David Gallego Martínez - El Errante I. El despertar de la discordia

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El Errante I. El despertar de la discordia: краткое содержание, описание и аннотация

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Garrett, un mercenario veterano, castigado por la vida y movido por sus propios intereses, ha recorrido durante años muchos de los rincones de Árcanthur en busca del culpable de la destrucción de su hogar. Durante ese tiempo, no se ha preocupado por nadie más que por sí mismo, pero todo empezará a cambiar cuando conozca a un muchacho que le pide ayuda para aprender a ser fuerte.Mientras tanto, en las sombras, surgirá un corazón que cuestionará la verdad del mundo y que prenderá la llama en contra de la Capilla, la institución que promulga la religión de las Hermanas, compartida en todo Árcanthur. Lo que comienza como una conspiración, terminará por convertirse en una amenaza capaz de sacudir los cimientos del mundo conocido.

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—Vamos allá.

El cansancio acumulado por todo el entrenamiento anterior y la dificultad añadida por la herida le impidieron a Teren luchar con la f luidez de la que sí disponía la mujer, que trazaba movimientos con presteza. Pasaron varios minutos antes de que esta bloqueara uno de los ataques de su contrincante y, acto seguido, describiera un barrido con la pierna que lo derrumbara. El hombre intentó incorporarse, pero se encontró con la punta de la espada de su rival rozándole el mentón.

—Gano yo —le tendió la mano al chico, que aceptó a regañadientes la ayuda para levantarse—. Me llamo Kendra.

—Teren —dijo, frustrado por la derrota. Sacudió la cabeza—. ¿Qué haces aquí? ¿Quién eres?

—Solía trabajar como mercenaria, pero la guardia ha empezado a reclutar más efectivos recientemente. No estaba mal pagado, así que decidí unirme —sonrió—. Parece que ahora somos compañeros.

Sin mediar más palabra, Teren recogió la espada y abandonó el cuartel a toda prisa, con aspecto enfadado, mientras Kendra lo observaba alejarse con una pizca de desconcierto. Caminó por las calles del distrito medio varios minutos, hasta llegar a la plazoleta donde se encontraba la oficina del alguacil. Entró de manera estrepitosa, pero el alguacil, sentado tras el escritorio, no apartó la mirada de los documentos que tenía entre las manos.

—Es un error, señor —la voz de Teren sonó acalorada.

—¿Perdón? —el alguacil levantó los ojos del papel que tenía entre manos.

—Llevo media vida entrenando para ingresar al cuerpo de la guardia, ¿y ahora aceptáis a la primera persona con la que os cruzáis? Con el debido respeto, señor, creo que es una imprudencia.

El alguacil suspiró profundamente mientras dejaba el informe en la mesa y se levantaba del asiento. Su aspecto ref lejaba un cansancio causado por haber dormido poco en los últimos días.

—Tras el ataque que sufrimos la otra noche, me di cuenta de que nuestra seguridad no era tan eficiente como pensaba. La guardia no contaba con soldados lo suficientemente experimentados.

Teren bajó la mirada, molesto.

—Solo reclutaremos a aquellos que muestren las capacidades necesarias para entrar en el cuerpo —concluyó el alguacil.

—¿Y vender su espada al mejor postor es una de ellas?

—Ah, veo que has conocido a nuestra recluta más reciente. Tiene un espíritu entusiasta. Me recordó mucho a ti.

—Es una mercenaria, señor. Se pasará al bando de quien le ofrezca una bolsa de monedas más grande. Puede traicionarnos y vender la ciudad.

—Puede que hasta ahora me haya ganado así la vida —Kendra apareció en la oficina—, pero Alveo es mi hogar y daré mi vida por defenderlo.

Kendra se plantó frente a Teren y le dedicó una mirada desafiante, que fue respondida con otra igual de desafiante, incluso más. El silencio que inundó la estancia provocó que la tensión entre ambos aumentara. El alguacil se dejó caer en el asiento con un lamento.

—No se os pide que os llevéis bien, solo que cumpláis con vuestro deber.

—Pero, señor…

—Lo lamento, muchacho, pero ahora es tu compañera y, si aún quieres formar parte del cuerpo, debes aceptarlo. Es mi decisión.

Teren miró a Kendra, que le respondió con una sonrisa que decía: «Jódete».

—Y ahora, si no os importa, tengo trabajo que terminar.

El alguacil los despidió con un gesto de la mano, y los dos salieron a la plazoleta. Teren, que iba por delante, se detuvo. Con un movimiento enérgico, dio media vuelta y miró a Kendra fijamente a los ojos.

—No pienso quitarte el ojo de encima. Puede que hayas convencido al alguacil, pero yo conozco a los de tu calaña, y sé que nos venderás en cuanto alguien te pague más —las palabras sonaban amenazantes, pero la joven no se dejó amedrentar.

—Lo que tú digas, ricitos.

—Y quiero la revancha. Antes tuviste suerte.

Kendra levantó las cejas. Lo inesperado de aquella petición le provocó la risa:

—De acuerdo, pero primero aprende a pelear, ricitos. Y haz algo con ese pelo tuyo.

Capítulo 11

La tarde llegó acompañada de una lluvia intensa y de unas rachas de viento que la arrastraban en todas direcciones. Los trabajadores del aserradero recogían con prisa los aparejos y los instrumentos de trabajo y regresaban a la aldea, incapaces de continuar frente a las condiciones desfavorables. Garrett escuchaba el fuerte sonido de las gotas de agua golpeando el tejado de la cabaña mientras removía con aire tranquilo los leños que alimentaban el fuego de la chimenea de piedra.

Estaba agachado, en silencio y meditabundo, cuando un sonido más fuerte que los demás lo sacó de sus pensamientos. Alguien había llamado a la puerta. Se acercó despacio al mismo tiempo que agarraba la espada y la desenvainaba. Abrió la puerta con cautela a la vez que mantenía escondida el arma, lista para atacar.

Fuera lo que fuese que esperaba ver, no era lo que encontró: bajo la lluvia había un chico joven, casi un niño, mojado por completo. En las manos sostenía algo envuelto en un trapo y lo apretaba contra su pecho, protegiéndolo del agua con su cuerpo. Garrett no soltó la espada.

—¿Quién eres? —entrecerró los ojos—. Espera, te recuerdo. Eres el crío del bosque. Lo siento, pero no tengo manzanas, así que puedes irte.

—¡Acéptame como tu aprendiz, por favor! —exclamó el chico para hacerse oír sobre el ruido de la lluvia.

Garrett se quedó en blanco.

—¿Qué?

—¡Por favor, señor! ¡Quiero ser fuerte!

—Vete a casa, chico.

—No tengo casa. No tengo nada. Por favor, señor, enséñame a ser como tú.

—Lárgate. Busca un trabajo, cásate, forma una familia y luego muérete. Vive como quieras, pero déjame en paz.

—Quiero ayudar a la gente. Quiero ser igual que tú.

Al escuchar eso, Garrett acercó la cara a la del chico hasta que estuvo a escasos centímetros de ella. Después, confirió a su voz un tono sombrío:

—Mato hombres, mujeres y niños solo por dinero. Destrozo familias: dejo a las madres sin hijos, a las mujeres, viudas; y a los hijos, huérfanos. Soy un monstruo al que todos quieren ver muerto. ¿De verdad quieres ser como yo?

Pero sus palabras no impresionaron al chico, que ya había decidido enfrentarse a todo lo que hiciera falta. Lo había meditado en el tiempo que el carro tardó en llegar hasta la aldea, mientras esperaba escondido entre la carga. Aquel hombre era fuerte, él mismo lo había visto, y él deseaba ser fuerte. Necesitaba ser fuerte. Se mantuvo firme, sosteniéndole la mirada a aquellos ojos grisáceos.

—Sí —dijo tajantemente.

Garrett, cansado, retrocedió y cerró la puerta de un portazo. Después de envainar el arma y apoyarla contra la pared, se acercó al armario y sacó de él una cacerola metálica. La llenó con el agua de un odre de piel y la colgó del asa en la chimenea, sobre el fuego. Durante unos segundos se detuvo a observar cómo las llamas danzaban y devoraban los leños de madera.

Se sentó en la silla que había junto a la mesa, y allí estuvo durante bastante tiempo. De un bolsillo de su atuendo extrajo la cinta roja de extremos quemados, y fijó toda la atención en ella.

Y ahora, ¿qué?...

Garrett sonrió ligeramente, con más tristeza que alegría.

—No lo sé.

La intensidad de la lluvia iba en aumento. Las gotas golpeaban con fiereza el tejado y las paredes de la vivienda. Garrett suspiró, guardó la cinta y se encaminó a la puerta. Esperaba que el muchacho hubiera cambiado de idea en ese tiempo y se hubiera marchado, obligado a encontrar cobijo.

Pero no se había movido. Estaba sentado en el suelo embarrado, con las piernas cruzadas y el cuerpo encorvado hacia delante, utilizándolo como un escudo para proteger lo que quiera que llevase en la mano.

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