Hoy, en Estados Unidos y más aún en la sobrepoblada Europa donde queda poca naturaleza prístina, el credo de la «ecoeficiencia» domina los debates ambientales tanto sociales como políticos. Los conceptos claves son las «Curvas Ambientales de Kuznets» (el incremento de ingresos lleva en primer lugar a un incremento en la contaminación, pero al final conduce a su reducción), el «Desarrollo Sostenible» interpretado como crecimiento económico sostenible, la búsqueda de soluciones «ganancia económica y ganancia ecológica» (win-win), y la «modernización ecológica» (un término inventado por Martin Jaenicke, 1993, y por Arthur Mol, quien estudió la industria química holandesa (Mol, 1995, Mol y Sonnenfeld, 2000, Mol y Spargaren, 2000). La modernización ecológica camina sobre dos piernas: una económica, ecoimpuestos y mercados de permisos de emisiones; la otra tecnológica, apoyo a los cambios que llevan a ahorrar energía y materiales. Científicamente, esta corriente descansa en la economía ambiental (cuyo mensaje es resumido en «lograr precios correctos» a través de «internalizar las externalidades») y en la nueva disciplina de la Ecología Industrial que estudia el «metabolismo industrial», que se desarrolló tanto en Europa (Ayres y Ayres, 1996, 2001) como en Estados Unidos (precisamente la Escuela Forestal y de Estudios Ambientales de la Universidad de Yale, fundada bajo el auspicio de Gifford Pinchot, edita el excelente Journal of Industrial Ecology).
Así, la ecología se convierte en una ciencia gerencial para limpiar o remediar la degradación causada por la industrialización (Visvanathan, 1997: 37). Los ingenieros químicos están particularmente activos en esta corriente. Los biotecnólogos intentaron entrar en ella con sus promesas de semillas diseñadas que prescindirían de los plaguicidas y a lo mejor sintetizarían nitrógeno de la atmósfera, aunque ya encontraron una resistencia pública a los organismos genéticamente modificados (OGM). Indicadores e índices como el uso de materiales por unidad de servicio (MIPS en inglés) y la demanda directa y total de materiales (DMR/TMR) (ver el capítulo III) miden el progreso hacia la «desmaterialización» en relación con el Producto Interno Bruto (PIB) o incluso en términos absolutos. Las mejoras en ecoeficiencia a nivel de una empresa son evaluadas a través del análisis del ciclo de vida de productos y procesos, y de la auditoría ambiental. Efectivamente, la «ecoeficiencia» ha sido descrita como «el vínculo empresarial con el desarrollo sostenible». Más allá de sus múltiples usos para el «lavado verde», la ecoeficiencia lleva a un muy valioso programa de investigación de relevancia mundial sobre el gasto de materiales y energía en la economía y sobre las posibilidades de desvincular el crecimiento económico de su base material. Tal investigación sobre el metabolismo social tiene una larga historia (Fischer-Kowalski, 1998, Haberl, 2001). Hay un lado optimista y un lado pesimista (Cleveland y Ruth, 1998) en el «gran debate sobre la desmaterialización» que ahora se está iniciando.
La clasificación de las corrientes de un movimiento, como proponemos en este capítulo, tiende a molestar a la gente que intenta nadar en sus torbellinos. No obstante, una reciente historia del ambientalismo estadounidense (Shabecoff, 2000) empieza así: «Hace un siglo, en medio de una tormenta en las alturas de Sierra Nevada, un hombre flaco y barbudo ascendió a la cima de una conífera que oscilaba fuertemente para, según explicó, disfrutar del placer de cabalgar el viento. Unos pocos años más tarde, el primer jefe del servicio forestal del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, un patricio ingeniero forestal formado en Europa, andaba a caballo por el parque Rock Creek, de Washington D. C., cuando repentinamente se le ocurrió una idea. Se percató de que la salud y la vitalidad de la nación dependían de la salud y vitalidad de los recursos naturales» (Shabecoff, 2000:1) Es fácil adivinar que los dos personajes descritos son John Muir y Gifford Pinchot, y es usual que se explique así la diferencia entre ellos: en el primer caso, una reverencia trascendental hacia la naturaleza, en el segundo caso, la gestión científica de los recursos naturales para lograr su uso permanente. Resulta más polémica la inclusión por Shabecoff de un tercer personaje en el nacimiento del ambientalismo en Estados Unidos, un partidario de Pinchot, a saber, el presidente Teodoro Roosevelt, un hombre que distó mucho de ser un ecopacifista. A esta lista de tres, se suele añadir otros grandes precursores (G. P. Marsh) y grandes sucesores (Aldo Leopold, Rachel Carson, Barry Commoner). Aunque hay que reclamar que se incluya a Lewis Mumford, y hay que destacar otras tradiciones del ambientalismo, incluyendo la imponente figura en las Américas de Alexander von Humboldt hace dos siglos, la genealogía del ambientalismo estadounidense está muy bien establecida y difícilmente se va a modificar. Han sido dos, pues, las corrientes principales: el «culto a lo silvestre» (John Muir) y el «credo de la ecoeficiencia» (Gifford Pinchot).
La historia de la preocupación por el medio ambiente es más complicada de lo que he relatado hasta aquí. Alrededor de 1900, Estados Unidos, como el resto de la sociedad occidental, asumió un compromiso con la idea del progreso, dominaba el utilitarismo. La civilización estadounidense emergía de su mentalidad fronteriza, en la cual parecía normal disparar contra cualquier cosa viviente. Por ejemplo, el ornitólogo Frank Chapman instituyó el conteo navideño de aves en 1905 para despertar a la opinión pública contra las competencias de tiro en el Año Nuevo que todavía eran comunes, de la misma manera que las matanzas anuales de serpientes cascabel siguen siendo un deporte local en el sudoeste. Hubo también quejas de pescadores deportivos contra la contaminación de los arroyos y contra las represas, y también se criticó la deforestación y el exterminio del bisonte. Nació el movimiento Audubon (1896), que resultó más influyente que el Sierra Club en esa época.4 Por lo tanto la simplificación del combate «John Muir vs. Gifford Pinchot» no hace justicia a la riqueza del ambientalismo de Estados Unidos, deja de lado una parte de la historia. Por ejemplo, tanto en Europa como en Estados Unidos existieron críticos ecológicos de la economía desde mediados del siglo XIX en adelante, a los cuales dediqué un libro entero hace quince años. ¿Por qué no citar de nuevo, entre los autores estadounidenses, al economista Henry Carey que se lamentaba de la pérdida de fertilidad agrícola? ¿Por qué no citar la «Carta a los Profesores de Historia de Estados Unidos» de Henry Adams con su discusión (de segunda mano) sobre entropía y economía? ¿Por qué no citar el «imperativo energético» del mentor de Henry Adams, Wilhelm Ostwald?: «No desperdicies ninguna energía, aprovéchala» (Martínez Alier y Schlupmann, 1991).
En el contexto colonial europeo, Richard Grove explicó los intentos de los franceses e ingleses para preservar los bosques que se remontan a finales del siglo XVIII en algunas pequeñas islas azucareras como Mauricio donde parece que la receta fue de nueve porciones de caña de azúcar por cada porción de bosque preservado —una proporción mejor que los españoles en el occidente de la Cuba colonial o los estadounidenses en la Cuba oriental poscolonial a principios del siglo XX. Tal como Richard Grove cuenta la historia, la creencia en la teoría francesa de «desecación» que señalaba la deforestación como la causa del descenso de lluvia condujo a que ya en 1791 se aprobara en la isla caribeña de San Vicente, una legislación para preservar algunos bosques «para atraer la lluvia».5 Esta política ambiental, también practicada en otras islas como Santa Elena bajo la doctrina de Pierre Poivre y otros observadores y administradores coloniales, se implementó 120 años antes de que Gifford Pinchot ingresara en Yale. En el Brasil, José Augusto Padua (2000) explica la conciencia explícita que existió desde los inicios del siglo XIX en autores y políticos (relativamente fracasados) como José Bonifacio sobre los vínculos entre la esclavitud, la minería y la agricultura de plantaciones que arruinó la selva de la costa atlántica. Sin embargo, a pesar de todos estos precedentes, pese a los muchos autores de fuera de Europa y Estados Unidos, a pesar también de las complejidades de la preocupación ambiental dentro de Estados Unidos, para los propósitos de este libro reitero la opinión de que las dos corrientes ecologistas que dominan no sólo en Estados Unidos sino en el escenario mundial son «el culto a lo silvestre» y «el credo de la ecoeficiencia» (este último con mucho aporte europeo en las dos últimas décadas). Los verdes alemanes, que eran internacionalistas, se unieron al movimiento europeo de la ecoeficiencia. En 1998, el director ejecutivo de la Agencia Ambiental Europea, mi amigo Domingo Jiménez Beltrán, dio un discurso en el Instituto Wuppertal titulado «Ecoeficiencia, la respuesta europea al desafío de la sustentabilidad». Le contesté diciéndole que yo escribiría un libro sobre «Ecojusticia, la respuesta del Tercer Mundo al desafío de la sustentabilidad». Éste es el libro.
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