He sido, durante los últimos veinte años, una partera principal en los demorados nacimientos de la Economía Ecológica y de la Ecología Política. Tengo un profundo interés en su rápida consolidación, equipadas de revistas, cátedras, programas de doctorado, institutos, fondos de investigación y hasta libros de texto. Más allá de las disputas territoriales universitarias, que tienen su importancia, y mirando hacia un futuro optimista y distante, me interesa también el activismo reflexivo y la investigación participativa en los conflictos ecológicos, sea que calcen o no en una disciplina científica consolidada. Estamos viendo de cerca el crecimiento de un movimiento global por la justicia ambiental que podría llevar a la economía al ajuste ecológico y a la justicia social. Me alegra ser parte de este movimiento. Este libro lo dedico con respeto, con cariño y con agradecimiento a Acción Ecológica de Ecuador.
Este fue uno de los primeros libros publicados sobre el movimiento global de justicia ambiental, que sigue en auge. Los capítulos XII y XIII han sido añadidos en sucesivas ediciones. Agradezco la corrección del texto a Mar Soler y Ediciones Espiritrompa de Lima.
JMA, 2011
I. CORRIENTES DEL ECOLOGISMO 1
Este libro trata del crecimiento del movimiento ecologista o ambientalista, una explosión de activismo que hace recordar el inicio del movimiento socialista y la Primera Internacional, hace casi un siglo y medio. Esta vez, en la sociedad de redes (como la llama Manuel Castells), afortunadamente no hay un comité ejecutivo.
El ecologismo o ambientalismo crece como reacción al crecimiento económico. No todos los ambientalistas se oponen al crecimiento económico. Algunos hasta pueden apoyarlo por las promesas tecnológicas que acarrea. De hecho, no todos los ecologistas piensan y actúan igual. Distingo entre tres corrientes principales que pertenecen todas al movimiento ambientalista y tienen mucho en común: el «culto a lo silvestre», el «evangelio de la ecoeficiencia», y «el ecologismo de los pobres», que son como canales de un solo río, ramas de un gran árbol o variedades de una misma especie agrícola (Guha y Martínez Alier, 1999, 2000). Los antiecologistas se oponen a esas tres ramas del ecologismo, las desprecian o desconocen e invisibilizan. Aquí daré una explicación de esas tres corrientes del ambientalismo, subrayando las diferencias entre ellas. Una característica distintiva de cada una, enfatizada aquí, es su relación con las diferentes ciencias ambientales, tales como la Biología de la Conservación, la Ecología Industrial y otras. Sus relaciones con el feminismo, el poder del estado o la religión, los intereses empresariales, o con otros movimientos sociales, no son menos importantes como rasgos que las definen.
El culto de la vida silvestre
En términos cronológicos, de autoconciencia y de organización, la primera corriente es la de la defensa de la naturaleza inmaculada, el amor a los bosques primarios y a los ríos prístinos, el «culto a lo silvestre» que fue representado hace ya más de cien años por John Muir y el Sierra Club de Estados Unidos. Hace unos cincuenta años, La Ética de la Tierra de Aldo Leopold llamó la atención no sólo hacia la belleza del medio ambiente sino también a la ciencia de la ecología. Leopold se formó como ingeniero forestal. Más tarde, utilizó la biogeografía y la ecología de sistemas, así como sus dones literarios y su aguda observación de la vida silvestre, para mostrar que los bosques tenían varias funciones: el uso económico y la preservación de la naturaleza (es decir, tanto la producción de madera como la vida silvestre) (Leopold, 1970) .
El «culto a lo silvestre» no ataca el crecimiento económico como tal, admite la derrota en la mayor parte del mundo industrializado pero pone en juego una «acción de retaguardia», en palabras de Leopold, para preservar y mantener lo que queda de los espacios naturales prístinos fuera del mercado.2 Surge del amor a los bellos paisajes y de valores profundos, no de intereses materiales. La biología de la conservación, en desarrollo desde 1960, proporciona la base científica para esta primera corriente ambientalista. Entre sus logros están el Convenio sobre Biodiversidad en Río de Janeiro en 1992 (desgraciadamente todavía sin la ratificación de EE UU) y la notable Ley de Especies en Peligro de Extinción en Estados Unidos, cuya retórica apela a los valores utilitaristas pero que claramente prioriza la preservación por encima del uso mercantil. Aquí no necesitamos responder, ni siquiera preguntar, sobre cómo se da el paso de la biología descriptiva a la conservación normativa o en otras palabras, si no sería coherente que los biólogos dejen que la evolución siga su curso hacia una sexta gran extinción de la biodiversidad (Daly, 1999). De hecho, los biólogos de la conservación cuentan con conceptos y teorías (hot spots, especies cruciales) que muestran que la pérdida de la biodiversidad avanza a saltos. Los indicadores de la presión humana sobre el medio ambiente como la HANPP (apropiación humana de la producción primaria neta de biomasa —ver capítulo III) muestran que cada vez menos biomasa está disponible para especies que no sean los humanos o las asociadas con los humanos. Sin embargo, en bastantes países europeos (Haberl, 1997) las áreas de bosque están en aumento, pero esto se debe a la sustitución de biomasa por combustibles fósiles a partir de 1950 y también a la creciente importación de alimentos para el ganado. En cualquier caso, Europa occidental y central es pequeña y pobre en biodiversidad. Lo que importa es si el continuo incremento de la HANPP en Brasil, México, Colombia, Perú, Madagascar, Papúa Nueva Guinea, Indonesia, Filipinas e India, por nombrar algunos de los países con megadiversidad, conducirá a la creciente desaparición de la vida silvestre.
Si no existieran razones científicas, hay sin duda motivos estéticos y hasta utilitarios (especies comestibles y medicinas del futuro), para preservar la naturaleza. Otro motivo podría ser el supuesto instinto de la «biofilia» humana (Kellert y Wilson, 1993, Kellert, 1997). Además, algunos argumentan que otras especies tienen el derecho de vivir: que no tenemos ningún derecho a liquidarlas. A veces este corriente ambientalista apela a la religión como suele suceder en la vida política de Estados Unidos. Puede apelar al panteísmo o a religiones orientales menos antropocéntricas que el cristianismo o el judaísmo, o escoger eventos bíblicos apropiados como el Arca de Noé, que fue un caso notable de conservación ex situ. También existe en la tradición cristiana el caso excepcional de San Francisco de Asís, quien se preocupó por los pobres y algunos animales (Boff, 1998). Más razonable es en América del Norte o del Sur apelar a una realidad más próxima: el valor sagrado de la naturaleza en las creencias indígenas que sobrevivieron a la conquista europea. Por último, siempre hay la posibilidad de inventar nuevas religiones.
La sacralidad de la naturaleza (o de partes de la naturaleza) se toma muy en serio en este libro por dos razones, primero, porque lo sagrado existe realmente en algunas culturas y segundo, porque ayuda a aclarar un tema central de la Economía Ecológica, a saber, la inconmensurabilidad de los valores. No sólo lo sagrado, también otros valores son inconmensurables con lo económico, pero cuando lo sagrado interviene en la sociedad del mercado el conflicto es inevitable, como cuando, en el sentido opuesto, los mercaderes invadían el templo o se vendía indulgencias en la iglesia. Durante los últimos treinta años, el «culto a lo sagrado» ha sido representado en el activismo occidental por el movimiento de la «ecología profunda» (Devall y Sessions, 1985) que propugna una actitud «biocéntrica» ante la naturaleza, a diferencia de una actitud antropocéntrica «superficial».3 A los ecologistas profundos no les gusta la agricultura, sea tradicional o moderna, porque la agricultura ha crecido en desmedro de la vida silvestre. La principal propuesta política de esta corriente del ambientalismo consiste en mantener reservas naturales, llámense parques nacionales o naturales o algo parecido, libres de la interferencia humana. Existen gradaciones en cuanto a la cantidad de presencia humana que los territorios protegidos toleran, desde la exclusión total hasta el manejo conjunto con poblaciones locales. Los fundamentalistas de lo silvestre piensan que la gestión conjunta no es más que una manera de convertir la impotencia en virtud, su ideal es la exclusión. Una reserva natural puede admitir visitantes pero no habitantes humanos.
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