¿Es viable construir una comunidad política limitándose a yuxtaponer veintisiete identidades diferentes? ¿Es posible que se genere una esfera pública de la que participe toda la ciudadanía europea sin que una lengua se asiente como la herramienta común de comunicación? ¿Es factible, en fin, que la Unión alumbre una identidad común sin que ello suponga un perjuicio al riquísimo acervo cultural que atesora nuestro pequeño continente?
La consolidación lingüística es uno de los principales nudos gordianos a los que habrá de enfrentarse la sociedad europea en el futuro, y la historia es parca a la hora de mostrar precedentes en los que dichos procesos de consolidación lingüística se hayan completado sin tensiones ni conflicto.
Responder a todas estas preguntas será, por consiguiente, uno de los desafíos a los que deban enfrentarse quienes, como Lucía, aspiren a completar el salto que puede llevar a la Unión de ser una mera organización internacional a convertirse en un verdadero demos . Las siguientes páginas pretenden cartografiar el pasado y esbozar una suerte de carta náutica que permita anticipar algunos de los conflictos y las tensiones que puedan aparecer ligados a la cuestión lingüística. Suya será, después, la responsabilidad de navegar tan procelosas aguas.
PARTE I
CAPÍTULO 1 Europa. Lengua. Identidad
Antes de adentrarnos en la historia de Europa para analizar cuál ha sido la evolución de sus grandes lenguas, es necesario detenerse y esclarecer ciertas cuestiones: ¿cómo pudo un continente tan pequeño devenir en un contender de incontables culturas y lenguas?, ¿por qué estas últimas tienen una influencia desmedida en la formación de la identidad de las personas y los colectivos? Y, por abundar: ¿qué diferencia a una koiné de una lengua franca? En la respuesta a todas esas preguntas se encuentran algunas de las claves para comprender cómo se ha alcanzado el equilibrio lingüístico que rige en la Europa actual, y cómo este podría verse alterado en un futuro no tan lejano.
Si se asume que, tal y como reza el dicho, las fronteras son las cicatrices que nos ha legado la historia, las disputas lingüísticas o religiosas son con frecuencia las heridas que las motivaron. Y, de entre todas las tierras del mundo, las de Europa han sido especialmente propensas a sufrir desgarros de este tipo.
No es fácil explicar con criterios geográficos cómo el continente europeo devino en una ecuación con centenares de lenguas que ni siquiera la modernidad logró despejar. Sin embargo, hay tres condicionantes que se han planteado a lo largo de los años y que deberían constar en cualquier análisis, al menos como hipótesis pendientes de ser testadas. En primer lugar, el núcleo del continente europeo forma un continuo por el que resultaba sencillo que circulasen la información y las gentes. Una gran planicie se extiende desde Bruselas a la frontera rusa, mientras que las grandes cordilleras europeas son únicamente las costuras que cosen las tres grandes penínsulas del sur a la masa continental. Por otra parte, y a pesar de que Europa siempre fue un continente con unos límites definidos, lo cierto es que se halla enormemente expuesto a la influencia de sus vecinos, desde el estrecho de Gibraltar y las islas del Egeo hasta las llanuras de la Rusia europea. Y, por último, las tierras del continente europeo tienen una distribución anómala, pues otra parte relevante de su territorio se compone de penínsulas como la itálica e islas como Gran Bretaña. Los golfos, los canales y las cordilleras constituyen grandes barreras que separan la llanura central de la periferia, lo que facilitó que en un continente tan pequeño surgiesen ecosistemas lingüísticos muy diferenciados.
Si la planicie central y sus grandes ríos fueron decisivos a la hora de facilitar los intercambios culturales y el desarrollo económico (al igual que sucede en otras áreas geográficas), la influencia proveniente de los continentes vecinos fue clave a la hora de incorporar elementos que hoy son percibidos como centrales en la cultura europea. El cristianismo, para algunos el verdadero germen de la civilización occidental, no deja de ser una fe importada del Medio Oriente, sin ir más lejos.
Por lo que respecta a la tercera particularidad, la comparti-mentalización del continente en unidades geográficas más pequeñas contribuyó a que la progresiva homogeneización lingüística que trajo la Edad Moderna se produjese de forma distinta en cada uno de los distintos compartimentos geográficos: mientras el inglés se expandía por las islas británicas, el castellano hacía lo propio a costa del acervo lingüístico ibérico. La fragmentación política contribuyó a preservar la diversidad lingüística, cierto, pero las barreras geográficas lo hicieron en igual o mayor medida. En Italia, cuyo norte estuvo expuesto durante siglos a la influencia y dominación germana, los dialectos italianos se mantuvieron indemnes, mientras que el castellano (y antes el catalán) no lograron asentarse en el reino de Nápoles a pesar de los siglos de dominio hispánico. Los Alpes y el mar Tirreno demostraron ser una barrera más formidable que las fronteras entre las pequeñas repúblicas italianas.
Aunque no esté del todo claro que estas particularidades fuesen la única causa de la fragmentación lingüística que aún hoy impera en el Viejo Continente, lo indiscutible es que Europa se convirtió pronto en un continente donde pervivían numerosas comunidades lingüísticas muy cerca las unas de las otras. Pero sería falso afirmar que este hecho, a pesar de haber creado un fermento de desconfianza ya presente durante el periodo medieval, se encuentra detrás de los conflictos a gran escala que asolaron el continente durante la Edad Moderna. Mientras la noción de cristiandad se impuso sobre la noción cultural de Europa, la religión fue el principal elemento catalizador de los conflictos religiosos y sociales. De la Noche de San Bartolomé a la de los Cristales Rotos, la pulsión sectaria ha sido uno de los principales motores de la violencia sobre la población durante los últimos cinco siglos. Solo cuando el declinar de la religión como elemento aglutinador permitió que los Estados se lanzasen a ocupar los vacíos que esta había ido dejando pasaron las lenguas a ocupar progresivamente el carácter divisivo que la religión había jugado durante la alta Edad Moderna. Ya en el siglo XIX, parecía que las diferentes ramas del cristianismo habían perdido su prestigio como elemento identitario, mientras que las lenguas lo conservaban intacto.
Era previsible, con todo, que en un continente con las condiciones arriba descritas la cuestión lingüística terminase por ser el principal catalizador de los conflictos internos. Aunque en Europa pueda parecer algo inconcebible, los nacionalismos no siempre necesitan beber de las lenguas. Ahí están las experiencias de Latinoamérica y los países árabes para demostrarlo.
Sea como fuere, lo cierto es que la importancia del idioma en ámbitos tan sensibles como la identidad del individuo y de la comunidad es algo que no puede atribuirse únicamente a la inflamación política. Resultaría difícil minusvalorar el rol que juegan las lenguas a la hora de definir lo que somos y nuestra posición con respecto al resto de seres y elementos que nos rodean. De hecho, han sido numerosas las investigaciones y estudios que, durante las últimas décadas, han tratado de arrojar luz sobre el peso de la lengua propia en la identidad individual y en las relaciones de todo individuo con su entorno.
Por ejemplo, un estudio reciente de la revista Nature (5) demostró que compartir lengua favorecía la colaboración entre individuos, incluso aunque estos no se comunicasen en dicha lengua. Para realizar el estudio, se dividió en parejas a ciento dieciocho hablantes bilingües de inglés. Algunas parejas estaban formadas por dos personas que compartían ambas lenguas (su lengua materna y el inglés), mientras que otras estaban compuestas por individuos que únicamente compartían el inglés como segunda lengua. Las conclusiones del estudio eran claras: aquellas personas que compartían lengua materna, aun comunicándose en inglés, tuvieron un mejor desempeño al realizar las tareas que les fueron encomendadas. Existe también evidencia empírica de que aquellas personas que trabajan en inglés (sin que esta sea su lengua materna) son más propensas a experimentar sentimientos de aislamiento y de distancia con respecto a sus interlocutores.(6) Otros estudios parecen haber descubierto, de forma nada sorprendente, que las implicaciones emocionales de las palabras se manifiestan con menor intensidad cuando estas se pronuncian en una lengua extranjera, aunque el oyente la domine.(7)
Читать дальше