—Gracias Juan, perdona que te haya molestado, pero necesitábamos un café donde mojar tantos números como tenemos delante.
—De nada, si necesitan algo más no dude en llamarme —dijo él saliendo ya del despacho.
—Esto es otra cosa, ¿no te parece?
Y mirándome extrañado por la cara desencajada que yo debía de tener en aquellos momentos, me preguntó:
—Ignacio, ¿te encuentras bien? ¿Quieres que dejemos esto para otro momento?
Al mismo tiempo que había dicho aquella frase, se había aproximado hacia mí y alargando su mano a mi frente, con la mayor naturalidad del mundo, había tanteado mi temperatura.
—No, fiebre no tienes. Anda, ven, siéntate aquí un momento, si no se te pasa te acompaño a casa. Será el calor, este aire acondicionado nos va a matar a todos.
Como si fuese un niño, tiró de la manga de mi americana para que lo acompañase al sofá, y lo peor de todo es que, ante mi propio asombro, lo seguí, sin decir ni media palabra, y me senté a su lado dejando plantada frente a los ventanales la dignidad que me llamaba para que espabilase, sin comprender mi repentina sordera.
—¿Estás bien? ¿Quieres que pida una botella de agua, un té, algo?
—No, no, ya estoy bien, seguramente ha sido eso, el calor…
Y sin ningún tipo de inhibición pasó el dorso de su mano por mi mejilla.
No pude evitar apartar la cara bruscamente, yo no estoy acostumbrado a que el director del banco, mi inmediato superior, me haga caricias en la mejilla o me tome la temperatura en la frente.
—¿Eres homosexual, verdad? —le pregunté a bocajarro olvidando el riesgo que corría haciendo una pregunta tan personal a mi jefe.
No se inmutó, no dejó de mirarme ni por un instante, no bajó los ojos como yo esperaba ni montó en cólera ante mi atrevimiento, simplemente dijo “Sí”, sin perder el esbozo de sonrisa amarga que despuntaba en su boca.
—¿Y...? —dejó colgando en el aire como si lo que acababa de confirmarme no tuviese la menor importancia.
—Pues que yo no lo soy —le dije casi desde la otra esquina del despacho a donde me habían llevado mis pies sin ser consciente de ello—, yo no lo soy, y esta situación me resulta muy incómoda, por lo que te pediría que…
—Ignacio —me interrumpió—, ser homosexual no significa ser imbécil, no voy a andar provocando situaciones violentas a nadie, te lo aseguro.
—Lo estás haciendo, ya lo estás haciendo porque a mí estos rollos no me van, yo no tengo nada en contra de nadie, pero preferiría que nos dedicásemos al trabajo y ya está.
—“¡ Mariconadas las justas !” –me espetó irónico y evidentemente molesto—. Como se suele decir, ¿verdad?
—Pues mira, sí, es justamente eso, a ser posible, mariconadas ninguna —le dije sin esconder el desdén que en aquellos momentos salía de mí.
—Tú eres muy hombre, claro —dijo con una cierta sorna en sus palabras.
—Tú lo has dicho, muy hombre sí señor, pero no estamos aquí para hablar de los gustos sexuales de cada uno, me parece, así que vamos a trabajar en esto, y si no, me voy y lo haces con otra persona, por mí no hay problema.
—Muy hombre y muy homófobo, por lo que veo.
Sin decir más, abandoné el despacho y atravesé el pasillo en dos zancadas dirigiéndome al mío, donde cerré la puerta por dentro y avisé al administrativo para que no me pasase ninguna llamada hasta nuevo aviso.
Sujeté la cabeza con mis manos, cerré los ojos y me apreté las sienes.
No era posible que aquello me estuviese pasando a mí.
6
—¿Sabes qué he pensado, Nacho? Que podíamos invitar a Salgado a que pase un fin de semana con nosotros en la casita de la playa. Hay que cuidar esos detalles, que los hombres no tenéis nada en cuenta esas cosas, os pensáis que es solo el trabajo y ya está, y eso no es así, hay que relacionarse, hay que abrir las puertas de la casa para que…
La voz monótona de Paloma sonaba en mis oídos como una auténtica tortura, pero hice todo lo que pude para contenerme y no hacer ningún comentario que pudiera sonar inoportuno.
—¿Un fin de semana entero? —dijo mi hija—. Avisadme que yo no voy, menudo rollo…
—¡Marta! —la increpó su madre—, que es el jefe de papá, hija, que hay que llevarse bien, además, está solo, no tiene aquí a su familia y es como… como una obra de caridad.
Mis dos hijos estallaron en una sonora carcajada ante la afirmación de su madre que ni ellos mismos lograban creerse. Paloma y sus “obras de caridad”, siempre con gente que no las necesitaba en absoluto, pero que aportaban a su círculo de amistades un pedigrí que para ella era tan necesario como el aire que respiraba.
—¡Nacho! Diles algo, hombre, que parece que estás en la inopia.
—Vale de risas —fue todo lo que acerté a decir, y que evidentemente no hizo ningún efecto en los chavales—. Venga, ya está bien, Marta, mira a ver si tenéis algo mejor que hacer que estar aquí poniendo nerviosa a tu madre.
—No, nerviosa no, lo que quiero es que me des la razón.
—Que sí mujer, que sí, que te doy la razón, ya vale tú también.
No tenía ningunas ganas de discutir, con los muchachos saliendo del comedor a pura carcajada burlándose de las obras de caridad de su madre, con Paloma reclamando mi atención y una “razón” que no sabía si tenía que darle o no porque ni siquiera sabía de lo que me hablaba, y un montón de pensamientos extraños rondando de forma insistente por mi mente, que iban y venían del despacho de Román Salgado a mi cabeza y de mi cabeza al despacho de Román Salgado llamándome homófobo, a mí que era un hombre tolerante y solidario, que siempre había estado convencido de que los homosexuales y las personas normales somos todos iguales.
—Entonces, Nacho, el próximo fin de semana me encargo de que todo esté listo en la casita de la playa y lo invitamos, ¿eh?
Claro que yo era tolerante, quizás no estaba bien expresado lo de “ personas normales ”, bueno, tal vez todos fuésemos normales, incluidos ellos, pero eso me costaba mucho aceptarlo, en todo caso “ nosotros ” éramos más normales que ellos.
—¡Nacho! ¿No me oyes? Digo que el fin de semana próximo estaría bien. ¿Se lo dices tú o se lo digo yo?
Por otra parte, Salgado era mi jefe, mi director, y tendría que trabajar a su lado me gustase o no, tendría que mentalizarme de que, por el hecho de tener una desviación sexual , no iba a ser peor director que los demás, era buena gente, eso estaba claro, educado, correcto, amable con todos sus colaboradores, pero yo lo único que quería era que conmigo no manifestase ningún tipo de afecto especial. Ya había visto las sonrisas que provocaba en los demás cada vez que me llamaba a su despacho, los muy falsos seguro que estaban al tanto de que el director era sarasa perdido y no me habían dicho nada, menudas juergas se debían de haber corrido a mi cuenta. Vaya pandilla de traidores que tenía a mi alrededor, dándose codazos y haciéndose señas cada vez que Salgado se dirigía a mí, y yo que estaba convencido de que eran celos profesionales, las típicas envidias que se despiertan cuando el nuevo director muestra más afinidad por un compañero que por otro.
—Podemos encargar una pequeña fiesta para el sábado por la noche. —Paloma seguía su serenata monocorde como si fuese la banda sonora de mis pensamientos—. Hablaré con los de la sala de abajo y organizaremos un baile para amigos, una cosa íntima, no más de treinta o cuarenta personas, tal vez le podamos presentar a alguna chica maja, tiene muy buena planta Salgado, se lo van a rifar…
Mi mujer soñaba en alto aquellas fantasías que alimentaban su vanidad, y yo seguía sin dar tregua a mi cerebro, encontrando explicaciones a gestos y bromas que no sabía cómo me podían haber pasado tan desapercibidos hasta entonces.
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