Jorge Ayala Blanco - La madurez del cine mexicano

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La decimotercera entrega del célebre abecedario del cine mexicano (precedida de La aventura / búsqueda / condición / disolvencia / eficacia / fugacidad / grandeza / herética / ilusión / justeza / khátarsis / lucidez del cine mexicano) presenta en exclusiva material inédito de la investigación en curso del crítico cinematográfico con mayor trayectoria en nuestro país. De originalidad y vivacidad únicas y proyectando un inusitado ejercicio de la invención verbal libérrima, el uso creativo y expresivo del lenguaje es uno de los acentos distintivos de la prosa inconfundible con la que Ayala Blanco va tejiendo, meticulosamente y película por película, el panorama del cine mexicano en el periodo comprendido entre 2011 y 2015.

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La madurez suplantadora demuestra así saber que, para decirlo con palabras del Peter Weiss de su ensayo crucial sobre “El cine de vanguardia” en Informes, un tema complejo sólo puede abordarse de modo ambiguo y que las representaciones de la realidad externa pueden remitir a la poética visual de una realidad interna, con todo lo que eso implica de irracionalidad y de una mitología personal cada vez más expresiva y concreta, sin solución alguna, pues a través de ellas, en todo ello, únicamente se expresan impulsos e imágenes inexplicadas, sobrecargadas de pasión vivida, pero que producen una desasosegante impresión mucho más fuerte que todos los momentos de una acción lógica en un film cualquiera de argumento lineal y carente de toda dimensión onírica o deseante subjetiva.

La madurez suplantadora se remonta sin saberlo con casi un siglo de distancia a las pioneras búsquedas estéticas específicamente fílmicas de los maestros del cine impresionista francés de los años veinte planteadas por Jean Epstein (El espejo de dos caras de 1927 es una de las grandes obras maestras visualistas de todos los tiempos) o de Germaine Dulac (“Sugerir más que mostrar, evocar más que decir, sentir más que describir, para obtener un enfoque sensible, elaborado, analizado”: proponía la primera notable realizadora feminista del mundo), para imprimir en el imaginario del espectador avezado una excéntrica colección de momentos visuales inolvidables, consecuentes y nada estrafalarios, como lo son la autopresentación de la heroína perturbadora-persistente por montaje vertiginoso (“Yo soy María, tengo 30 años, él es mi mundo, me quiere, y yo lo amo”), el regusto por la variación verbal que denuncia a los repetitivos perfiles suplantados (lo que va de las respuestas femeninas a un masculino reiterativo ¿Te conozco?: “Sólo desde el sueño” y “Sólo que en tus sueños”, y así), o la formidable utilización de la Línea 12 del Metro capitalino para articular una “fuga psicogénica” que podría fascinar a nuestra cinefilósofa Sonia Rangel de los Ensayos imaginarios (y que hizo exclamar al cinecrítico Rafael Aviña: “Un fallido intento por hacer Sueños, misterios y secretos (Lynch, 2001) a bordo de la línea dorada del Metro,” como conclusión entre decepcionada y ambigua de su artículo adverso al film de Magaña Vázquez, en el suplemento “Primera Fila” del diario Reforma, 4 de septiembre de 2015), o la carta de La Muerte en el tarot con poderes adivinatorios que envidiaría la bola de cristal del impostado mago chafa Arturo de Córdova apostado apostando apestado para la eternidad En la palma de tu mano (Roberto Gavaldón, 1950), o la caída infinita de María desde una azotea de espaldas hacia un vacío abismal que parece acunarla premonitoriamente o ya pertenecerle desde siempre.

Y la madurez suplantadora habrá de dar diez rodeos para desembocar tanto verbal (“Te amo desde antes de que amanezca”) como temática (“El diablo vive en nosotros, vive en ti”, ¿porque es el destino?) y óptico-autárquicamente (“No hay nada que entender”) en otro choque automovilístico de tránsito, ¡el tercero de la serie!, pero en esta ocasión decisivo, mortífero y sublime, cuya descripción ultraexpresiva en un solo plano comenzará con los fierros retorcidos, y sube, y sube, para culminar en la pareja primigenia-sustitutiva sonriente, en trance de mirarse amorosa aunque irremediablemente ensangrentada, yaciendo bajo los restos de la carrocería como si se tratara de las frazadas de una cama y preguntándose “¿Te gustó?”, cual si acabaran de hacer el amor, ¿o era el amor loco surrealista?, a lo Crash-Extraños placeres de David Cronenberg (1996), hasta que el cuerpo del varón sea elípticamente guardado con zíper dentro de una bolsa mortuoria y la nominalista chava sincrética declare al “¿Cómo te llamas?” de la ambulancia un sencillo “Soy Alicia”, ¿no que se llamaba Alicia en el País de las Maravillas de María?, por fin memorizado y memorable, antes de que su boca sea cerrada por una mascarilla anestésica.

La madurez jamona

En Ella es Ramona, antes Ramona y los escarabajos (Alebrije Cine y Video - Estudios Churubusco - Eficine 189, 80 minutos, 2014), sobrepasado y sobrepesado quinto largometraje del cinedocente argenmex otrora estéticamente más ambicioso pero siempre con tino comercial de 56 años Hugo Rodríguez ahora fungiendo también como fotógrafo y coadaptador sin aparentar mayor esfuerzo (En medio de la nada, 1993; Nicotina, 2003; Una pared para Cecilia, 2011, hasta hoy su mejor cinta, y el fallido film infantil de aventuras piratas seudostevensianas La leyenda del tesoro, 2011), basado en un inicial y decisivo guión original del filmopublicista Beto Cohen, la omnisonriente secretaria oficinesca con sobrepeso graciosamente bien asumido desde la infancia Ramona Godínez Fernández (Andrea Ortega Lee hasta ayer gagwoman de Eugenio Derbez) ha encontrado un feliz equilibrio anímico, pese a su figura voluminosa y a ser de continuo sobrenombrada injuriosamente, por detrás o descaradamente delante de ella, Ramona la Jamona, Ramona la Tragona, Ramona Gordinflona, La Gordis, Gordínez, o simple y llanamente La Gorda Godínez, y en la actualidad atiende con gran eficacia los asuntos del licenciado Del Valle (Daniel Giménez Cacho), su jefe transa de una compañía de cosméticos, por lo que, satisfecha y ufana, ha decidido relatar en off su historia personal, generalizando a partir de su amor a sus cosas (“Si hay algo que amamos las mujeres es nuestro clóset, aunque no tengo un cuerpazo”) y a pesar de tener que incluir dentro de su relatoría ilustrada, los pavorosos pleitos domésticos circulares en los que su señor padre, el doctor mustio con varias familias clandestinas foráneas Agustín (Juan Carlos Colombo), se enfrentaba a su señora madre, la inaguantable ama de casa evasionista seudoalternativa Marcela (María Rojo), además de los hirientes escarnios que ella misma ha padecido desde niña (Victoria Atayde), y aún padece en su colmada vida adulta, por parte de su agraciada desgraciadísima hermana delgada Sophie (Lila Avilés), ahora madre de las dos ladillosas hijitas habidas de su marido infiel Luis (Ricardo Palacios), y por parte de su vecina no menos agraciadísima desgraciada Rosa (Johanna Murillo), habiéndolo aguantado todo gracias a la supuesta magia realizadora de sus más caros deseos que le atribuía a una protectora muñequita alargada tipo Barbie que omnicompensatoriamente le había obsequiado su madre y con la que dormía abrazada todas las noches porque la consideraba mágica, deseos cumplidos con efectos tan contradictorios como el haber deseado que a Rosa le fuera muy mal y haber provocado un sismo destructor de su casa, o como haber deseado que cesaran las agrias riñas parentales y haberlo conseguido mediante el culpígeno deceso paterno por la vía de un absurdo accidente, lo mismo que ocurrirá ahora de otras maneras indefectiblemente análogas y desequilibradas, exacto ahora que ha sido injustamente despedida de su empleo, exacto ahora que ha llegado a interesar sensualmente (con sus encantos corporales, pero también con las sabrosísimas galletas que gusta de preparar para agasajo de medio mundo) al guasón vecino modelo profesional de la ventana de arriba Julio (Julio Bekhoir desgarbado y barbudo hasta la náusea existencial) según ella guapísimo (“Cada pareja es un mundo”), exacto ahora merced a unos codiciadísimos makech yucatecos con fama de escarabajos encantados que por exorbitantes tres mil pesos módicos la pieza le proporciona a nuestra supersticiosa compulsiva (y consultadora de horóscopos antes de salir de casa) una sinuosa adivina tarotista establecida de rimbombante nombre Layla La Diabla (Leticia Huijara fingiendo acento francés) para colgárselos en el pecho, o deslizarlos por debajo de las puertas, y realizar, con la mayor secrecía y vehemencia eficiente, la totalidad de sus nuevos deseos, interesados o chocarreros, como conquistar al señalado vecino y que lo deje en paz su vomitante vomitiva novia anoréxica e impositivamente sádica Eva (Patricia Garza), o como querer librarse de las mofas de Rosa y provocarle un cáncer fulminante muy agresivo, hasta descubrir que la tal Diabla no era más que la encubierta líder de una banda de secuestradores y el poder de los escarabajos una vil patraña, adquiriendo no obstante Ramona, al final de ello, una incrementada confianza en sí misma y en la rentable sabrosura de sus galletas, para encontrar en la fundación de una galletería bautizada como Las delicias de Ramona, una nueva forma de subsistencia y concederles una formidable utilidad vital a todas las ociosas mujeres al borde de un ataque de sexodrama que la rodean.

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