Beatriz Berrocal - In crescendo

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In crescendo: краткое содержание, описание и аннотация

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Román Salgado llega para ocupar el nuevo cargo de director bancario. Quiere instaurar una nueva forma de trabajo, más actualizada y cooperativa, algo por lo que no será bien recibido. A esto se le suma el ser homosexual, un hecho que parece no encajar con la moral estricta y encorsetada de las viejas glorias del banco.
Ignacio Coronado, el eterno aspirante a ocupar el puesto de director, asume una vez más que el cargo no será para él. Por si fuera poco, tendrá que relacionarse con Salgado. Y colaborar con el nuevo jefe no le será fácil.
Una traición, intereses ocultos y una historia de amor inesperada y difícil de asumir cuya pasión va… 'In crescendo' se darán cita en esta adictiva historia que no dejará a nadie indiferente.

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Y ante su forma de pedir las cosas, con naturalidad, sin la prepotencia que a otros les había dado el cargo, por mucho que quisiera despegarme de él, e incluso intencionadamente, no facilitarle las cosas para que se buscase la vida por su cuenta o recurriese a otra persona en lugar de citarme siempre a mí antes de las reuniones, no era capaz de negarme a lo que me pedía.

Román Salgado sabía cómo hacer para que la gente se sintiese con él como si llevase años dirigiendo el banco. A la hora de pedir algo, nunca faltaba una sonrisa en su boca, ni el tono amable del que está pidiendo un favor y que es capaz de dar la vuelta a la situación de forma que sea el otro el que se siente agradecido por haberlo ayudado. No había distinciones en su forma de comportarse, su trato era el mismo con el consejero delegado que con la empleada de la limpieza que, nerviosa, salía a toda prisa de la sala de juntas y pasaba de sentirse sonrojada al encontrarse de frente con el director nuevo, a quedarse con la boca abierta cuando veía que este le sujetaba la puerta para que ella pasase, y al mismo tiempo le dedicaba unas palabras amables, cosa que no era frecuente entre los altos cargos.

Muy pronto, los administrativos se empezaron a disputar el trabajo con él, la opinión generalizada, salvo las inevitables excepciones, era altamente positiva, y cuando quise darme cuenta, yo mismo estaba inmerso en el poderoso influjo Salgado.

No podría decir por qué, pero a pesar de que todo parecía presagiar que el trabajo a su lado iba a ser muy llevadero, yo no acababa de desterrar la inquietud que aquel hombre producía en mí. Su forma de mirar era especial, siempre a los ojos, resaltando en los suyos un punto de brillo en el interior, un brillo cambiante que yo ignoraba si los demás apreciaban igual, pero que a mí me lograba ponerme nervioso.

No, no me gustaba sentarme a su lado porque cuando hablaba no lo hacía de un modo general, sino que volvía la cabeza por completo hasta mirarme de frente, y yo no podía centrarme en lo que estábamos tratando si lo tenía a mi lado.

El hecho de que con los demás se comportase de un modo parecido, no lograba tranquilizarme, estaba claro que era un hombre muy directo, no andaba con rodeos ni para lo que quería decir ni para dirigirse a la gente.

A media reunión tuve que aflojarme el nudo de la corbata porque me sentía ahogar allí, frente a los demás asistentes que, sin duda, se percataban de mi incomodidad, en un sitio que yo no quería ocupar, sentado a su lado, como si él fuese Dios Padre y yo su mano derecha, mientras en mi cabeza resonaban las palabras de Paloma sin dejarme olvidar que, a su modo de ver, una vez más me habían usurpado el cargo, aunque eso sí, sin que por ello tuviéramos que negarnos el privilegio de codearnos con el “usurpador” y su familia.

—Deberíamos invitarlos un día a cenar a casa, Nacho, al fin y al cabo, por mucho que nos fastidie la situación, es tu jefe, y te conviene estar a bien con él.

—Estoy a bien, no te preocupes, acaba de llegar, ya habrá tiempo de cenar.

Y mientras Salgado y otros tres o cuatro asistentes a la reunión se esforzaban en defender posturas distintas en algún tema del que yo estaba absolutamente ausente, sentía el sudor resbalar por mi cuello, como si nunca hubiese estado en una junta, como si el tiempo se hubiese detenido, como si se hubiera aliado con las agujas del reloj para que no se movieran del sitio y a mí me pareciera que, si aquello no se acababa pronto, terminaría asfixiado, no por la falta de aire, sino por la amabilidad del director chocando en mi cabeza con las palabras de mi mujer, repitiendo incesantemente que de nuevo habían pasado por encima de mi preferencia para ocupar aquel cargo.

La semana siguiente, cuando Salgado apenas llevaba quince días ocupando el cargo, Paloma, personalmente, lo llamó por teléfono para que viniese a nuestra casa donde se le agasajaría a él y a su familia con una cena de bienvenida a la que no podía faltar.

De nada sirvió mi enfado ante el poco peso que mi opinión tenía en la casa, de nada valieron mis protestas ni mi indignación ante la doble moral de mi mujer que pretendía desempeñar el papel de perfecta anfitriona mientras la realidad era que se moría por conocer al hombre que le habían descrito como el director ideal, y sobre todo, poder husmear en su vida, conocer a su mujer, a sus hijos, y escucharlo hablar, ya que le habían dicho que era un estupendo conversador.

Para sorpresa mía y decepción de Paloma, Salgado se presentó en casa con una caja de bombones y unas flores para ella, pero sin familia, completamente solo.

Vestido de manera informal, con unos pantalones vaqueros y una camisa de rayas, saludó a Paloma estrechándole la mano y dedicándole una de sus habituales sonrisas.

—Estoy muy agradecido por tu gesto, Paloma. Perdón ¿puedo tutearte, verdad?

—¡Por Dios! —dijo ella a punto de deshacerse ante la amabilidad de Salgado, que seguía con la mano de ella entre las suyas—. Es una cena de amigos, las formalidades dejadlas para el banco.

—Estoy de acuerdo —dijo él—estaremos todos más a gusto. ¿No crees, Ignacio?

Mis hijos odiaban este tipo de ceremonias que por muy amistosas que fuesen, a ellos les olían a etiqueta de la que huían como de la peste. Se presentaron y aunque cenaron a la mesa con nosotros, tan pronto como pudieron, se escabulleron cada uno a su cuarto.

—Tenéis una familia estupenda, toda una señorita y un simpático muchacho. Y parece que él va a seguir los pasos de su padre, controla de maravilla los temas económicos.

Chimo había aprovechado la cena para recordarnos que el cine se había puesto muy caro y que no íbamos a tener más remedio que revisar las cláusulas de su paga, lo que se había convertido en el único tema de conversación que teníamos en las últimas dos o tres semanas. Afortunadamente, Marta, a punto de cumplir dieciocho años, se había comportado de un modo más discreto.

—Esperábamos que tú también vinieras con tu familia, la invitación era para todos, por supuesto—le dijo Paloma, intentando enterarse de algo sin formular una pregunta directamente.

—Me temo que eso no puede ser. Estoy divorciado desde hace mucho tiempo, tengo una hija de la misma edad que la vuestra, y vive con su madre.

—Pero la verás con frecuencia... —añadió Paloma, mientras yo trataba de golpear su pierna bajo la mesa para que dejase de incordiar con su falso interés.

Como si no hubiese escuchado la pregunta, Salgado se levantó de la silla y dijo:

—¡Caramba! ¡Qué casualidad! Este cuadro lo tenía yo en el cuarto que ocupé en una residencia cuando era estudiante. Es la habitación de Van Gogh, hacía muchísimo que no lo había vuelto a ver, es curioso cómo hay recuerdos que parece que hemos olvidado pero están por ahí, ocultos en algún rincón.

Y hábilmente, como él sabía hacer muy bien, desvió la conversación del tema de la familia a los temas de la pintura a los que mi mujer era una gran aficionada. Ella no se percató de que en toda la noche no se volvió a mencionar a los hijos para nada, yo sí.

—Tenía razón la gente —dijo cuando Salgado se marchó—, es un hombre encantador, y se ve que te tiene aprecio, Nacho, yo creo que quiere estar cerca de ti, que le haces falta, y eso es bueno, porque es un hombre muy importante, no lo olvides, con estas personas es mejor llevarse bien, eso se lo he oído a mi padre cientos de veces: a los jefes, mejor tenerlos de amigos. Y este te necesita, te lo digo yo, tú déjate querer.

Y aunque no por obedecer a mi mujer, así lo hice.

5

—¡Caramba con Salgado, eh! Menudo ritmo de trabajo lleva el tío, está frenético.

Era uno de los comentarios más escuchados en la oficina, sobre todo si a la hora del café de media mañana él no estaba y nos podíamos permitir el lujo de hablar a sus espaldas.

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