Manuel Mauer - Foucault

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Asediados por virus, cataclismos y algoritmos, pareciera que asistimos hoy a la implosión del humanismo como intento por hacer del Hombre el punto neurálgico de toda experiencia. Michel Foucault (1926-1984) fue uno de los primeros en advertir, a comienzos de los años 60, en una escena intelectual dominada aún por el existencialismo de Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty, acerca de las aporías y los peligros de ese ideal. Convencido de que la tarea del filósofo era diagnosticar su actualidad, se animó incluso a vaticinar la pronta «muerte del hombre»: hurgando en archivos grises (la suya fue una filosofía en la historia), estableció de hecho que el hombre era más el efecto pasajero, históricamente circunscripto, de determinadas prácticas discursivas y dispositivos de poder, que el fundamento que tanto las filosofías modernas como las ciencias humanas se empeñaron en hacernos ver. ¿Y ahora quién podrá defendernos? Las revueltas –como el pensamiento– son siempre vertiginosas.

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Hay, por ende, en todo el período genealógico de Foucault, una clara herencia nietzscheana. Pero no solo por el sentido que ambos autores (más preocupados por desnudar ídolos con pies de barro que por fundar un nuevo orden) confieren al quehacer filosófico o por su adopción de un método genealógico, sino también porque, en ellos, ese corrimiento del quid iuris al quid facti , del trabajo de fundamentación al de desfondamiento, está ligado a ese otro gran desplazamiento que evocábamos más arriba (y que es análogo a la contrarrevolución copernicana operada por la arqueología foucaulteana): pensar al hombre no como punto de partida de un discurso de legitimación de la soberanía (enfoque típico de la filosofía política moderna), sino como efecto de una serie de dispositivos de poder que invisten su vida orgánica, psíquica y biológica. En esta idea, presente ya en La genealogía de la moral de Nietzsche, anida de hecho lo esencial del célebre concepto foucaulteano de biopolítica. En 1889, Nietzsche escribía:

Aquella tarea de criar un animal al que le sea lícito hacer promesas incluye en sí como condición y preparación, según lo hemos comprendido ya, la tarea más concreta de hacer antes al hombre, hasta cierto grado, necesario, uniforme, igual entre iguales, ajustado a regla, y, en consecuencia, calculable [...]: con ayuda de la eticidad de la costumbre y de la camisa de fuerza social el hombre fue hecho realmente calculable. (24)

A lo que, en 1976, Foucault agrega:

[A comienzos del siglo XVIII], el hombre occidental aprende poco a poco en qué consiste ser una especie viviente en un mundo viviente, tener un cuerpo, condiciones de existencia, probabilidades de vida, salud individual o colectiva, fuerzas que es posible modificar y un espacio donde repartirlas de manera óptima. Por primera vez en la historia, sin duda, lo biológico se refleja en lo político; [...] habría que hablar de biopolítica para designar lo que hace entrar a la vida y sus mecanismos en el dominio de los cálculos explícitos y convierte al poder-saber en un agente de transformación de la vida humana. ( HS I : 187)

Así, la gran novedad política de los siglos XVIII y XIX Sería, según Foucault, esa intersección con la biología, que da lugar, primero, a lo que Foucault denomina biopoder disciplinario o anatomopolítica (ese poder que a lo largo de todo el siglo XVIII, en diversas instituciones como colegios, fábricas, cuarteles y hospitales, comienza a aplicarse sobre los cuerpos individuales en aras de convertirlos en máquinas dóciles y útiles) y luego a la biopolítica (es decir, al entramado de técnicas y saberes que a partir del siglo XIX apuntarán a controlar los fenómenos aleatorios que afectan la vida biológica de las poblaciones, como las tasas de mortalidad, las tasas de criminalidad o la escasez de alimentos). El biopoder y la biopolítica vendrían a superponerse –sin terminar de sustituirla por completo– a la soberanía entendida como modo de ejercicio del poder predominante durante los siglos XVI y XVII (y que corresponde, grosso modo , al tipo de poder tematizado por la filosofía política clásica: un poder centralizado, trascendente, esencialmente sustractivo y represivo).

Dos precisiones se imponen acá. En primer lugar, ¿en qué sentido puede decirse que, antes del siglo XVIII, la vida no entraba en los cálculos explícitos del poder? ¿El soberano no era acaso aquel que, por excelencia, podía disponer de la vida de sus súbditos? En la teoría clásica de la soberanía, el derecho de vida y de muerte es, en efecto, un atributo fundamental del soberano que, según palabras de Foucault, es aquel que puede “hacer morir o dejar vivir”. Sin embargo, aun cuando el soberano pueda decidir acerca de la muerte de sus súbditos, lo cierto es que no se preocupa por lo que estos deciden hacer con sus vidas: si no considera necesario “hacer morir”, entonces simplemente “deja vivir”. Su única preocupación es garantizar el orden dentro de un determinado territorio, es decir, velar por el respeto de la ley soberana. Pero en la medida en que los ciudadanos se mantienen dentro de los límites de la ley, el “cómo” de sus vidas, de su salud y de su potencia (biológica, productiva) no interesa al soberano. En ese sentido, hay una asimetría entre el derecho de vida y el derecho de muerte propio del soberano, quien solo ejerce el primero en la medida en que aplica o retiene su derecho de matar: “Solo marca su poder sobre la vida a través de la muerte que está en condiciones de exigir” ( HS I : 178). De ahí el hecho de que el símbolo por excelencia del poder soberano sea la espada. De ahí también la novedad del biopoder: investir directamente, positivamente, la vida de los gobernados.

Segunda precisión, que se deduce en parte de la anterior: al hablar de biopoder y de biopolítica, Foucault no remite simplemente al hecho de que, a partir de un determinado momento, hacia finales del siglo XVIII, el poder se hace cargo de la vida en un sentido estrictamente biológico, sino que la vida, en un sentido más amplio –biológico, ciertamente, pero también psíquico, demográfico, económico, militar–, pasa a ser el objetivo primordial del poder (que se vuelve un poder de “hacer vivir”), su objeto predilecto (el cuerpo deja de ser una simple metáfora de lo social y se convierte en el objeto propio de la política en sentido literal) y su modelo de funcionamiento (toda vida se vuelve una naturaleza potencialmente patógena que debe ser tratada a través del gobierno, ya no de la ley, sino de la norma entendida como instrumento inmanente y productivo, análogo en ese sentido a la norma biológica). El prefijo “bio-” tendría, por lo tanto, un triple sentido. Y como producto de esta triple relación entre el poder y la vida, la aparición de la figura moderna del hombre.

En este sentido creemos que, retomando el neologismo acuñado por Foucault, cabe hablar de un “giro biopolítico” –inaugurado por Nietzsche, prolongado por Foucault y por otros después de él, como Giorgio Agamben, Antonio Negri o Roberto Esposito– en el pensamiento filosófico-político contemporáneo. En efecto, de forma un tanto esquemática, podría decirse que para el pensamiento político antiguo la politeia es sobre todo la instancia que permite al hombre (concebido como “animal dotado de palabra”, zoon logon ) realizar plenamente su esencia metafísica, pasar a ocupar su lugar más propio en el orden cosmológico (de ahí la idea de que el zoon logon sea también un “animal político”, zoon politikon ). La política aparece así como determinada por la naturaleza, como se deduce de la idea de una continuidad del proceso que llevaría de la formación de la familia a la formación de la polis . La ruptura instaurada por el pensamiento político moderno, de Hugo Grocio a Jean-Jacques Rousseau y más allá, consistiría, en resumen, en criticar esa presunta naturalidad de lo político al afirmar que el Estado de derecho es siempre el producto de una convención deliberada, de un contrato en ruptura con la inmediatez natural. Esto no quita que el modo en que esa convención es teorizada por los modernos presupone siempre una cierta antropología (del hombre como “lobo para el hombre”, homo homini lupus , de Hobbes al “buen salvaje” de Rousseau) que determina la naturaleza del contrato social, confiriendo al soberano un poder más o menos amplio. En ese sentido, Carl Schmitt señalaba:

Todas las teorías del Estado y las ideas políticas podrían ser evaluadas con la piedra de toque de su antropología y, siguiendo ese criterio, ser clasificadas según si reposan sobre el supuesto, consciente o inconsciente, del hombre “malo por naturaleza” o “bueno por naturaleza”. (25)

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