Jorge Ayala Blanco - La lucidez del cine mexicano

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La lucidez del cine mexicano: краткое содержание, описание и аннотация

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La duodécima entrega del ya canónico alfabeto del cine nacional está integrada por textos analíticos, igualmente rigurosos y respaldados teórica y metodológicamente por el nutrido bagaje de uno de los investigadores y críticos con mayor reconocimiento y trayectoria en México. Integrada en su totalidad por textos inéditos, La lucidez del cine mexicano sondea aspectos inexplorados del fenómeno fílmico nacional que va de 2013 a 2014 y termina por dar cuenta de una arista del panorama cultural, en cuyo «límite, se rescatan la lucidez y los destellos de lucidez del cine mexicano actual, porque ya se ha vuelto inútil, fútil y ocioso e innecesario, demoler lo demolido».

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La lucidez envilecedora le entra a fondo al tema de la desesperación. Dentro del marco general de una violencia generalizada se escalonan aún algunos asomos y alientos de vida tranquila, cada vez más agitada, cual corrientes subterráneas de misterio, dramatismo, escaldamiento, reflexión y lirismo a contracorriente que, sin apenas yuxtaponerse, subyacen con vigorosa originalidad y desalmada energía. Es el misterio-desespero de cómo lograr mediante procedimientos directos e indirectos tanta descarnadura que acecha, asuela y asalta sin previo aviso como un navajazo en los ojos. Es el dramatismo-desespero que debe leerse en el miedo a responder con veracidad a una inofensiva visitadora del censo poblacional por ello mantenida fuera de casa cual peligrosa peste entrometida, que debe leerse en el eco de una TVprédica religiosa mientras que visto desde una ventana a la John Ford (Más corazón que odio, 1956) Heli persigue tras su salto y a lo lejos ejecuta sin piedad mediante un tiro en la cabeza al sicario sorprendido en la casa de seguridad, que debe leerse en el aferrado prurito de una depuración sin adherencias ni rebaba de otros relatos precedentes, que debe leerse en el desarmante uso melancólico de una simple canción de época como sonora sangre de una inaccesible ruralidad derramada (“No sé qué tienen tus ojos, / no sé qué tiene tu boca / que domina mis antojos / y a mi sangre vuelve loca / / Me siento morir mil veces / cuando no te estoy mirando”: Esclavo y amo de Javier Solís). Es el escaldamiento-desespero que va a expresarse a través de un formalista empleo magnético de los actores en el centro de una impactante plástica derivada de los tercamente abiertos encuadres rígidos y esa pasmosa fotografía de Lorenzo Presunto culpable Hagerman pasmada antes que nada en sus colores deliberadamente polvosos, polvorientos, pulverulentos. Es la reflexión-desespero que debe surgir desde el malvado paralelismo entre los operarios de la ensambladora entregados a obligatorios ejercicios gimnásticos que lindan con el teatro del absurdo y los atroces ejercicios realizados por los verdaderos soldaditos de plomo guiados sádicamente por el asesor estadunidense, que debe surgir de la vesania sin redundancias ni reiteraciones, que debe brotar como fuente providente de una especie de retrato-cártel de la atrocidad sin superlativos ni concesiones ni apoyaturas ni oropeles narrativos ni efectos / efectazos / efectitos ni retorcimientos porque de repente sólo existen los remordimientos. Es el lirismo-desespero que se oculta tras la añoranza lúdica de Heli descubriendo dibujos en los extremos superiores de las páginas de un libro fraterno de sociología para hacerlos sucederse juguetonamente cual si fuera un paleontológico precursor del cinito, o bien se esconde tras el infantilismo de Estela fungiendo como fardo para los ejercicios pulsátiles del fornido Beto, que se vuelca tiernamente sobre su perrito lanudo de inmediato bautizado como Cookie y que, al desaparecer deja una estela de oquedades y vacío, a la que sólo habrá de ponérsele remedio, de llenarse de manera oblicua, con los desolados abrazos vencidos de su regreso a casa, con su mudez implacable y de castigo / autocastigo más por secuela traumática, con su indirecta huelga de realidad, con su embarazo tan innombrable cuan irresoluble y con esa terriblemente abierta y hermosa y compuesta imagen final de la desamparada chica tendida en un sofá amparando con su cuerpo al bebé de su hermano mientras las cortinas blancas vuelan desde la ventana abierta hacia ninguna parte, aunque acaso sospechosamente abierta a una luz de esperanza, a un rayo de optimismo cegador o segador, y también a nuevas atrocidades inesperadas e infortunios que llegarían sin avisar por el aire enrarecido que nosotros aquí respiramos, en medio de la descolorida y diezmada desolación en apariencia inerte, pero no inerme ni inocua ni inocente.

Y la lucidez envilecedora era por azar controlado una violencia desencarnadamente exasperada vuelta conciencia de sí misma y de todos para redondear una cinenovela narcopicaresca exactamente allí “donde la lujuria toca a rebato” (López Velarde) por la guerra ciega contra el crimen organizado en la que, como sucedia en el cine negro detectivesco de la gran época, no logra distinguirse entre los delincuentes y los agentes del orden, ni entre la sequedad del dolor irónico y la esperanza larvaria y descarnada.

La lucidez paradisiaca

En aparente aunque ostentoso y ultrapregonado viaje de bodas (“Queremos estar solos, es nuestra luna de miel”), la joven pareja defeña formada por la bella exbailarina de raros rasgos angulosos Ana (Natalia Córdova tan grácil y jubilosa cuan inquietante) y el apuesto administrador de empresas familiares Mauricio (Raúl Méndez modelando más que moldeando su personaje), coincide durante toda su estancia en el hotel Ventanas al Mar, de la caribeña isla paradisiaca de Cozumel, con la provecta pareja madrileña integrada por la exprofesora vuelta traductora de poesía neohispánica al italiano Emma (Charo López sublime) y su multijubilado esposo expolítico Joaquín (Fernando Guillén sin pudor), celebrando su enésimo aniversario de bodas y esperando en vano la visita de su fracasado hijo neoyorquino Nico en compañía de los añorados nietos. Y coinciden tanto en la playa, donde los jóvenes sorprenden desde su arribo del aeropuerto un aparencial ahogamiento del viejo arrastrado mar adentro por una fatídica corriente traicionera, como en el restaurante al aire libre, donde ambas parejas toman sus alimentos bajo la cortesana mirada del gerente hotelero Álvaro (Antonio de la Vega) y oyendo embelesadas un reiterativo popurrí de seductores boleros de otras épocas (“Nuestro juramento” con Julio Jaramillo, “Perdón” con Daniel Santos, “No, no y no” con Los Panchos, “Obsesión” con Toña la Negra y por encima de ellos “Lágrimas negras” con el Trío Matamoros), en donde se quedarán prácticamente a solas cuando los huéspedes se retiren por el amenazante arribo de un temporal y donde entablarán una amable y discreta pero bulliciosamente afectiva amistad, tras haberse observado mutuamente, vigilado y venadeado durante largas jornadas, analizado verbalmente e incluso haberse espiado, sobre todo los españoles a los chilanguitos, a través de las muy hipotéticas barreras que separan las terrazas de sus cuartos contiguos, lugares estancos para que los viejos den acariciadora rienda suelta a los restos de su larga vida juntos y los jóvenes hagan frenéticamente el amor, en apariencia sin descanso y por no tener alguna otra cosa mejor que hacer.

Pronto se vislumbrarán y saldrán los conflictos que aquejan y guardan muy bien escondidos cada uno de los miembros de cada una de las parejas, pues Mauricio presentaba a la moralmente lastimada Ana como su esposa sin serlo y ahora está vía celular asediado por un lejano accidente de su cónyuge auténtica que lo saca de quicio, y Emma acaba de recibir los resultados de unos exámenes clínicos que le revelan con escasa esperanza de vida ante un Joaquín que aprovecha cualquier oportunidad para voyerizar a la hundida Ana e incluso meterle mano a su atractivo cuerpo al consolarla, secundando a su esposa, en un arrebato depresivo que deja a la chava momentáneamente postrada.

Para colmo, todos esos malestares habrán de entrar en crisis, profundizarse y estallar en el transcurso de una gozosa salida a bordo de una pequeña embarcación para navegar en altamar, que era una excursión aplazada durante un día a causa del temor al mal tiempo, pero que al fin fue irresponsablemente autorizada por un apresurado Álvaro que ha cedido a la insistencia del viejo Joaquín, quien habrá de conducirla y realizarla, gobernando el entusiasmo de su esposa y sus jóvenes invitados. En medio de una borrachera colectiva de vino y tequilazos, que alientan el nado sobre arrecifes de coral o en las grandes profundidades del mar abierto, y hasta el baile en la estrecha cubierta, con picaresco y arrastrado intercambio de confidencias íntimas, un Mauricio vuelto incontrolable enloquece de euforia, se rehúsa a regresar al hotel por una simple sospecha de tormenta, arroja en un arrebato las llaves de los controles de mando y, para desaprobador escándalo sobreviviente de todos, arranca los cables de la radio que los unía a la capitanía del puerto, pero reacciona aterrado en plena tempestad, desata una lancha salvavidas tipo overcraft reducido y logra convencer a una Ana histerizada de pánico que se embarque a la desesperada con él, dejando a los viejos temerosos a su suerte. Pero al llegar venturosamente sanos y salvos a la playa, en el acto de pedir un aventón automovilístico en la carretera, Ana corta definitivamente cualquier lazo sentimental con el hombre, mientras en altamar, Emma y Joaquín se preparan para lo peor, inermes y a merced de los elementos.

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