La novedad subnormal narra una antihistoria de amor, la historia de una incapacidad de amor normal no obstante poderoso y capaz de expresarse, pues había una vez un lacónico y sobrio cuento infantil desdichado, hubo una vez un corpulento Yo de mente turbada pero pese a todo feliz dentro de la infelicidad general y su infelicidad peculiar, érase que se era un hombretón semiperturbado (¿para cuándo el Macario del cuento homónimo de Juan Rulfo?) con comportamiento de niño y destino funesto, la trayectoria de un deficiente conductual de evolución y desarrollo tardíos, una ejecutoria en seco de romances contrariados, primero con una madre sobreprotectora y al mismo tiempo ingrata pérfida disoluta y reacia expulsadora, luego con una niña de su misma edad mental, en seguida con una iniciadora putilla linda, y finalmente su enamoramiento absoluto con un travesti sin darse cuenta de que lo es, para acabar sus días en una prisión inmostrable, tras sus infortunios a igual distancia del cinismo liberador de culpas de Guy de Maupassant y las pinchísimas aventuras extremas del Pasa-murallas o del beato con súbita aureola inextirpable o del tarado absorto hasta el crimen en una cajita de música de Marcel Aymé, y después de sus arrebatos entre el incontrolable detentador de La fuerza bruta / De ratones y hombres de John Steinbeck (tan bien adaptada por Lewis Milestone como por Gary Sinise en 1939 / 1992) y el decapitador Damián Alcázar sin Fecha de caducidad (Kenya Márquez, 2011) por ahora.
La novedad subnormal trata en realidad de una celebración de la vida en los largos planos neutros de una fotografía desidealizante de Gerardo Barroso (tan desperdiciado desde el formidable documental Calle López que codirigió con Lisa Tillinger en 2013), con música desarticuladora de sentidos de Galo Durán y del grupo Chac Moola, con dirección de arte realista-jodidista sin excesos de Noemí González, con diseño sonoro deliberadamente erizado de Alejandro de Icaza y Raúl Locatelli, con edición de León Felipe González llena de espacios en negro para una voz en off del protagonista vuelta así contrapuntística más que vehicular, al ras y al costado de una línea de asfalto obsesivamente recorrida por tráilers, del estrecho corral de aves, de las rondanas hechas girar sobre el amplio piso pulido de un figón con presunta receta sabia para preparar pollos, del polvo-horizonte de cantera apenas controlado con tapabocas de mascarilla rígida, de la atmósfera rojiza de cierto antro bailador con surrealista fondo del “Ave María” de Franz Schubert en versión hip-hop, como si los verdaderos protagonistas de la anécdota fueran los entornos y los burdos actos aletargados del héroe al servicio exclusivo de un amor-carencia inesperado e inasible porque insaciable sin esperanza.
La novedad subnormal recurre ante todo, como en las tres incursiones anteriores de Meyer dentro del largometraje, aunque sin la monocorde tozudez del Michael Rowe (Año bisiesto, 2010, y el lamentable Manto acuífero, 2013), a un predominio de distantes planos fijos, acaso por muy respetable y valorada y reflexiva y rebuscadísima y selectiva decisión libre, pero acaso también por supina ignorancia de las series de funciones expresivas ya codificables y codificadas que pueden cumplir un cuerpo fragmentado o un movimiento de cámara (“La fotografía tiene más relación con mi forma de ser. Me gusta encuadrar cuerpos completos porque soy muy frontal y me gusta decir las cosas de frente. Es curioso porque mucha gente me habla de los planos fijos y yo siento que ahora abusé del movimiento. Hay travellings pero no cámara en mano porque creo que es un recurso que funciona en documentales pero no en películas más narrativas. En cierta forma, la cámara fija es más pura y perfecta. Kubrick la usaba mucho”: Matías Meyer entrevistado por Héctor González para el suplemento Laberinto de Milenio Diario, 11 de junio de 2016”), hélas.
La novedad subnormal se ve obligada a efectuar peligrosas acrobacias, cabriolas, piruetas y otros desfiguros dramáticos al colocarse narrativa y sentimentalmente en una cuerda floja entre la profusión de incidentes laxos y el aburrimiento escueto, pues “lo que la película propone, o involuntariamente resuelve, no es sino el trazo palmario, desdramatizado, epitelial, de algo que en tiempos menos ‘políticamente correctos’ se hubiera definido como la vida de un tarado, un lelo, un retrasado mental” y “no ayuda, sino todo lo contrario, el tremendo ancho de la brocha para el dibujo de tanta aclimaticidad, que por sobreabundante y lugarcomunesca termina siendo paradójica y ejemplarmente plana, y provocando un tedio notabilísimo”, aunque “al menos no se recurrió, como suele hacer el ‘cine de anormales’, a la búsqueda de empatía por caminos sensibleros, y ésa es quizá la sola nota positiva del film” (Luis Tovar en el suplemento La Jornada Semanal del diario La Jornada, 12 de junio de 2016), desproporcionadamente y con desmesura en su aparente depuración, sin dios oculto en tan deliberadamente pobre lenguaje fílmico.
La novedad subnormal se aventura en la fábula sin moraleja vertiginosamente alrededor de Yo sujeto, una fábula cercana al relato hipotético, una fábula impedida dentro de los límites concretos de la introspección imposible y del silencio real, fábula lisiada y gris arena del trayecto espiritual cruzado por una pequeñina luminosa dentro de su opacidad inocente (pues “inocente voz en off de por medio”, se trata de “otro film fatalista más en el que el distinto, el inocente, terminará siendo un agente de la destrucción o del mal, queriéndolo o no”, lo cual “éticamente hablando, me resulta inaceptable”, según el enconado detractor de Yo Ernesto Diezmartínez, en cinevertigo.blogspot.mx, 3 de julio de 2016) y con lamentables obreros grotescos de la cantera (ese buñueliano quasi enano dionisiaco además de vengativo desidealizador irracional) y con dos putas inmigrantes que consiguen nutrir el calenturiento imaginario tropicoso de Yo y sacan a flote sus añoranzas, la parábola de los signos de humanidad más allá de la falta de habilidades inherentes a la ésta, o paradójicamente quizá gracias a ella misma, para afirmar la trayectoria inhumanamente humana más que humana del grandulón Yo (¿deberá pronunciarse ahora Joe, en homenaje al titular fanático brutal que inmortalizó Peter Boyle en el tristemente célebre film Joe de John Avildsen en 1970?), una indefensa criatura del segundo pacificado Le Clézio (cuyo recreador y recreativo reflejo fílmico se adjudica Meyer) el propósito será nada menos que capturar el “anverso de la vida, anverso del ser, sin cesar sobre el suelo, sin cesar en contacto con la tierra, sobre la cual reposa todo el peso de la existencia” (Desierto), con todas sus asperezas, sus discapacidades, sus irregularidades individuales, sin poder ocultar su cántico de admiración microbiológica, cual si volviera a ser la cosmológica del primer metafísico Le Clézio (¡nunca más perseguidor del éxtasis material!).
La novedad subnormal se lanza desde allí a una cacería de instantes, análoga a la que implicaba la crítica Fabienne Dumontel al definir a Le Clézio como un “cazador de instantes”, a propósito de la recopilación narrativa Historia del pie y otras fantasías a la que originalmente pertenece Yo como cuento literario (en Le Monde, 10 de noviembre de 2011): el instante de ejercitar el masaje con enormes manotas sobre la espalda de mamá sensual (“Con cuidado, me lastimas”), el instante de ser consultado por un suplicante en silla de ruedas cual ignorado Niño Fidencio sanador onírico de los indigentes arrinconados con fe y esperanza para solicitar la caridad (“Oye, ¿puedes soñar que puedo caminar de nuevo?”), el instante de jugar con sonrisa franca a las cosquillas en los pies dentro del arroyo o cargando a su compañerita de juegos cual amenazante Frankenstein / Boris Karloff mitológico de James Whale (1931), el instante de intentar resucitar a un desplumado pollo muerto a base de cándida respiración artificial entre la mofa cruel de las risotadas parentales (“No lo puedo revivir, ya no quiere respirar”), el instante de retornar al exclusivo exilio doméstico abriendo un contenedor bermellón adaptado con trapos como hogar desgalichado (“¿Cómo te fue?” / “Bien, Luis y Poncho me invitaron al karaoke esta noche”), el instante de bailotear eufórico sin ritmo contra el techo de vigas y palma, el instante en que la frágil fornicadora Jenny se mece tiernamente desnuda encima de la curvatura del vientre inabarcable de Yo, el instante de los contrastes bufonesco-guiñolescos entre los dos metros con cinco centímetros de Yo y el escaso metro con cincuenta tanto de Jenny como del parrandero amigo chiquito Hugo (algo que “se vuelve un poco chaplinesco”, según Meyer en declaraciones a Salvador Perches Galván, revista Cine-Toma, núm. 46, mayo-junio de 2016), el instante de ver intempestivamente pujar al fugaz proletario Yo en camiseta y paliacate verde para hacer estallar el cinturón que le ciñe el pecho y ganar una apuesta ajena que lo eleva a forzudo de circo de tres centavos a la intemperie, el instante de poner a competir a Yo / Raúl Silva Gómez con el embotamiento del Bruno S. de Werner Herzog (El enigma de Kaspar Hauser y Stroszek, 1974 / 1978) al ponerlo a brincotear de gusto para celebrar en indefensa sudadera el triunfo inofensivo de una Schadenfreude ingenua que parece postular a Matías Meyer como relevo en el abordaje del diminuto mundo indígena sacro-obtuso de Nicolás Echeverría (en especial el de Poetas campesinos y Eco en la montaña, 1980 / 2013), instantes de arrasante aunque empantanado cine mínimo de simplicidad minimalista para muchos tediosa y antiemotiva, instantes oblicuos de una sencilla narrativa fílmicamente frontal y parabólicamente evangélica, instantes privilegiados y perfectos a su irrepetible manera turbada, instantes duraderos y significativos sin posible autoconciencia de ello, en vista de la improbabilidad de adoptar la perspectiva del omnipresente hombre minúsculo de talla mayúscula, de su existencia similar a la de alguna piedra más entre las piedras, de una piedra lanzada en la nocturna soledad añorante ante la cascada otrora diurna y feraz, mas no se trata de combatir la adversidad, sino de sujetar la vida ganada contra ella (ya que la película “relata los mil y un ritmos que vive un joven gigante al acercarse al despertar de sus sentimientos frente al mundo”, sea “en el espejo del agua”, sea “frente a la cascada” que “hace sentir cómo todo es pequeño en comparación con la grandeza del paisaje”: César Moheno en La Jornada, 6 de junio de 2016), la ternura púdica e informulable hacia el pinche monote medio bobo medio sentimentalón (¿pivote de un soso cuento de hadas fisicoculturistas ahíto de seudopatéticas vicisitudes premonitorias del accidental homicidio culminante?), la fantasía dentro de la cual se mueve la vida del bruto pero que nadie ve, pues nacida de las contingencias y de las limitaciones de Yo y del yo, jamás incongruentes porque han sido sorprendidas en sus propios y sucesivos logros inasibles, informulados, indirectamente visibles.
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