María Flora Yáñez - Comarca perdida

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La niña que Yáñez nos muestra en las páginas de su libro no es como las que bailan en las rondas de Gabriela Mistral, que se dejan llevar por la locura del baile hasta despegarse del suelo; el desvarío de la ronda hace que las niñas dejen de ser invisibles, como se aprecia en los poemas de Mistral, en que los corros de niñas son observados a la distancia por madres y padres; no pueden evitarlo, esas rondas brillan y remecen el suelo.

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ÍNDICE

La calle de mi infancia

El niño del retrato

El primer miedo

La iglesia

La pieza de jugar

Se llamaba Inés

La hacienda

Chin

La intrusa

Escenario de ventanas

La casona

Carolina

El Hermano

Sensaciones

La parentela

Mi abuela Tupper

Remordimientos

En torno a la biblioteca de mi padre

Lecturas

Personajes

El profesor

Sentimientos y plumas

Misabel

Primer viaje en tren

La seductora

Visiones en la oscuridad

La calle de mi infancia

En pleno corazón, Santiago tiene, sin embargo, el recogido y perezoso encanto de una calle de provincia y está poblada de mansiones bajas, macizas, que esconden en su regazo jardines olorosos a azahares y extensos patios con fuentes gemidoras. Es escaso el tránsito y no hay aún en ellas ni tiendas ni restaurantes de lujo, sobre todo en las cuadras cercanas al parque. La blanca calzada se extiende desnuda y amplia como una pista de patines. Y en ella patinamos, efectivamente, durante las tardes y las noches estivales, corriendo de una casa a otras, mientras las ventanas vuelcan hacia fuera el reflejo del sol en sus cristales y luego la amarillenta luz de las lámparas encendidas.

No hay rascacielos que detengan la vista y los ojos van a posarse tranquilos sobre las nevadas crestas de la cordillera por encima de los tejados de esas mansiones bajas que forman una línea uniforme, interrumpida de pronto por una esbelta torre de una iglesia. Solo los tranvías, a intervalos, turban el silencio. Y a la hora del crepúsculo cantan las esquilas de los conventos vecinos, llenando la calle, estremeciendo el espacio con sus ondas de plata que vuelan, como palomas, desde los campanarios.

Durante largo tiempo, los “entierros” son para nosotros visiones de infancia, porque la calle San Antonio es la calle de los funerales, los hay humildes y grandiosos, tristes y alegres. Junto con el desayuno, la niñera nos trae la noticia: “Hoy habrá entierro grande, con música y militares a caballo…”. Nos vestimos llenos de alborozo y pegamos nuestras caras al enrejado de las ventanas. La calle sonríe, repleta de muchedumbre que aguarda impaciente el cortejo. Se dejan oír los tambores y empieza el desfile de caballos enlutados y cascos con penachos. Viene más atrás el difunto, seguido de las carrozas cubiertas de flores. Y así la muerte, a nuestros ojos infantiles, se reviste de esplendor, de atónitas multitudes, de galones dorados.

Casi todos los “acompañamientos” de Santiago cruzan la calle San Antonio y dan vida al recogido sueño de sus calzadas y de sus mansiones. Pero son acontecimientos matinales y aislados. En las horas corrientes, el flojo ritmo de la calle, sus pulsaciones apacibles, nos pertenecen por entero. Y, desde las ventanas, hacemos farsas a los transeúntes y, al salir de paseo, vamos tocando sin necesidad las campañillas de las altivas viviendas del vecindario.

Oscurece. Soledad, silencio, bajo los altos faroles que súbitamente cobran vida. Se abren los salones para las veladas nocturnas, porque una placentera amistad une a casi todas las familias del barrio. Afuera se extingue el lento rodar de algún carruaje tardío. Medianoche. Todo rumor se apaga. Y solo de tarde en tarde corta el sueño de la calle dormida el silbido agudo, prolongado y triste del guardián de punto cuyo pito, como señal o como alarma, atraviesa la atmósfera para llegar hasta el guardián de la calle vecina, quien responde con otro silbido desmesurado y quejumbroso.

El niño del retrato

Sobre la cabecera del lecho de mi padre había un gran retrato al óleo que representaba a un niño de tres años, vestido de terciopelo azul. Sus ojos, anegados en luz, parecían seguir la trayectoria de las personas que cruzaban el cuarto. Era nuestro hermano mayor, Lolito, muerto poco antes de cumplir los tres años. Tan radiante y expresivo era su rostro que, aun prisionero en su marco, se sentía el anhelo de acariciarlo, de rozar levemente con los dedos sus cabellos oscuros y cálida tela de su traje. A veces —cuando a causa de alguna riña con mis compañeros de juego— mi corazón de criatura se apretaba, yo solía ir a apoyarme contra un pilar el patio, frente al dormitorio de mi padre, y sujetando apenas el raudal de llanto que la reciente riña formara detrás de mis párpados, miraba hacia adentro. Desde la penumbra del cuarto me sonreía el niño del retrato. Y su figura azul cobraba vida, pareciendo desprenderse del marco para venir a mí y brindarme una muda, ferviente protección.

Entonces, con el alma liviana, habría deseado interrogarlo, saber algo de su breve paso por la tierra. O indagar con mis padres detalles de esa etapa sonriente y ya lejana. Pero nunca tuve el coraje de hacer ni el gesto ni la pregunta necesarios, porque el solo nombre, la sola evocación del niño del retrato. Aún después de tantos años, removía en la atmósfera demasiado dolor. Se sabían trozos sueltos del drama, frases cogidas por azar: el regocijado viaje a Quilpué en busca de felices vacaciones y sin asomos de presentimiento… la escarlatina… el médico rural que desconoce el mal y mata al niño lentamente con fuertes dosis de antipirina… el retorno a Santiago, trayendo el único hijo dentro de un ataúd…

Trozos sueltos de aquella silenciosa tragedia. Porque de él mismo, del niño esplendoroso que perduraba en el gran retrato al óleo, vestido de terciopelo azul, no sabíamos nada.

Y era preciso, ¡ay! Resignarse a que solo nos contemplara desde arriba, inalcanzable y enigmático, en su altar polvoriento sobre el lecho de mi padre.

El primer miedo

Retrocedo hacia la más lejana infancia, hacia esa zona de recuerdos que ha quedado detenida en un rincón de la mente, diáfana e imprecisa como aquellos paisajes envueltos en un velo de niebla.

Estamos en un cuarto de muebles sencillos y floreadas cretonas. Por la ventana abierta entra ancho rastro de sol que ilumina la alfombra. Solo turba el silencio la suave presencia de mi madre mientras ejecuta gestos insignificantes y habituales. Los pliegues de su vestido, al moverse, rozan los bordes de la mesa o de las sillas. Sus manos corren presurosas sobre el claro tejido. Madejas de lana…Ovillar. Ovillar y después tejer. La vida transcurre inmóvil, en rica y pausada cadencia.

De pronto, un estremecimiento sacude el ambiente. El suelo se torna inseguro. Oscilan las lámparas; las paredes parecen girar y estrecharse. Ondas extrañas electrizan la atmósfera. Mi madre se levanta de su asiento bruscamente, nos coge de la mano y nos arrastra hacia la calle a la vez que de su garganta brota un grito angustioso: “¡Temblor!”. Otros gritos, los de la servidumbre, le hacen eco desde el fondo de la casa. “¡Temblor!”. Ignoro el sentido de tal palabra que parece siempre preceder cataclismos, pero mi imaginación sobreexcitada sabe que ella está unida estrechamente a algo insólito y terrible. Al oírla, mis ojos de niña ven una especie de fantasma gigante, de color gris oscuro, con grandes alas abiertas, que entra a las casas de súbito sacudiéndolo todo, y que desaparece luego, no se sabe por dónde.

Nunca tuve tiempo de precisar si su rostro era de hombre o de pájaro. Tan fugaz es su aparición que apenas alcanzo a entrever la espectral palidez y las alas de muselina de aquella figura alucinante, incorpórea, y, sin embargo, enorme.

De cada casa sale gente a la calle. Y los umbrales, las veredas, contienen grupos inquietos. Voces entrecortadas y trémulas, agudos alaridos, desgarran como arañazos el espacio. Lo peor es que nuestro instinto presiente de que no hay de quien esperar auxilio, pues la angustia del grito que ha exhalado mi madre nos despoja de esperanzas. Nuestra fragilidad está fuera del mundo, en un clima de pánico. Solo breves instantes. Pasa el temblor, como un forastero temible, y entramos de nuevo a la casa. Pero aún se oyen gritos. “¡Misericordia, Señor! ¡Misericordia, Señor!”. Es la “mama” Ismaela que yace de hinojos sobre las piedras del patio, con los brazos en cruz y la frente humillada. “¡Misericordia, Señor!”, balbucean sus labios histéricos, con acento más apagado cada vez, más débil cada vez, hasta imitar el sollozo contenido de un niño.

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