjuicio de las limitaciones del ejemplo, esa radical diferencia de estatutos es precisamente lo que el relativismo debe demostrar, y no cabe darla a priori por probada.

La segunda convicción que subyace al relativismo es sorprendente. Consiste en suponer que la reflexión ética tiene que ser una tarea sencilla. En efecto, ¿cómo justificar que alguien se extrañe de la diversidad de opiniones éticas y derive de allí el relativismo? Sólo cabe explicarlo porque parte de la base inconsciente de que la ética debe ser algo sencillo, fácil de conocer y explicar. Al relativismo le sucede lo que a la zorra de la fábula, que como no puede alcanzar las uvas, termina por decretar que están verdes. Si partiera de un supuesto distinto, es decir, si pensara que el conocimiento de lo bueno y lo malo es una tarea lenta, laboriosa y que requiere el trabajo conjunto de muchos, entonces las variaciones le parecerían explicables.24 Es más, se sorprendería del hecho de que, a pesar de las notables dificultades de esa tarea intelectual, se produjeran tantas coincidencias.

Exigencias del diálogo

§ 14. Como se dijo antes, los animales no tienen el problema de poner límites a sus acciones. Las fronteras de lo que puede hacer un león están dadas sólo por el alcance de sus fuerzas, y por las circunstancias de hecho que lo rodean. Si fracasa en su intento de cazar una gacela, tampoco se reprocha nada. Aparte de la molestia de tener el estómago vacío, está en perfecta paz consigo mismo, porque carece de una instancia que le permita desdoblarse, observarse desde afuera y someterse al propio juicio o al de los demás para descubrir dónde estuvo la falla en su conducta. El león no se reprocha ni pide disculpas por sus fracasos en la caza ni se pregunta cómo podría haberlo hecho mejor. Los hombres, en cambio, requieren justificarse, ya sea ante los demás, ante Dios o ante sí mismos. Necesitan encontrar razones de por qué han hecho o van a hacer algo, y de ordinario no basta con que digan simplemente que eso es lo que quieren. Desde el momento mismo en que los hombres distinguen entre el bien y el mal, y reconocen que está a su alcance el hacer el primero y omitir el segundo, son conscientes también del carácter dialógico de la moral, es decir, de la necesidad de dar razones que sean aceptables para las otras personas.

Cada vez que los hombres dialogan están suponiendo que existe una fuente externa a sus deseos y preferencias que permite contrastar si lo que dicen es acertado o no.25 La misma actividad científica carecería de sentido si no se piensa que existe alguna verdad a la que podemos aproximarnos, aunque nunca lleguemos a poseerla plenamente. Sucede algo semejante al caso de la curva asintótica, que nunca llega a tocar la recta, pero sólo podemos llamarla así si sabemos que existe una recta a la que se aproxima gradualmente sin llegar a alcanzarla. Otro tanto sucede en materias morales. Si no se supone la existencia de una verdad, el diálogo carecería de sentido, sería mera propaganda para convencer a otro o, en el mejor de los casos, algo parecido a un recíproco análisis de las preferencias de cada uno, donde los interlocutores se limitan a señalar cuáles son las emociones o movimientos del espíritu que les parece que están experimentando en ese momento.

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