Jorge Ayala Blanco - La novedad del cine mexicano

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La decimocuarta entrega del célebre abecedario del cine mexicano, precedida de La aventura / búsqueda / condición / disolvencia / eficacia / fugacidad / grandeza / herética / ilusión / justeza / khátarsis / lucidez / madurez del cine mexicano, presenta en exclusiva material inédito de la investigación en curso del crítico cinematográfico con mayor trayectoria en nuestro país. El uso creativo y expresivo del lenguaje es uno de los acentos distintivos de la prosa inconfundible con la que Ayala Blanco va tejiendo, meticulosamente, el panorama del cine mexicano a través del análisis, película por película, de casi un centenar de obras producidas entre 2013 y 2016. Como en los anteriores volúmenes de la serie, los textos se configuran en torno a un hilo conductor, el concepto que da título al libro, y los apartados organizan el material de acuerdo con el carácter de sus realizadores: veteranos, maduros, que consiguen hacer una segunda obra, debutantes, documentalistas, cortometrajistas y mujeres cineastas. Las fuentes de estudio son siempre directas, las películas mismas, que son contrastadas con el amplio bagaje cultural del autor, quien relaciona interdisciplinariamente áreas como la sociología, la antropología, la filosofía, la literatura y la comunicación, con los propios de la historia cinematográfica. La novedad del cine mexicano se suma a sus antecesoras para dar cuenta del fenómeno fílmico nacional, escudriñando sistemática y rigurosamente la producción actual de una industria que en los últimos años supera cifras de producción, y que llevan al autor a preguntarse «¿qué es lo nuevo del cine mexicano?, ¿hay algo nuevo en el cine mexicano, o simplemente sólo algo reciente?, y de ellos, ¿cuántos y cuáles serán los realmente novedosos o innovadores?».

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La novedad expedicionaria escancia con apretada consistencia el asombro de numerosas imágenes que permanecen en la retina y en la emoción óptica, imágenes de la amenazante negrura en las faldas volcánicas, imágenes del conquistador transportado en silla sobre las espaldas cobrizas, imágenes jadeadas y proclives al estatismo de una perenne fatiga contagiosa, imágenes sobrantes del espléndido ejercicio plástico en gélida desolación invernal / infernal de Fogo, imágenes donde se privilegian los movimientos internos del encuadre (jamás hierático pese a la solemnidad dominante) y escasean los movimientos de cámara pero de una precisión impertérrita (cierto travelling de recorrido lateral sobre un plano inclinado al llegar a la región de la nieve más compacta, el encuentro por turno con los atónitos rostros de los expedicionarios al confrontarse con una altura escarpada cada vez más distante), imágenes de la adversidad y la penuria múltiple y polimorfa, imágenes sobrecargadas con la figura desencantada de un imponente Don Diego interpretado con sobriedad protodeclamatoria por el escritor asturiano Xavier Coronado debutando como notable actor (en las antípodas del simpático payasito que resultó el provocador poeta-novelista francés Michel Houellebecq) pero cuyo tipo que “parece pintado por Velázquez” al confrontarse “borracho de azufre y gloria” con el Popo “como una bestia temperamental, cubierta de neblina; fría, implacable y gris” “sólo sabe hablar del rey y de Dios porque su vida entera es lealtad y fervor” y por ello “mira como actor de cine y habla como actor de infomercial” en una interpretación “extrañamente rasa, como si estuviese dictando una lección de historia” (según Daniel Krauze en El Financiero Bloomberg, 19 de agosto de 2016), imágenes adscritas de pronto por excepción a una subjetividad móvil (al percibirse monstruosos grumos de nieve) y registran el desplome de Gonzalo o rinden cuenta del resonante yelmo recogido por Pedro ya decorado por hielos coagulados y se remontan a la visión imaginaria de una flecha clavada en el abdomen manando sangre, imágenes insertas en un riguroso y sereno proceso visual casi severo e in crescendo, imágenes de espectros y siluetas y sombras lejanas que avanzan sin tregua pero en concierto concertante, imágenes en cromática progresión táctica hasta culminar en la cerrada blancura nebulosa ¿numinosa? A veces absoluta, imágenes del esfuerzo corporal como signo y sinónimo de la grandeza individual triunfando sobre la adversidad imágenes logradas mediante un esmerado trabajo óptico bordeando lo pictórico del fotógrafo-alpinista excececiano Emiliano Fernández cual relevo en su misma tesitura a medios tonos del Daniel López de Fogo (cedido al genio tailandés Apichatpong Weerasethakul para su espectral Cementerio de esplendor, 2015) y como lento observador de lo taciturno-introspectivo-meditabundo per se de toda ascensión, imágenes del diálogo sucedáneo en silencio ritmado / rimado entre un personaje-montaña y tres hombres ebrios de hazaña, imágenes que se atiborrarían de oquedades sin el concurso de una música inextricablemente mezclada de Pascual Reyes y Alejandro Otaola en un estruendoso aunque dosificado extremo del colosalismo metálico-metalero y la rebuscada elocuencia de la grandiosidad ambiental sin límite de tiempo (aún sigue sonando en este momento al término de la trama y los interminables créditos), e imágenes que final y crucialmente recurren a un diseño sonoro con tantos tintes protagónicos como la música al fundarse tanto sobre la corporización del soplar constante de la ventisca y el destartalado tintineo de los cacharros cuanto confundido con los ruidos de la inaccesible montaña rugiente a temperaturas congeladoras que prácticamente se sienten y apabullan.

La novedad expedicionaria ha logrado abordar abiertamente y con inmensa libertad al aire libre, pero de hábil manera casi oblicua, el tema siempre soslayado de la Conquista de México, ya no como pretexto para magnificar el proceso de evangelización por la Cruz y la Espada, como pareció imponerse de modo excluyente en el cine nacional desde la beata recreación de las apariciones de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac aún silente de Carlos E. González / José Manuel Ramos / Fernando Sáyago, 1917, hasta cualquier enésima versión del presunto milagro de La Virgen que forjó una patria (Julio Bracho con guion en apariencia patriótico independentista del exideólogo cristero René Capistrán Garza, 1942), o su temeraria desmitificación a gritos tipo Nuevo Mundo de Gabriel Retes (1976), ni tampoco como incentivo místico para estimular egregias mitologías personales, al estilo de las formidables fantasías Cabeza de Vaca del documentalista Nicolás Echevarría (1980) y La otra Conquista como flor de un día de Salvador Carrasco (1999) o Eréndira Ikikunari del indigenista cosmogónico Juan Mora Catlett (2006), o sea, ahí está la Conquista, una metáfora prolongada donde se conquista la montaña como luego se conquista México, una alegoría por excepción y en sensacional clave minimalista insólita, nuclear y tangencial, poco brillante y no obstante heterodoxa en un contexto internacional más amplio puesto que “alejados de la tentación de dotar al proyecto de un frenético ritmo de cine de aventuras y de la grandilocuencia, a lo Herzog, de un titánico enfrentamiento entre la irracionalidad alucinada del conquistador y el espanto de los indígenas, lo que los cineastas capturan es el ánimo de los tres españoles convencidos de que más que lo que mueve a sus acciones no es el ánimo de lucro, sino la convicción de una anhelada trascendencia histórica, el deseo de convertir su gesta individual en valiosa contribución a la grandeza de la Iglesia y la Corona, imagen muy opuesta a la representación del conquistador como un ambicioso aventurero sanguinario” (Carlos Bonfil en La Jornada, 20 de julio de 2016): cualquier cosa, entonces, menos un émulo sólo en apariencia equilibrada de la cruenta heterogeneidad rubicunda en pos de El Dorado del histérico parahistórico Aguirre, la ira de Dios (Werner Herzog, 1973), ahora relevado y sustituido con creces de posmodernidad expresiva minimalista-hiperrealista de una especie de Ordaz, la templanza de Dios, aunque sea en las antípodas sermoneadoras del padre Antonio Vieira (Lima Duarte en el rol del causante involuntario de las desgracias teológicas de nuestra Sor Juana Inés de la Cruz) ya en el 1663 de Palabra y utopía del portugués Manoel de Oliveira (2000), más bien una suerte de Epitafio o Don Diego, la imbatible reverente revulsiva palabra ígnea de Dios, la crónica de un ascenso al Popo sin espectáculo ni énfasis ni encono dramático, pero necesariamente fotogénico y en éxtasis, más allá del colectivo “mal de montaña” y en la total desnudez de la Aventura, por así decirlo.

La novedad expedicionaria deliberadamente prescinde, pues, de cualquier descripción a profundidad del mundo precolombino y sobre todo precortesiano, para hacer el abordaje indirecto de una Conquista aludida, más que descrita, con fastuoso ingenio aunque con genio forzado, vuelta simbólica e inefable, jamás alejada de la epopeya si bien evocando colateralmente los temas de la sabiduría aborigen (tlaxcalteca, de Huejotzingo) y de su sometimiento a quienes consideraban seres extraterrestres, una Conquista menos física y cruelmente diezmadora (aunque se habla de ello) que espiritual e inmaterial, para decirlo en términos calcados del certero lenguaje verbal de la cinta, volcada hacia la portentosa hazaña individual y al descubrimiento de sendos yacimientos de azufre en la cima del volcán, el azufre fundamental como principio activo de la mezcla inflamable y explosiva de la pólvora necesaria para acometer, varios meses después, la Conquista de la urbe más grande y monumental hasta entonces conocida, aunque aquí nunca mostrada, sólo vista y apreciada supuestamente en toda su magnitud, al ser divisada desde las alturas, a través de los ojos del conquistador Diego de Ordaz, fallecido en consecuencia durante la década siguiente, cuando intentaba hallar el mítico El Dorado remontando las corrientes colombianas del río Orinoco, ¿otro El Dorado como lo fue antes, de manera prominente, su México-Tenochtitlan?, ¿de ahí el enigmático título del film: Epitafio?

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