Nayib Camacho O. - La profesión de los labios

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La profesión de los labios (cuentos) «En estas historias sus personajes viven con la idea de no pensar mucho en ellos. Sin truculencias temáticas ni estructurales, refiere aventuras ambientadas en atmósferas corrientes, donde sus personajes, ajenos a la seriedad de querer explicarlo todo, guardan la esperanza de vivir conforme a sus limitaciones, sin heroísmo ni escabrosidad. El autor nos ofrece un vistazo a la condición humana mediante una prosa sencilla y directa. Un libro cuya sustancia es la prosa cotidiana. Cuentos que respiran el devenir de los días simples y discretos cuando al contar historias se ejerce la noble profesión de los labios». (Fernando Granada Escudero).

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Entonces dibujaba la ruta. Parecía un topógrafo trazando líneas distantes y cercanas entre los puntos que visitaría. Era su método para aprovechar el tiempo y el combustible. Luego llamaba desde un teléfono público y confirmaba la hora de visita. Planeado el día empezaba su jornada.

Carmelo no hablaba, él pronunciaba textos. Se cuidaba mucho de que su vestido fuera su carta de presentación. Cuando entraba al lugar donde compraría, la gente quedaba boquiabierta. Decía que usaba taxi para evitar inconvenientes de seguridad. Es un país peligroso . Era envolvente. Abría la boca para negociar y su interlocutor quedaba privado con el aroma de su culto parlamento. Rápido entraba en confianza. Tenía respuestas para todo y las expresaba con altivez. Con su estilo asentado hacía una reseña histórica del objeto que le interesaba, sus características y su real valor. Y entonces, casi sin reparar, los oferentes aceptaban sus condiciones.

En los casos difíciles de fijar el precio final, después de regatear y observar pequeñas fallas en los artículos, ponía dos cartas: una con el precio apenas por encima y otra con el precio muy abajo de lo negociado. Invitaba al vendedor a ver las cartas, a barajarlas y escoger una a su gusto para cerrar la transacción. Siempre salía el diez de corazones negros, la carta que Carmelo apostaba, la del precio bajo, su carta de la suerte. Era un juego y un riesgo. Como nadie se sentía perjudicado, Carmelo procedía a pagar en efectivo. La situación adquiría el carácter de una subasta, pero al revés. Si una vitrina valía cincuenta mil pesos, terminaba comprándola en diez y revendiéndola en setenta y cinco mil. Lo que ganaba iba a parar a su cofre especial.

Así era como ampliaba su colección. Se trataba de un muestrario compuesto por azulejos en cerámica italiana, bastones con puño de plata, cámaras fotográficas, discos e instrumentos musicales, imágenes y variados retratos, lámparas en alabastro y bronce, máquinas de escribir, medallas y antigüedades religiosas, porcelanas de Lomonosov, relojes de pulso y de pared, sombreros de copa y zapatos italianos en perfecto estado. Y muchas otras cosas. Le bastaba vender una de estas joyas para vivir cómodamente un mes o mucho más.

A Carmelo no le gustaban los bancos, mucho menos tener cosas a su nombre. Estuvo casado. Con medios económicos, enfermaba al comprar algo. Hartos de sus restricciones monetarias sus hijos se marcharon lejos. Sus amistades extranjeras intercedieron para conseguirles becas en el viejo mundo. Una vez su mujer le insinuó que la llevara a Europa. Carmelo cambió de expresión. Al vivir su realidad, no dejaba de observar que los recursos disponibles le costaron mucho sacrificio. Preocupado por el obstáculo financiero hizo un cuadro presupuestal. Puso entradas y salidas, costos reales y minucias. Le sacó punta al lápiz y obtuvo conclusiones. Le propuso a su mujer que era mejor tener TV por cable y mirar el canal de turismo. Era una forma de viajar. Como los programas los repetían, podía repasar lugares sin exponerse, sin afán y sin peligro. De pronto te echan algo indebido en la maleta .

Carmelo presumía de sus viajes. Decía que le gustaban Europa, Estados Unidos y Canadá, sobre todo porque allá no robaban. No le interesaba ningún país latinoamericano, mucho menos el África. Una vez fue a Oriente, y eso porque su hijo le pagó todo. Trajo un vago recuerdo. Afirmó que las hamburguesas orientales sabían lo mismo que las de aquí y que por todo lado se veían calvos vestidos de anaranjado, como los Krishnas del parque central. También estuvo en Grecia cuando su hija se casó. Dijo que era una bobada ir hasta allá sin poder hablar con alguien. Como no bebía vino, pasó los días sentado en una terraza tomando coca cola y viendo el mar. Como aquí, pero comprando en euros .

Carmelo tenía una colección de catálogos y guías turísticas que le enviaban sus hijos desde esas lejuras. Los leía y profundizaba en detalles arquitectónicos, monumentos históricos, costumbres sociales, gastronomía y variedades, sitios inolvidables, episodios nacionales y curiosidades locales. Con la firmeza de su carácter y la convicción de un vendedor daba la impresión de que realmente había estado en el extranjero. Le servía mucho ese enciclopedismo a la hora de negociar. También sabía tres o cuatro frases en distintos idiomas y eso alimentaba su universalidad.

Después de escuchar su historia, Carmelo nos invitó a cenar. Por primera vez en su vida, se desprendía de algo a voluntad. Mi padre no estuvo de acuerdo, pero Carmelo insistió y finalmente cedimos. Comenzó a alardear de alta cocina, del exquisito sabor del caviar de Beluga, del foie grass . Nos sirvió vino y nos dio una lección propia de un enólogo. Aunque Carmelo dijo que se cuidaba de la bebida, ese día tomó dos vasos de whisky, de esos escoceses que le daban cuerpo a su temperamento. Se sintió miembro de la corte inglesa. Me pareció soberbio y petulante. Esa noche llevaba un saco que dijo fue cortado por el afamado Christian Dior. Se pavoneaba elegante. Los tragos lo obligaron a desabotonarse el chaleco. Con disimulo me aparté un poco de la conversación. Noté que tenía un simulacro de biblioteca sin libros. El estante estaba abarrotado de catálogos y tiquetes de viajes a su nombre.

Finalmente preparó un menjurje al que le dio otro extraño nombre. Afirmó que era el plato nacional de Turquía. A mí me supo a sardinas revueltas en huevo con migas de pan. Sirvió la tortilla en unos platos en los que según Carmelo comió el rey Jorge I de Inglaterra. A la docena de cubiertos dorados, de alcurnia y pesados, le atribuyó su uso a Pío XII en el Vaticano. Llegué a sentirme hasta de buena familia. Sirvió la limonada en cristales de Baccarat .

Mi padre trataba de llevar la conversación hacia tópicos más terrenales, cosas de la situación económica, cosas del país, pero Carmelo era un completo desinteresado en la realidad nacional. Le parecían cosas del vulgo. Finalmente lo interrogó por la demora en las cuotas. Entonces Carmelo refirió que entre su mujer y el abogado le quitaron todo en la sentencia de divorcio. Por eso la tardanza. Estoy tratando de recuperarme. Solo me quedó esta casita . Volvió a su vieja sumisión campesina. Nos contó que no puede ir ni por la cancha de tejo, lo que para él era su club social. Que estaba prácticamente arruinado, que era un decadente atrapado en la vulgaridad. Se le había disminuido la renta. Todo porque como defensor de damas en problemas, a quienes les prestaba dinero, no tenían cómo pagarle. Antes, cuando se demoraban con sus desembolsos les ofrecía de manera caballerosa una amnistía de intereses a cambio de alguna atención carnal. Pero ahora su cuerpo estaba acabado y no podía seguir dando amnistías. Los ahorros se esfumaban. No tengo corazón para llevarlas a cobro jurídico .

Mi padre, que sí tenía corazón y era melómano, le pidió las llaves del taxi. Trescientos diez y siete discos importados desde Alemania, verdaderas joyas incomparables de la música clásica, compensaron las cuotas atrasadas.

Regresamos en el taxi. Mi padre echaba humo y chispas. Vean a este. Todo un dandi con mal aliento . Le faltó sacar el as de corazones negros. Un rato más y nos venimos a pie .

Al amanecer

—Oíste Pacho, ¿y qué hay de Cruzana?

—¿Cruzana? Pues dándoselas de Madre Teresa de Calcuta.

Ahora Cruzana todo lo atribuye a milagros o revelaciones divinas. Es una mezcla de socióloga y monja. Antes le gustaba el baile y leer. Pero desde de aquella madrugada en que iba con su novio sintió una especie de culpa, algo de remordimiento y consideró reparador volver al lugar del susto. Y regresó de otra manera y con otras finalidades. Consagró las madrugadas de los lunes, miércoles y viernes para llevarles un desayuno a los indigentes de una esquina particular. Al principio tuvo miedo y asco, pero entró en confianza y se convirtió en una consoladora de llantos y de historias, una misericordiosa.

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