Esta mirada que le parece a la narradora tan cristalina, que puede ser crítica o compasiva, incluyendo los matices que hay entre uno y otro extremo, es construida como marginal. La infancia de Comarca perdida no ocupa un lugar protagónico dentro del ambiente familiar, sino uno que se vale de los intersticios y de los pliegues para dar cuenta de su posición. Es en ese sentido que la niña María Flora que vive en las páginas es prácticamente invisible, aunque siempre está atenta, escuchando, observando, llegando a conclusiones, formando su propia opinión. Como lectores, tenemos la gran oportunidad de reconocer que esta niña, que las niñas del pasado, que las niñas de hoy, las que vendrán, no son invisibles, sino que tienen su propio ritmo, su propia manera de hacer las cosas a pesar de las limitaciones. En el caso de la María Flora de las páginas, se trata de una niña que vive su subjetividad en el encierro, siempre entre cuatro paredes, siempre teniendo que contentarse con mirar el mundo (el afuera y todas sus posibilidades) por la ventana; anhelando siempre, pero sin participar; criada para aceptar las paredes del hogar como el entorno natural, como millones de mujeres fueron criadas. Lo que nos muestra Yáñez, sin embargo, y he aquí el cambio de postura con respecto a la narración de la infancia, es que puedes encerrarlas, pero no te pertenecen. Al invitarnos a compartir la mirada de la niña, Yáñez nos deja ver todos esos pequeños pero gigantes momentos en que la niña reafirma que se pertenece a sí misma.
En Comarca perdida, hay una insistencia en la representación del encierro, pero este no redunda en la inmovilidad de la niña, sino en su capacidad de actuar de forma independiente, de dejar su marca sin que los demás la vean. Por supuesto, como lectores somos espectadores de cada una de esas actuaciones, a través de las que la niña María Flora enfatiza su derecho a ser niña en un mundo regido por adultos. En ese contexto, la narración le otorga una nueva significación a los terrores nocturnos y a la soledad que experimenta la niña, los que se elevan como instancias en que deja volar su imaginación, lee libros prohibidos y toca cada mueble en el despacho del padre como huellas de que ella también pasó por allí. De esta manera, se representa una niña que necesita del secreto para expresarse. La niña que Yáñez nos muestra en las páginas de su libro no es como las que bailan en las rondas de Gabriela Mistral, que se dejan llevar por la locura del baile hasta despegarse del suelo; el desvarío de la ronda hace que las niñas dejen de ser invisibles, como se aprecia en los poemas de Mistral, en que los corros de niñas son observados a la distancia por madres y padres; no pueden evitarlo, esas rondas brillan y remecen el suelo.
La niña de Yáñez no es como las niñas mistralianas; no está lista para dejarse llevar por el desvarío, no está lista para ser notada. Y, sin embargo, nosotros la notamos, la seguimos, la acompañamos. La última estampa del libro, “Visiones en la oscuridad”, deja eso en claro. Volvemos a la idea de la infancia como presente, de María Flora sola, penetrando cada vez más al interior de la casa. En este capítulo, la familia Yáñez está lista para ir al circo, pero ella ha olvidado su sombrero de paja sobre la mesa de la sala. La autora nos regala una narración en el tono del relato fantástico, con portales que se cruzan, creaciones de mundos secundarios y la relatividad del tiempo. De la misma manera que la extendida visita de Lucy Pevensie a Narnia en El león, la bruja y el armario solo ha sido un segundo en el mundo primario —en la casona inglesa que la cobija a ella y sus hermanos—, la prolongada internación de María Flora hacia las profundidades del hogar familiar ha sido efímera para quienes la esperaban: “¡No tardó ni un segundo!”, es la exclamación de los niños, los únicos que perciben la complejidad de lo que pasó, posiblemente porque son los que realmente observan. Parafraseando a Yáñez, pareciera que de verdad se obtiene más sabiduría al mirar cómo tiemblan las hojas que al buscarla en los libros.
Este capítulo presenta otra serie de peculiaridades que se enfatizan justamente porque cierra el relato (y lo ha hecho desde aquella primera edición de 1947). Primero, el hecho de que la niña que vive en la casa familiar deba internarse incluso más, descubriendo que la casa tiene un rostro distinto, oscuro y terrorífico. Segundo, que la niña logra hacerles frente a sus miedos, lo que es especialmente relevante al pensar que ella es capaz de ver realmente las cosas. “Felpas rojas caen pesadas como cuerpos dormidos. Ojos adustos me observan desde el misterio de la pared. No me atrevo a estirar el brazo porque mi mano, en el trayecto, puede encontrar la blandura de otra mano. Permanezco inmóvil, temblando”, pero solo un momento; nuevamente la niña es capaz de actuar de forma independiente cuando solo los/as lectores la estamos mirando. La representación de la niña que construye Yáñez muestra cómo el patriarcado ha encerrado a las mujeres desde su nacimiento. En ese sentido, llama mi atención que la casa familiar sea representada como un espacio muchas veces atemorizante, como se observa en el uso de imágenes espectrales y monstruosas que atormentan el reposo de la niña y que Yáñez construye a partir de estas imágenes más sensoriales que descriptivas. Justamente el objetivo del monstruo es provocar temor y evitar que los niños y niñas actúen. Es cosa de recordar a la Caperucita Roja: ¿quién querría ser el plato principal del lobo simplemente porque el bosque era más atractivo que el camino? La niña María Flora no quiere ser comida por los monstruos que ve al ingresar en el pozo profundo de la casa y, sin embargo, entra. El bosque vale la pena.
El tercer y último elemento que quiero destacar de este capítulo de cierre es que está narrado en tiempo presente. La narradora adulta se las ha arreglado para actualizar el pasado a través de un relato fantástico, sí, pero lleno de detalles. ¿Ha recuperado su mirada de infancia? Al menos en el contexto del mundo creado en las páginas de Comarca perdida, sí lo ha hecho. Lo que me maravilla, finalmente de este texto, es que sin desconocer los miedos, los dolores, las pérdidas y las preocupaciones de las cuales la infancia está repleta, sino unificando esas experiencias a los juegos, las alegrías y la calma, María Flora Yáñez ha construido un texto sustancioso, que logra representar la complejidad de una infancia (la suya) y, con ello, reconocer que cada infancia es única e irrepetible. En ese sentido, muestra, en 1947, una perspectiva refrescante con respecto a la infancia. En el último capítulo, nunca vemos la visita al circo, porque no es (necesariamente) en esos momentos preestablecidos en que la infancia se hace presente, sino en cada pequeña decisión, en cada pequeño paso, en cada espacio que es apropiado por las niñas y los niños —a través del juego, del tocar las cosas, de verlas atentamente y de cerca— que los niños y niñas pueden ser ellos y ellas mismas; como María Flora al ir a buscar su sombrero. Al mismo tiempo, es un texto esperanzador. He insistido en la idea de la niña encerrada en la intimidad de la casa —aun cuando hay estampas que ocurren en el exterior—, pero Yáñez ha construido ese espacio privado en uno lleno de ventanas, a través de las cuales la niña María Flora observa y espera por las ocasiones precisas para dejar su marca en los espacios que parecen prestados por el mundo adulto. En ese sentido, la vida siempre se abre camino.
A mis padres y a todas las personas –ya desaparecidas– que dejaron un pedazo de su alma en las paginas de este libro.
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