Christine Cross - Vaticinio de amor

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Lavinia es destinada por el senado de Roma, a la edad de diez años, a servir en el templo de la diosa Vesta como una de las vírgenes vestales durante un periodo de treinta años, sin posibilidad de conocer el amor de un hombre. Un plan astuto del emperador Domiciano o, tal vez, simplemente la fuerza del destino, hará que su suerte cambie, y Marcus, un centurión romano que considera falsas y traicioneras a todas las mujeres, será el encargado de protegerla en su largo viaje a Britania. Será un viaje tan peligroso como fascinante. Mientras que Marcus solo cree en el honor, en el cumplimiento del deber y en la gloria de Roma, Lavinia está dispuesta a arrebatar su destino de las manos de los dioses, y hacer tambalear las convicciones del atractivo centurión. ¿Podrá el corazón ganarle la batalla a la razón cuando tenga que escoger entre el amor y el honor? ¿Aceptará Lavinia el nuevo destino que le ofrecen los dioses y renunciará de nuevo al amor solo por la gloria de Roma?

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VATICINIO DE AMOR

Christine Cross

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EPÍLOGO

A mi padre, soñador de historias y poemas,

que me enseñó el arte de escribir.

Segunda edición en digital: Enero 2020

Título Original: Vaticinio de amor

©Christine Cross

©Editorial Romantic Ediciones, 2020

www.romantic-ediciones.com

Diseño de portada: Olalla Pons

ISBN: 978-8418616105

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los

titulares del copyright , en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes. I Roma año 68 dC Le dijeron que nunca se casaría No es que Lavinia fuese - фото 2

I

Roma, año 68 d.C.

Le dijeron que nunca se casaría.

No es que Lavinia fuese supersticiosa, bueno, tal vez un poco, pero es que a la tierna edad de diez años, cuando apenas despertaba su feminidad, aquellas palabras le cayeron encima como una losa. Fue incapaz de moverse cuando le pidieron que se retirase de la sala, y su madre tuvo que sacarla casi a rastras del templo del oráculo.

A favor de Lavinia habría que decir que no lloró ni montó un espectáculo; se irguió cuan alta era, toda brazos y piernas, y caminó como la más noble de las matronas romanas al paso de su madre, que de tanto en tanto le dirigía una mirada de preocupación.

Flavia había sido y continuaba siendo una mujer hermosa. Los dioses le habían concedido ser madre de cuatro muchachas. Las tres mayores se parecían a ella, y en cuanto habían llegado a la edad casadera, habían logrado poderosas alianzas con algunas de las familias patricias más notables de Roma.La cuarta hija, Lavinia, había heredado el corazón y la dulzura de su madre, algo de su rostro, tal vez la inclinación de las cejas, pero nada más; el resto pertenecía sin duda a su padre, Quinto Lavinius, miembro del senado romano. A la edad de once años, Lavinia sobrepasaba ya a sus hermanas en estatura; su cabello—no del color del oro como el que poseían sus hermanas, sino de un simple color castaño— no caía en encantadoras ondas, como el de ellas, sino que permanecía liso incluso durante los cálidos meses de verano cuando el clima se tornaba demasiado húmedo en la capital del Imperio y todo el mundo huía hacia sus villas situadas en las afueras de la urbe. Sus ojos tampoco eran azules, ni verdes, ni siquiera negros, sino de un marrón parduzco que asemejaba—decía la propia Lavinia—al lodo de las márgenes del Tiberis .

Flavia dejó escapar un suspiro. Su hija Lavinia no sería considerada hermosa cuando alcanzase la edad casadera, pero quien la esposase se llevaría un verdadero tesoro, no solo porque era afectuosa y poseía un corazón generoso además de un carácter firme y una voluntad leal, sino porque poseía esa rara belleza que emana de dentro y no se percibe en el exterior a primera vista, sino que va cobrando atractivo con el paso del tiempo.

Lo difícil, en aquel momento, sería convencer a su hija de estas cosas, especialmente después de haber escuchado las palabras del oráculo. Tal como había hecho con sus hermanas, Flavia había llevado a su hija a visitar el oráculo de la diosa Fortuna en Preneste, a las afueras de Roma. Al llegar su turno, Lavinia había dicho su nombre y había interrogado a la diosa sobre su destino, tal como marcaba el ritual. Un niño había mezclado las sortes , las tablillas de la fortuna, y había extraído una. El destino había sido interpretado por las sacerdotisas. ¿Por qué, en nombre de Venus, se les había ocurrido decirle que no se esposaría? ¿No podrían haber mentido, o al menos haber endulzado un poco la verdad, habida cuenta de que la muchacha solo contaba diez años? Volvió a suspirar justo en el momento en que los porteadores se detuvieron ante ellas con la litera. Se recogió la túnica y se acomodó en el interior dejando espacio a Lavinia que enseguida la siguió. Los seis esclavos alzaron la litera e iniciaron un suave trote por la vía de regreso a la ciudad.

Lavinia fue la primera en romper el silencio:

—No te preocupes, madre, lo superaré. De todas formas, no me apetecía casarme.

Se felicitó a sí misma por decir tamaña mentira sin balbucear y sin derramar ni una sola lágrima. No le apetecía casarse. ¡Dulce Minerva, si no soñaba con nada más desde que era niña! El amor y la complicidad entre sus padres la había fascinado desde su más temprana edad, y se había convertido en su propio sueño encontrar a alguien que la amase tanto como su padre a su madre y a quien, a su vez, ella pudiese amar. Era consciente del hecho de que los matrimonios entre las familias patricias se concertaban en base a alianzas y consideraciones políticas, tal como había sucedido con sus padres, pero creía firmemente que el amor surgía fruto de la convivencia cotidiana y de los cuidados de la esposa al esposo.

Ignoraba la muchacha que no todos los hombres tenían el carácter paciente de su padre ni todas las mujeres la naturaleza plácida de su madre, e ignoraba también la voluntad decidida de esta última para conquistar a su esposo, lo que le había acarreado múltiples disputas e infinidad de lágrimas antes de conseguirlo.

Flavia volvió la mirada hacia su hija y vio las lágrimas contenidas. Lavinia hacía un valiente esfuerzo para no derramarlas apretando con fuerza los puños sobre su hermosa túnica blanca. Soltó un suspiro casi inaudible. Desgraciadamente, Lavinia también había heredado la disposición a la terquedad y el orgullo de su padre, así que sabía que no aceptaría el consuelo ni sus sabias palabras por mucho que se las ofreciera, al menos por el momento. Su hija era todavía joven, aún había tiempo para hacerle cambiar de idea, así que le dio unas palmaditas en la mano y se contentó con decirle unas pocas palabras.

—Ya veremos.

No hubo nada que ver, sino el fatídico cumplimiento del oráculo. Una tarde llegó un mensajero para entregar una misiva a Quinto Lavinius, que este enseguida compartió con su esposa. Flavia rompió a llorar nada más leerla, y su marido, poco adepto a las lágrimas, y torpe en el arte de consolar a su mujer, prefirió encarar la tarea de transmitir las noticias a su hija. Le explicó que era un gran honor el que se le concedía;le dijo que tenía que estar a la altura de las circunstancias y un montón de cosas más o menos coherentes a las que Lavinia no prestó atención, horrorizada como había quedado tras el anuncio de su padre. El oráculo se había cumplido. No se casaría nunca; iba a convertirse en una de las seis vírgenes que guardaban el templo de Vesta.

Cuando Flavia pudo controlar sus lágrimas, corrió a la habitación de su hija para ayudarla a controlar las suyas. La encontró sentada, mirando con ojos vacíos la pared. Se sentó a su lado y comenzó a hablar con la esperanza de que reaccionara.

—Lavinia, querida —la llamó suavemente mientras le colocaba detrás de la oreja un mechón que había escapado del hermoso recogido que llevaba—, ¿sabes que lo que te ha dicho tu padre puede no suceder? Quiero decir que tal vez no te conviertas en sacerdotisa. Igual que tú, han sido elegidas otras diecinueve muchachas de entre las familias nobles. Cuando se echen las suertes en el senado, solo seis de entre las veinte servirán en el templo de las vestales. No tienes por qué ser tú una de ellas, mi niña.

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