John Sullivan - Nombres de mujer
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Llegábamos tarde, sí. Habíamos quedado para hacer una ruta por la ciudad con un grupo de turistas. Luz había trabajado como guía por la ciudad alguna vez y conocía esos rincones tan interesantes que se esconden y se muestran por la ciudad trimilenaria: la catedral, el teatro romano, la Torre de Tavira; puntos señeros que no te puedes perder como la Alameda, el parque Genovés, la playa de la Caleta; lugares de obligada visita como el Gran Teatro Falla, la plaza de San Antonio… Y es que da igual si vives allí, si has vivido allí o si llegas por primera vez. Te sigue seduciendo como el primer día.
La ruta concluía en la misma plaza de San Juan de Dios y no estábamos lejos. Estábamos en el barrio del Pópulo, mostrando a aquel grupo sus callejuelas y callejones. Algún sutil roce habíamos tenido aprovechando la estrechez de algunos espacios. Alguna vez me buscaba ella, otras veces la busqué yo… Ya me tocaba perder la vergüenza al sentirme provocado por aquella Luz del sur, por aquella hermosa mujer a la que tanto había deseado en silencio, ignorante de su correspondencia. Ahora llevaba todo el día provocándome y decidí hacer lo propio, pues no devolver la gentileza es no apreciarla ni merecerla.
Concluyó la visita a tiempo para un piscolabis que haría de merienda-cena. Seguíamos coqueteando en la mesa; una mano por aquí, un pie inquieto por allá, un dedo rozando un labio por acullá… No tardamos en entrar en su casa arrasando con todo, besándonos apasionadamente contra cada pared, cada mueble, cada rincón de la casa. Ni sabíamos dónde caía cada prenda de ropa, con qué tropezábamos o qué nos impedía dar algún paso que otro. Ahí estábamos, desnudos, cegados por un torrente de pasión construido gota a gota y que ahora quería salir de golpe; yaciendo en su cama a oscuras, sin más luz que la que lograba entrar por alguna rendija de su persiana. Ella había conquistado mis caderas, aprisionándolas con sus muslos mientras yo, tumbado boca arriba, la observaba erguirse sobre mí.
Galopaba mi amazona mientras echaba hacia atrás su cabeza, despejando su rostro de la cobertura que su cabello había improvisado y alzando los brazos para ello de forma que su busto prominente destacaba en su figura. Mantenía el equilibrio con los brazos levantados, como si se agarrase a una barra imaginaria sobre la que apoyarse mientras su cuerpo marcaba el galope sobre mí y yo no podía más que mirarla y agradecer al cielo por ver cumplido mi deseo. Pero no me quedaría mucho más así y, con un movimiento de piernas, conseguí desequilibrarla y que cayera sobre el colchón para abalanzarme sobre ella, colocarme sobre su pierna y, levantando la otra, penetrarla con la misma fuerza con la que ella me había cabalgado.
Me miraba satisfecha de ver cómo me había desatado y aquel hombre tímido que fumaba en la casapuerta para aspirar a verla apenas unos segundos por fin estaba dejándose llevar por la pasión subsiguiente al deseo correspondido. Por fin, Luz sabía que a mis ojos era ella la más plena luz y no solo un destello. Chocaban nuestros cuerpos, chasqueaban y sudaban juntos, se sacudían nuestras carnes por la inercia y el movimiento… Me acerqué para besarla brevemente y la hice girar hasta darme la espalda para poder tomarla desde atrás, en la postura del perrito. Reposaba mi espalda como en un respaldo imaginario para que mi cuerpo, echado ligeramente hacia atrás, favoreciera una sensación de mayor profundidad, como si mi falo entrase aún más profundo de lo que ya lo estaba haciendo. Al tiempo, mis manos asían a Luz por sus poderosas caderas y la fuerza con que tiraba de ella, unida a la energía de mis propias embestidas, resultaba en una lujuriosa colisión que se sazonaba de gemidos y jadeos.
Exhausto, volví a colocarme junto a ella y Luz volvió a encaramarse sobre mí, solo que en lugar de cabalgarme se inclinaba para poder besarnos y, de vez en cuando, aprovechar la cercanía de sus hermosos pechos para dar cuenta de esos pezones que deseaba devorar. El ritmo bajaba, nuestros cuerpos no daban mucho más de sí tras el éxtasis explosivo al que nos condujeron nuestras propias sensaciones. Yo creía que la luz del sur era ese sol de la costa gaditana y me equivocaba. La sublime Luz del sur era esa bella dama con la que me quedé dormido.
Yuye: bacanal de liberación plena
Si bien cuando mi chica y yo gozamos de liberar a Josela de sus tabúes tardamos semanas en volver a quedar con ellos por la incomodidad que sentía nuestra amiga, ver más liberado a Miguel atenuó mucho esas tensiones.
Aquel trío nuestro con Yuye y la posterior llegada de Josela, que se unió a nosotros, habían enterrado aquellos tabúes en que habían vivido tantos años y les habían metido en el cuerpo la sensación de haber perdido el tiempo con tabúes y prejuicios de épocas ya pasadas. Apenas tardaron una semana en volver a llamarnos y proponernos quedar para cenar. Era obvio que ver a Miguel despojado de la necesidad de ocultar sus deseos facilitaba a Josela su desinhibición y llevar la vida sexual de aquella pareja a otro nivel. Pero aún estaban, por así decirlo, aprendiendo a andar y no querían aún soltarse de nuestra mano.
Yuye eligió esta vez llevar cava en vez de vino y los postres se vieron sustituidos por un juego de mesa que ella había comprado en un sex shop. Era increíble cómo esta mujer era capaz de planear una velada si había buen sexo y mucho morbo en el horizonte. Se veía que estaba ilusionada; llevaba mucho tiempo deseando ver a nuestros amigos salir de ese crisol de prejuicios, tabúes y pudor sin sentido para traerlos hacia los placeres del mundo liberal. ¿Por qué encerrarse en la vida tradicional cuando había todo un mundo de deseos y placer esperando a ser disfrutado? ¿Por qué dejar pasar la vida sin gozar de lo que nos ofrece? ¿Por qué quedarse solo con esa ínfima parte que las imposiciones culturales, sociales y religiosas nos «permitían» disfrutar pudiendo conocer mucho más que eso? Yuye era capaz de cuestionarse tales cosas y al final podía demostrar que su libertad sexual y su ansia de disfrutar no eran fruto del vicio, la depravación y la perversión que cualquier mente antigua nos atribuiría; simplemente, para ella era una filosofía de vida.
Llegamos por fin a la casa de nuestros amigos. Miguel nos abrió como siempre. Hoy Josela estaba preparando unas tablitas con picoteo, en plan ligero. Teníamos la sensación de que la cena era lo de menos y tenían ganas de pasar, como suele decirse, al turrón. No obstante, Yuye estaba dispuesta a manejar los tiempos. En el fondo, era lo que hacía siempre. Con Josela esperó el momento justo para provocarla, con Miguel urdió todo el plan para tentarlo hasta que cayera… Hoy venía a tiro hecho y sabiendo lo que se hacía, pero dispuesta a seguir dirigiendo aquella orquesta de lujuriosa sinfonía, consciente de que era mejor construir situaciones que pasar simplemente al sexo por el sexo.
«Poneos cómodos», dijo amable nuestro anfitrión. Llevaba ropa suelta e iba descalzo. Nada comparable a sus típicos vaqueros y camisas de cuadros, que repetía hasta que se les gastara el color por tanto uso. Josela llevaba una bata de seda con motivos orientales. De haberse recogido el pelo parecería que fuera vestida de geisha. La ropa suelta de Miguel y la bata japonesa de Josela nos hacían suponer que no llevaban nada debajo. Yuye solía dejar siempre algo de ropa en la habitación que solía ocupar cuando compartía aquel mismo piso con ellos. Sacó una camiseta ancha y un pantalón suelto y cómodo para mí, mientras que ella se puso su clásica camiseta de tirantes y sus shorts ajustados. Cenamos con relajación, con Yuye siempre intentando atemperar el ansia de nuestros anfitriones. Nos sentamos frente a frente las dos parejas, Yuye frente a Miguel y yo frente a Josela. Cada cual jugaba a seducir a quien tenía enfrente y a quien tenía al lado. Que si te doy de comer este canapé, que si te limpio esta gota de agua, que si un pie descalzo te acaricia la pierna subiendo hasta donde ambas piernas confluyen…
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