La ñerez sobajada rebasa con mucho el mero estudio o tributo dramatizado a la histeria que pareciera anunciar el título del film, siempre más allá de una simple enfermedad nerviosa y las constantes alteraciones psíquicas y súbitos cambios emocionales que la caracterizan o acompañan, un más acá de cualquier intensa excitación circunstancial y sus anómalas reacciones excesivas o neuróticas, un estado entre la afección mental y la elección compulsiva y libre, un colapso relacional que tiene algo de sagrado.
Y la ñerez sobajada retorna a su punto de partida para permitirle al individuo escuchar en el callejero aislamiento de su auto la buena noticia evangélica (“Por cierto, es niña; ven pronto”) y trascender su asfixiada parálisis de la voluntad para que la parsimonia del auto al arrancar se funda sobre la impunidad ¿perentoria, transitoria, definitiva? y se confunda con la lentitud musical del momento revivido.
En la coproducción con España Vive por mí (Sin Sentido Films - La Voz que Yo Amo - Eficine 189, 105 minutos, 2017), retorcidón séptimo largometraje pero sólo quinto ficcional del productor-director comercial español salamantino de 52 años José María Chema de la Peña (Shacky Carmine, 1999; Isi / Disi. Amor a lo bestia, 2004; Sud Express, 2005; 23-F: la película, 2011; documentales cinefílicos: De Salamanca a ninguna parte, 2002, y Un cine como tú en un país como éste, 2010), con jaladísimo guion suyo y de Juanma Romero Gárriz y Enrique Urbizo, la hermosa joven ricachona a punto de convertirse en quedada Ana (Martha Higareda con bajísimo perfil) haría cualquier cosa por conseguir el riñón de repuesto que necesita para volver a ser ella misma, pero por el momento, impulsada por su decadente madre güereja ajada Mariluz (la garciamarquesca exmarquesa colombiana con acentazo Margarita Rosa de Francisco de Del amor y otros demonios muy atractiva no obstante su delgadez límite), debe conformarse con vestir un atuendo rojo reluciente para concentrar en torno suyo la atención de los galanes potables y embriagarse y desatarse a gusto, opacando a su desagraciada hermana Lucía (Paulette Hernández) en el mismísimo día de sus rumbosas nupcias (“Sí, ¿y desde cuándo la novia debe ser la más guapa de la boda?”) y luego echárselas a perder, cuando la muchacha enferma recibe el esperado telefonema de su hospital para convocarla de urgencia, aguardar por tensos minutos en una estrecha sala de espera, junto con la treintona dueña de una fonda barrial Valentina Fuentes (Tiaré Scanda sufridísima) y el alucinado predicador evangélico septuagenario El Chayo (Rafael Inclán guiñolesco), la asignación del apenas obtenido riñón de un accidentado (“¿Es la primera vez?” / “¿Por qué se tardan tanto?” / “Están decidiendo quién de nosotros entra al quirófano y quiénes se van para su casa”), y concederle el órgano vital tan ansiado, que sin embargo no podrá serle trasplantado a consecuencia del alto nivel de alcohol ingerido (“Será en otra ocasión”), por lo que el beato alternativo será el beneficiado, para doble desconsuelo de la también súbitamente empobrecida Ana, pues su expoliado abuelo de repente ojete (Fernando Becerril) ha decidido (“Estoy harto de financiar tus estupideces”) dejar de mantenerlos al holgazán hijo-padre cincuentón (Odiseo Bichir parodiando a su Humber Humbert de Flor de fango), a la adúltera nuera vuelta lumpenefebófila y a ella misma, obligando a la joven a mudarse aparte, refugiarse en sus ideas fijas y entablar una desequilibrada amistad ahora ya posibilitada y paritaria con la triste fondera Valentina, con quien ha vuelto a toparse otro día en el hospital, como ella atada a diálisis periódicas, y a la que, frustrada por un embarazo siempre en cauto aplazamiento a manos de su amoroso marido rústico Miguel (Juan Manuel Bernal), no le será difícil arrastrar en su delirante obsesión de pasarse noche tras noche persiguiendo accidentes de tránsito, que localiza a través de la red radial de las patrullas policiales, para rescatar algún muerto o moribundo y llevárselo a su hospital, soñando despierta con lograr el quimérico trasplante por ambas tan deseado, cosa que se hará realidad tan trágica cuanto paradójica un mes después del primer encuentro fortuito, cuando se vuelque tan espectacular cuan fatalmente en una carretera la camioneta del abominable raterillo reticente vuelto aprovechable mudancero aspirante a semental El Gavilán (Tenoch Huerta quién más), el cual era nada menos que un lumpenesco amante de la promiscua madre de la chava, además de seguir siendo el hijo descarriado del repuesto religioso El Chayo ahora en otro género de problemas, y así el riñón disponible de todas tan anhelado le será ofrecido esta vez a la candidata Valentina, para su sorpresa, pero ella se lo cederá a la apasionada veinteañera impaciente en el corazón Ana, para que, tal como ordenaba el título del film, viva por ella puesto que impelidas por la más noble e intempestiva ñerez trasplantadita.
La ñerez trasplantadita se mueve así, tan forzada cuan emocionalmente ineficaz, saltando y pretendiendo hacer arabescos y cabriolas sobre la cuerda floja de la arbitrariedad narrativa, en una especie de extraña y aceda gelatina dramática sin cuajar e indigesta, a base de ingredientes tan peregrinos y azarosos como las historias entrecruzadas de los tres primitivos demandantes de riñón vueltas certamen de buenas razones o Séptima Carrera hípica de gran fondo sentimentalista ya en La recta final del primer obviote Carlos Enrique Taboada (1964) para ganarse el órgano de todos añorado cual meritorio premio moral, o sea, unas Vidas Cruzadas situadas en algún nebuloso punto del mapa entre la excelencia del haz de relatos complementarios / suplementarios / significativamente panorámicos ya que formidablemente entreverados de Robert Altman (Vidas cruzadas, 1993) y la ñoñez tremebundista de Amores perros (Alejandro González Iñárritu, 2000) o la inefable comedia-refrito altruista 3 idiotas (Carlos Bolado, 2017), para seguir complaciendo el caprichoso gusto por los relatos fusión de la estrella-productora aquí minimizada Martha Higareda, en lo genérico quedándose como un deliberado y triple conato de thriller inepto (“El thriller es un género que me apasiona y uní eso a una historia pasional que le sucedió a un amigo que necesitaba un trasplante, todo lo que viví y sentí en ese proceso lo desvié en este guion”: Chema de la Peña en declaraciones al diario Reforma, 20 de julio de 2017), aun contando con el apoyo siempre falible de farragosas tramas intrincadas (la seducción del mudancero por la deleznada cincuentona calenturienta, la rivalidad a golpes entre el marido cínico y el amante inavasallable) y subtramas de mil incidentes retorcidos (ese ajuste de cuentas entre los hijos del predicador en plena misa) de manera tan inverosímil como esa supuesta competencia de mi hospital con el plantado enfrente para destinar los órganos de los agonizantes a la lotería-asignación de sus pacientes afortunados, más una fotografía pastosa de Alberto Anaya que abusa de los frontgrounds ad nauseam desenfocados tanto como del ya lugarcomunesco bombardeo de impresionistas luces nocturnas a lo Taxi Driver (Martin Scorsese, 1985) sólo rotas por el irrevocable salpullido pesadillesco de ubicuas pantallas múltiples desplegadas en forma de diorama de la desgracia urbana y claves radiadas (“Reportando a ambulancias, hay un 19 en la esquina de A y Z que puede ser un 51”), más una edición de Alejandro Lázaro que de continuo se excede en las acciones alternadas para intentar la infatigable creación reiterativa de falsos contrastes fatigosos e improvisados suspensos instantáneamente fatigados (contraste entre las caldosas cogidas de la madre ruca con la soledad de la linda azotada Ana, suspenso a base de coincidentes telefonemas perturbadores o de golpizas espontáneas), más una cochambrosa dirección de arte de Noé Andrade que torna folclórico para europeos todo lo que toca, empuña y empaña.
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