Por lo que respecta a la influencia de las lenguas sobre la personalidad de cada individuo, varias investigaciones han arrojado resultados que sugieren que nuestras actuaciones y nuestros juicios morales se ven influidos por la lengua en la que nos vemos obligados a actuar en cada momento. Cuando nos hemos de enfrentar a decisiones de corte moral, las personas razonamos de manera distinta en función de la lengua en la que nos veamos obligadas a tomar dicha decisión. Curiosamente (o no tanto), las personas muestran un talante más abierto y tolerante respecto a cuestiones morales cuando conocen de ellas a través de una lengua extranjera . (8)
Solo cabe, por tanto, asumir que la cercanía con la que percibimos algunos conceptos o personas se halla enormemente condicionada por el canal a través del cual estos nos llegan. A la luz de la sensación de aislamiento y falta de empatía que padecen muchos de quienes se ven obligados a trabajar o relacionarse en una segunda lengua, es difícil no preguntarse si, para ellos, volver a vivir en su lengua materna no se asemejaría a la experiencia de regresar al hogar después de un largo viaje.
Dado que la lengua hablada (y también pensada) informa nuestra propia personalidad y establece de forma algo despótica las distancias que nos separan de otras personas y realidades, ¿cómo no iba a contribuir en la forja de las identidades colectivas? Si percibimos de forma intuitiva que hablar una determinada lengua nos da una visión del mundo particular e informa nuestra personalidad de una determinada manera, ¿cómo no caer en la tentación de pensar que seremos necesariamente más afines a una persona que se mueva en esas mismas coordenadas? Uno podría llegar a preguntarse, en fin, qué sentido tiene hacer el esfuerzo de establecer vínculos con otras comunidades de hablantes si la ciencia parece sugerir que estos nunca podrán competir con la conexión intuitiva que nos une al paisanaje.
Solo respondiendo a estas y otras preguntas se puede llegar a comprender el énfasis que muchos ponen en la cuestión de las comunidades lingüísticas, y el punto hasta el cuál ésta influye en debates como el que existe hoy en día en torno a la inmigración. Si en Cataluña, por poner un ejemplo, ha sido absolutamente imposible abordar el debate en torno al papel de las lenguas en la instrucción pública de una forma racional y desapasionada es precisamente porque el fantasma de la diglosia y la sustitución lingüística está siempre presente. Es evidente que los procesos de construcción nacional europeos del siglo XIX y el auge de los nacionalismos irredentos ha contribuido a enconar la disputa hasta límites ciertamente insoportables, pero no es menos obvio que este no es el origen último del problema. Nadie, en definitiva, quiere despertar una mañana y descubrir que en su barrio todo el mundo habla en extranjero . Tal y como señala Cervantes:
El grande Homero no escribió en latín porque era griego, ni Virgilio no escribió en griego, porque era latino. En resolución, todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos. Y siendo esto así, razón sería se entendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aún el vizcaíno, que escribe en la suya.(9)
En este punto nos vemos obligados a discrepar del Sr. Quijano. Presentar la problemática lingüística partiendo úni-camente del apego que todo hombre siente hacia su lengua materna y analizar las relaciones entre comunidades lingüísticas como si de tribus uniformes se tratase es un reduccionismo. Ya lo era en tiempos pretéritos. Es más: si don Quijote incide en el hecho de que los grandes escritores escribían en sus lenguas, lo que hace es sugerir implícitamente que existían otras lenguas con las que convivían, y que habían permeado en la comunidad. Y, dado que esas lenguas no las habían mamado en la leche , por fuerza habrían de resultar atractivas por otra razón.
La cohabitación lingüística es un fenómeno viejísimo, que ha generado enormes conflictos, pero también ha facilitado que los grandes avances científicos y culturales se desparramasen con gran facilidad de unas comunidades a otras desde la Antigüedad.
Frente a la concepción de las lenguas como bienes privativos de cada comunidad o tribu, lo cierto es que la historia se ha conducido por otros derroteros en multitud de ocasiones. Algunas lenguas se han extendido a otras comunidades de hablantes, toda vez que han surgido nuevas poblaciones o comunidades compuestas por hablantes de diferentes idiomas. La casuística es infinita.
En ese sentido, el surgimiento de entidades políticas que aglutinaban distintos pueblos y reinos bajo su manto protector (la definición más tosca y simple de un imperio) ha provocado a lo largo de la historia que muchas lenguas hayan dejado de ser únicamente la herramienta de comunicación de una sola comunidad. Las construcciones políticas complejas permitieron así que algunos idiomas hiciesen de puente entre comunidades muy diversas, y que facilitasen los intercambios culturales y la difusión de los avances científicos. Son muy numerosos, de hecho, los autores (10) que han relacionado los imperios (con la inevitable mezcla de culturas y pueblos que conllevan) con los grandes saltos que ha dado la humanidad, y Nebrija llegó incluso a vincular el éxito de la empresa imperial española con el hecho de tener una lengua que pudiese servir de herramienta para facilitarlo.(11) Si bien la historia de los imperios suele llevar consigo la exterminación de culturas enteras y la búsqueda de una cierta uniformidad cultural, no es menos cierto que estas experiencias han servido al mismo tiempo de puentes entre realidades que hasta ese momento habían discurrido paralelas, favoreciendo la difusión de los avances técnicos y de las ideas.
Las lenguas de los imperios salieron de su propio ámbito y pasaron a ser un canal disponible para quienes ya tenían su propia lengua, pero necesitaban comunicarse fuera de la tribu. De esta forma, frente a la lengua como elemento identitario y de cohesión se sitúan las lenguas que siguieron caminos distintos y ejercieron de puente entre distintas realidades culturales (aunque esto pueda parecer un eufemismo para evitar mencionar las atrocidades que con frecuencia las acompañaron).
El término koiné , al que se hará referencia en múltiples ocasiones a lo largo de esta obra, remite originalmente a la variedad del griego que se hablaba en los restos del efímero imperio de Alejandro el Magno. Del Peloponeso a Asia Menor, pasando por lugares tan dispares como Egipto, Siria, las costas del Mar Negro o incluso algunos núcleos poblacionales en lo que hoy es Pakistán, la lengua de los conquistadores favoreció que los intercambios culturales y comerciales perviviesen a lo largo de las tierras que había unido la espada de Alejandro. Más allá de Grecia, la koiné no era la lengua de ningún otro colectivo o tribu (si acaso la lingua franca de las élites que rodeaban a los generales de Alejandro en cada uno de los reinos que este les legó), sino un vehículo de comunicación entre distintos pueblos y reinos, sin llegar a amenazar las lenguas originarias de cada uno de ellos. La koiné convivió con múltiples lenguas de gran tradición, como el arameo o el copto. Y de ahí, al Nuevo Testamento (toda una garantía de pujanza editorial en los siglos venideros).
Pero, si a lo largo de este ensayo recurrimos a la palabra koiné, es porque el término con el que se conocía a la lengua de intercambio utilizada en el mundo helenístico sirvió igualmente para dar nombre a toda una categoría de idiomas. Así, el término koiné hace referencia hoy a aquellas lenguas que surgen como consecuencia de la convergencia de otras dos lenguas. Las koinés son, por tanto, resultado de la interacción entre grupos distintos, fruto de la coexistencia y de la integración entre diferentes. Si una lengua franca lo es por el rol que juega dentro de un colectivo humano, la koiné es tal por ser fruto de un proceso de agregación lingüística. La categorización de un idioma como lingua franca no requiere de consideraciones lingüísticas sino sociológicas, mientras que toda koiné lleva en sí misma las huellas del mestizaje lingüístico que la ha visto nacer. Koiné y lingua franca , linguae francae o koinés, ambas nos acompañarán a lo largo de este escrito.
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