Manuel Mauer - Foucault

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Asediados por virus, cataclismos y algoritmos, pareciera que asistimos hoy a la implosión del humanismo como intento por hacer del Hombre el punto neurálgico de toda experiencia. Michel Foucault (1926-1984) fue uno de los primeros en advertir, a comienzos de los años 60, en una escena intelectual dominada aún por el existencialismo de Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty, acerca de las aporías y los peligros de ese ideal. Convencido de que la tarea del filósofo era diagnosticar su actualidad, se animó incluso a vaticinar la pronta «muerte del hombre»: hurgando en archivos grises (la suya fue una filosofía en la historia), estableció de hecho que el hombre era más el efecto pasajero, históricamente circunscripto, de determinadas prácticas discursivas y dispositivos de poder, que el fundamento que tanto las filosofías modernas como las ciencias humanas se empeñaron en hacernos ver. ¿Y ahora quién podrá defendernos? Las revueltas –como el pensamiento– son siempre vertiginosas.

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Pero si el enfoque foucaulteano no supone un escepticismo radical ni es ajeno a la cuestión de la verdad es, sobre todo, en la medida en que su obra está atravesada también por otra concepción de la verdad , que es lo que en su curso de 1973 llamará una “verdad-relámpago” en contraposición con la “verdad-cielo”. Es decir, la verdad entendida ya no como enunciado válido universalmente por su adecuación a una realidad preexistente, sino como acontecimiento disruptivo que, al poner de manifiesto las fallas que atraviesan un determinado momento histórico, viene a desestabilizarlo, abriéndolo a una alteridad, a una diferencia, a la novedad. Verdad-efecto, verdad-acontecimiento, verdad puntual y punzante. Verdad circunscripta históricamente. Es interesante notar que este concepto de la verdad, que aparecía ya en la ópera prima de Foucault al momento de pensar la relación entre la locura y la obra de arte (o la “ausencia de obra” para ser más precisos), (15) volverá a surgir hacia el final de su último curso en el Collège de France, dedicado a la parresia y el cinismo antiguos, donde la verdad aparece asociada a la producción de diferencia (“solo hay verdadera vida como vida otra”, dirá allí Foucault; volveremos más adelante sobre este punto). Pero sobre todo cabe destacar que es, sin dudas, también el tipo de verdad al que aspira el propio Foucault a través de sus trabajos e intervenciones. Como él mismo reconoce en varias entrevistas, no lo desvela tanto la exactitud historiográfica de sus relatos (condición necesaria pero no suficiente) como el efecto que su obra provoca en sus contemporáneos. (16)

Por ende, lejos de sacar los pies del plato de la filosofía, podría decirse que Foucault más bien corre los límites del plato sin nunca dejar de hacer suyo ese imperativo propiamente filosófico de lucidez entendido como búsqueda de las condiciones últimas de posibilidad de la verdad, hasta llegar a la conclusión de que no hay verdad en un sentido cabal si no hay producción de diferencia. Ni una filosofía en sentido clásico, ni historiografía propiamente dicha, ni filosofía de la historia... lo que encontramos en Foucault es más bien, según la bella expresión de Potte-Bonneville, “una filosofía en la historia”. (17)

¿Pero cómo se articula ese espíritu crítico de Foucault, esa voluntad férrea de abrir el tiempo y la historia, con la hipótesis de una muerte del hombre, es decir, con la idea de que somos pensados por nuestra época y de que el pasaje de una época a otra responde a motivos insondables, ajenos en todo caso a la voluntad individual o colectiva? En otras palabras, si el hombre, lejos de ser la piedra basal de la civilización occidental, es una invención reciente o, peor aún, una pesadilla nociva en vías de extinción, la pregunta que se plantea naturalmente es: ¿y ahora quién podrá defendernos? Negarle toda consistencia ontológica y práctica al hombre, plantear discontinuidades radicales en la historia de los saberes como las que propone Foucault en Las palabras y las cosas , ¿no implica acaso negar la historia entendida como praxis , como capacidad propia del hombre de alterar el curso de los acontecimientos? En otras palabras, ¿no es acaso Foucault un pensador reaccionario?

Es el tipo de críticas que suscitará, por izquierda, la publicación, en 1966, de Las palabras y las cosas . Ese mismo año, un Sartre indignado escribía:

Foucault no nos dice cómo se construye cada pensamiento a partir de las condiciones reales ni cómo los hombres pasan de un pensamiento a otro. Para ello debería hacer intervenir la praxis , por lo tanto la historia, y es precisamente lo que Foucault rechaza. [...] Es el marxismo adonde apunta. Se trata de constituir una nueva ideología, la última muralla que la burguesía aún pueda erigir contra Marx. (18)

Llama la atención que se acuse justamente a Foucault de querer negar la historia. ¿ El nacimiento de la clínica no intentaba acaso poner en relación la historia de los saberes con la historia política al mostrar cómo el nacimiento de la medicina clínica no se entiende sin remitirse a la Revolución francesa y su política en relación con los hospitales (que altera la regla de formación de los discursos médicos imponiéndoles nuevos objetos, nuevas condiciones de enunciación en la institución, etc.)? ¿Y su tesis doctoral, en 1961, no buscaba precisamente historizar el concepto mismo de locura al analizar el devenir de los discursos que intentan captarla en su relación con una serie de acontecimientos no discursivos como la creación del Hospital General en 1656 o su reforma hacia finales del siglo XVIII?

Sin embargo, si nos atenemos a Las palabras y las cosas , libro en el que Foucault sí hace foco en la historia de determinados saberes sin atender a su articulación con otros tipos de acontecimientos históricos, no discursivos; y si nos centramos en particular en el concepto de episteme que Foucault allí desarrolla, hay algo ciertamente inquietante: la episteme se parece, por momentos, a un destino que fatalmente nos determina. Una vez más, si el pensamiento se encuentra determinado por una serie de reglas anónimas que, además, cambian de forma abrupta cada cierto tiempo, sin que se entienda muy bien por qué ni se pueda hacer mucho al respecto, ¿qué margen queda, después de la muerte del hombre, para una política progresista? Son cuestionamientos que formularán no solo Sartre y la izquierda más radicalizada, sino también los lectores de la revista Esprit o los miembros del Círculo Francés de Epistemología. (19) Se trata de cuestionamientos que, por otra parte, Foucault intentará responder pacientemente (a través de una serie de artículos y de su tratado metodológico de 1969, La arqueología del saber ), dando a entender que es un punto que lo interpela particularmente, como atestigua, por otra parte, todo el desarrollo posterior de su obra, donde su atención se centrará más en los dispositivos de poder y las prácticas de subjetivación que en los saberes considerados como un ámbito autónomo, cerrado sobre sí mismo.

Frente a dicho cuestionamiento, Foucault ensayará diversas respuestas. Lo primero que cabe hacer es un aclaración: la tesis de la muerte del hombre es, en la obra de 1966 al menos, una tesis relativa al rol que ocupa la figura del hombre en la historia de los saberes, es decir, una afirmación de corte epistemológico, no una aseveración respecto de la capacidad o incapacidad de los individuos para intervenir políticamente. En segundo lugar, cabe responder que la lucidez no se negocia: el relato voluntarista del hombre como protagonista de una historia que libera y reconcilia, por más reconfortante o estimulante que resulte a muchos, no deja de ser un cuento de hadas cuyas consecuencias, por otra parte, no son menos nefastas. En tercer lugar, a aquellos que se rasgan las vestiduras por las posibles consecuencias prácticas de dicha tesis (vociferando que la muerte del hombre supone necesariamente el fin de la política y de la moral), Foucault les recordará que lo mismo ocurre cada vez que se derriba un mito y aún no se ha creado una nueva mitología que lo suplante. Y que lo mismo se decía, por otra parte, respecto de la sentencia nietzscheana de la muerte de Dios. Sin embargo, lo cierto es que la reflexión política y la reflexión moral nunca han sido tan prolíficas como a partir de los desafíos planteados por la obra de Nietzsche. Por último, en el artículo en que responde los cuestionamientos del Círculo de Epistemología, “Sur l’archéologie des sciences. Réponse au Cercle d’Épistemologie”, Foucault buscará aclarar algunos malentendidos respecto del concepto de episteme: la episteme, dirá, no remite a un “espíritu de la época” monolítico, que todo lo atraviesa, sino a un sistema de diferencias entre una serie de prácticas discursivas que tienen su propia lógica, que no se reducen a un mero epifenómeno de prácticas sociales (a la manera de la ideología marxista), pero que tampoco son totalmente autónomas (a la manera del trascendental kantiano) y se articulan siempre con otro tipo de prácticas no discursivas. (20)

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