Lucius sonrió maliciosamente conociendo la predisposición de Marcus al mal de mar; a pesar de todo, negó con la cabeza.
—No puedo permitir que llegues a Roma en malas condiciones —convino—. Tendremos que viajar a caballo, aunque eso suponga algo más de tiempo.
Marcus tomó uno de los muchos mapas que se apiñaban sobre su mesa de trabajo, empujó a un lado todo lo que había en ella y lo extendió encima.
—Nuestro campamento se encuentra aquí, en Canalicum , al lado del río Var.
Lucius dejó escapar un silbido.
—No sabía que había viajado tan lejos.
—El río es la frontera con la Galia; nos hallamos en los Alpes marítimos —le señaló—. Para viajar a Roma tendremos que seguir la costa. Tomaremos la vía Julia Augusta hasta Genua , luego la Aemilia Scaura hasta Luna, y, desde Pisae , la vía Aurelia hasta llegar a Roma.
—Podremos cambiar de caballos cuando lo necesitemos.
—Sí —convino Marcus.
—Y quizás haya tiempo para otras cosas…—sugirió meneando sus espesas cejas negras.
—No —respondió tajante Marcus sin volverse a mirar a su compañero.
Lucius soltó una carcajada. Su risa grave arrancó una sonrisa a Marcus por primera vez desde que habían iniciado la conversación.
—Muy bien. Esta vez renunciaré a mis placeres por ti, amigo mío, pero quiero que me prometas que en cuanto dejemos a Marzius me acompañarás a alguno de los lupanares de la urbe para buscar a las mejores prostitutas y pasarlo bien antes de enrolarnos en lo que sea que nos vayan a encomendar, ¿de acuerdo?
—Ya veremos —respondió sin comprometerse—. Ahora tengo que ir a hablar con el comandante en jefe para transmitirle mis nuevas órdenes antes de prepararnos para partir.
—¿Saldremos hoy? —Quiso saber Lucius.
Marcus negó con la cabeza.
—Necesito dejar instrucciones a los suboficiales para el adiestramiento de los reclutas. Otro centurión ocupará mi lugar, pero es bueno que sigan una misma línea. Partiremos al amanecer.
—Entonces, quizás pueda ir preparando las cosas para el viaje.
—Harías mejor en acercarte a los baños —le recomendó mientras se dirigía hacia la entrada de la tienda—, ¡apestas como un caballo!
La risa de Lucius le siguió mientras salía y encaminaba sus pasos hacia la tienda del comandante. Se preguntaba qué diría el hombre ante aquel intempestivo cambio de órdenes.
No dijo nada. Leyó pausadamente el pergamino y luego se lo devolvió.
—¿Cuándo partirás?
—Mañana al amanecer. Esta noche me reuniré con los suboficiales para explicarles el plan completo de entrenamiento.
El comandante asintió.
—Que vaya también Cornelius; él será el centurión que te supla. Puedes retirarte.
Marcus se llevó el puño al corazón, golpeando la coraza, y se giró para abandonar la tienda. Mientras salía, le llegó la voz del comandante en un murmullo.
—Espero que de verdad sea para la gloria de Roma.
También lo esperaba él, aunque con Domiciano nunca se sabía. El emperador se había obsesionado con su propio poder y veía traiciones por todas partes. Era un loco, pero representaba a Roma, y Marcus amaba Roma y la grandeza que esta representaba. Acataría las órdenes fueran cuales fueran.
Cuando los primeros rayos de sol aparecieron furtivamente por el horizonte, Marcus y Lucius galopaban velozmente por la vía Julia Augusta. Sin frenar el ritmo, atravesaron las diversas provincias romanas con la costa siempre a su derecha.
Al atardecer del vigesimotercer día de su partida, atravesaron la Puerta Aurelia con aspecto cansado y el cuerpo entumecido, pero felices de encontrarse de nuevo en la gloriosa Roma. Esa noche descansarían; por la mañana, se presentarían ante Marzius.
Marzius se paseaba arriba y abajo por una de las estancias de la villa que poseía a las afueras de Roma mientras fruncía el ceño con preocupación. Su vida había transcurrido en los campos de batalla prácticamente desde que tenía quince años, saltando de una guerra a otra por la gloria de Roma. Ahora que tenía las sienes plateadas y que su cuerpo prefería las comodidades de un hogar a la austeridad de las tiendas de campaña, seguía prefiriendo un buen combate a los juegos políticos.
Conocía muy bien a Gneo Julio Agrícola y aprobaba sus métodos. No en vano estos habían salvado la vida de miles de sus soldados. La campaña de Britania había probado el acierto en su modo de actuar. Como general de las legiones romanas, usaba una férrea disciplina; como gobernador de Britania, la astucia. Después de la conquista del territorio, había dejado a un lado su pericia militar para emplear una hábil política que favoreció que los britanos aceptasen la soberanía romana. Les había enseñado las artes y los placeres de la vida civilizada, como la construcción de viviendas cómodas y templos, y había establecido un sistema educativo para los hijos de los caudillos britanos, que se enorgullecían de llevar la toga como prenda de moda. Sí, lo había hecho bien, a pesar de que aún faltaba por someter el territorio de Caledonia.
Marzius sabía que no era empresa fácil. Los caledonios o pictos, como se les llamaba por las pinturas que usaban sobre sus cuerpos durante las batallas, eran un pueblo bélico por naturaleza. Se les consideraba indomables, y se habían convertido en una espina en el costado de Roma. El pueblo entero se había obsesionado con su conquista; sin embargo, la propuesta de Domiciano rayaba en la locura. Desgraciadamente, él no podía oponerse a los manejos de un loco que se llamaba a sí mismo dios.
—¿Señor?
Marzius se detuvo y se giró hacia la voz del esclavo que aguardaba tras la cortina de damasco que separaba el atrio del tablinium .
—¿Qué sucede?
—Ha llegado el senador Quinto Lavinius.
—Hazlo pasar—ordenó.
Las cortinas se abrieron y entró el senador. Marzius se acercó a recibirlo y ambos hombres se saludaron con un férreo apretón de antebrazos.
—Me ha extrañado que me convocases en tu villa rústica —comentó Quinto con una sonrisa—, ¿acaso te has amansado tanto que no soportas vivir en la gran urbe?
—Aquí no hay sorpresas. Los oídos del emperador no llegan tan lejos —declaró con voz endurecida y rostro grave. Quinto se quedó rígido.
—¿Qué tratas de decirme?
Marzius observó la alta y corpulenta figura de su amigo que permanecía con los músculos tensos, y le indicó que tomase asiento en uno de los triclinios. Dejó escapar un suspiro.
—No es lo que tú piensas —le aseguró.
Los dos sabían lo fácil que resultaba perder el favor del emperador. Unas pocas palabras susurradas en los oídos equivocados o apresadas furtivamente en una conversación ajena, y el desenlace era una condena a muerte.
—¿De qué se trata entonces?
Marzius sabía que, aunque no se tratase de la situación política de Quinto, el golpe sería igual de duro.
—Se trata de tu hija.
—¿Cuál de ellas? —preguntó con voz tensa.
Apretó los dientes repasando mentalmente si alguno de los esposos de sus hijas había dicho o hecho algo recientemente para incurrir en la ira del emperador.
Bastaba poco para encender una chispa, dado el carácter volátil de Domiciano. Algunos años atrás, Nerón, en su locura, había provocado un incendio que había devastado gran parte de la ciudad. Domiciano poseía esa misma veta de locura.
—Lavinia.
Quinto abrió los ojos sorprendido y confuso.
—¿Lavinia? —repitió parpadeando—. Pero ella es una sacerdotisa de Vesta. ¡Por Baco! ¿Qué ha podido hacer ella para atraer así la atención del emperador? —espetó enfurecido mientras se levantaba bruscamente del triclinio y comenzaba a caminar a grandes zancadas por la estancia.
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