Pedro Antonio Rojas Valencia - Michel Foucault, la música y la historia

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Sin duda, este libro resultará valioso para un público muy amplio, en principio filósofos y músicos; pero está escrito con tanta claridad, belleza, riqueza en metáforas, y con un cuidado por hacerse comprender y de llegar a los otros, que no dudo que resulte interesante mucho más allá del ámbito cerrado de estas disciplinas. Este trabajo permite comprender desde otra perspectiva algunas ideas centrales del pensamiento de Foucault; además, permite descubrir otras facetas de algunos filósofos como Agustín y Descartes a la luz de una arqueología de la estética musical. Es un estudio indudablemente muy serio y riguroso, cargado de sugerencias y de múltiples caminos de indagación. Se trata de un texto maduro que presenta una filosofía que quiere ser crítica, que quiere, en cierto modo, violentar, mover el piso, sacudir, pero que a la vez no quiere renunciar a la esperanza, a la promesa del encuentro, de los abrazos, de la conversación. Pedro le apuesta a la filosofía como encuentro con los otros y que, como destaca Agustín en el caso de la música, se presenta como algo que convoca y abre la posibilidad de lo común, de la comunidad.

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La música y la palabra, en los tiempos de Agustín, eran inseparables, prueba de ello es que los cantos se dividían en: silábicos , cada sílaba interpretaba una sola nota; neumáticos , cada sílaba interpretaba de dos a cuatro notas; y melismáticos , cada sílaba interpretaba más de cuatro notas. La célebre frase agustiniana musica est scientia bene modulandi (la música es la ciencia del modular bien), que se transmitió más allá de la Edad Media, tiene como principal preocupación estudiar la manera en que la palabra y la música se entrelazan. Gracias a esta relación, Agustín trata la “regulación rítmica” de la música y se propone determinar tres aspectos fundamentales: (i) el límite del movimiento o “moderación”, en el cual se refiere a la duración de la obra; (ii) el principio de “proporción”, en el cual estudia la participación de la unidad con las partes, es decir, la relación temporal de los sonidos; (ii) y, finalmente, se encarga de caracterizar los veintiocho elementos métricos, compuestos por sílabas breves y sílabas largas 28.

b. El tiempo interior

La escucha de estos elementos rítmicos de la música juega un papel crucial en la teoría de ascensión agustiniana. Según el filósofo, la percepción tiene tres momentos: primero se escucha lo sensible, después se hace interior por medio de la memoria y la imaginación y, por último, aborda el entendimiento. Lo interesante de esta teoría es que teniendo como punto de partida aspectos en apariencia meramente técnicos —como son el ritmo musical y el análisis de la percepción— el filósofo emprende una argumentación con alcances metafísicos. Lo que se propone demostrar es que el hombre, gracias a la música, se direcciona hacia Dios. En sus propias palabras: “Tenga ya fin esta disputa, para que luego, tratado lo que atañe a esta parte de la Música que consiste en la medida de los tiempos, desde estas sus huellas sensibles, con toda nuestra finura posible, lleguemos a esas íntimas moradas donde ella está libre de toda forma corpórea” (Agustín, 1946, p. 295).

El estudio de la percepción lo conduce a sostener que el interior del hombre es el que recibe, procesa, almacena, imagina y juzga la música. Se preocupará principalmente por su presentación temporal, para Agustín: “el tiempo, penetra en las raíces humanas más profundamente que el espacio; la música, es mucho más íntima que las demás artes” (2004, p. 65). La métrica, entrelazada a la palabra, conduce al “tiempo interior”:

Dime, a fin de que pasemos de lo corporal a lo incorpóreo: cuando recitamos este verso Deus creator ómnium [Dios creador de todas las cosas], ¿dónde crees que están los cuatro yambos de que consta y sus doce tiempos? Es decir, ¿están solamente en el sonido que se percibe o también en el sentido del oído de quien los percibe? ¿O también en la acción del que lo recita? ¿O, porque es un verso conocido, debemos confesar que estos ritmos están también en nuestra memoria? (Agustín, 1946, p. 296)

Según Agustín, cuando la música se encuentra en el interior de los individuos (sea en la memoria o en la imaginación) el entendimiento los hace partícipes de unos números perfectos: “el número es, en definitiva, desde su significado en latín clásico, equivalente a orden, ritmo, proporción, armonía y consiguiente perfección de las cosas y, por tanto, de su verdad, bondad y belleza, esto es, de su esencia y ser” (Agustín, 2004, p. 65). Al estudiar esta teoría se puede comprender la manera en que el filósofo considera que la música es un medio para direccionarse a Dios. La teoría de los números agustiniana parte del ordenamiento de la percepción en una serie de pasos. El primero es la percepción de los numeri corporales , que serían aquellos descritos en los pies métricos y, en general, en las regulaciones rítmicas de la música; posteriormente vendrían unos pasos intermedios a partir de los cuales la música tiene acceso a lo más íntimo del hombre; finalmente, el último paso de la percepción permitiría experimentar los numeri iudiciales , en los que se alcanza la contemplación racional del ritmo en tanto perfección y semejanza con lo eterno 29.

Al tener en cuenta la búsqueda de ascensión por medio de la música, cabe preguntarse si es posible rastrear el momento en que la estética agustiniana —en tanto saber— afecta la música o en que la práctica musical misma determina el surgimiento de este discurso estético. Me parece sumamente inquietante pensar la manera en que la música medieval se veía afectada por un constructo teórico del cual el De musica era solo un segmento.

1.3. Los indicios divinos y la música preclásica

Michel Foucault pensaba que para identificar una discontinuidad (para rastrear el momento en que se ha desatado una mutación en un campo discursivo), no basta con rastrear los contenidos temáticos o las modalidades lógicas; sino que se debe recurrir a un espacio interdiscursivo, en el que la música y las palabras no están separadas. Michel Foucault recuerda que durante la época preclásica el dominio del lenguaje estaba determinado por una problemática específica: ¿Cómo reconocer que un signo designa lo que significa? Esta pregunta se debía a que —y en esto conservaba un estatuto medieval— el mundo y los libros no eran algo disímil. Semejante afirmación (que puede parecer extraña) se sostenía gracias a los pasajes de los padres de la Iglesia católica, para los cuales Dios ofrecía al hombre la fuente de todo saber en dos libros: por un lado, se encontraba la Biblia y por otro, la creación. Tanto el libro de la escritura, como el libro de la naturaleza eran susceptibles de ser descifrados 30. En todo caso, se consideraba que existían palabras y creaturas que enseñaban la verdad: “la gran metáfora del libro que se abre, que se deletrea y que se lee para conocer la naturaleza, no es sino el envés visible de otra transferencia, mucho más profunda, que obliga al lenguaje a residir al lado del mundo, entre las plantas, las hierbas, las piedras y los animales” (Foucault, 2007, p. 43). Por esta razón, el lenguaje no era concebido como un conjunto de signos:

Es más bien una cosa opaca, misteriosa, cerrada sobre sí misma, masa fragmentada y enigmática punto por punto, que se mezcla aquí o allá con las figuras del mundo y se enreda en ellas: tanto y tan bien que, todas juntas, forman una red de marcas en la que cada una puede desempeñar, y desempeña en efecto, en relación con todas las demás, el papel de contenido o de signo, de secreto o de indicio. (Foucault, 2007, p. 46)

La escritura durante la época preclásica, gracias a este entrelazamiento del lenguaje y las cosas, era privilegiada sobre la palabra hablada: “Lo que Dios ha depositado en el mundo son las palabras escritas; Adán, al imponer sus primeros nombres a los animales, no hizo más que leer estas marcas visibles y silenciosas; la ley fue confiada a las Tablas, no a la memoria de los hombres; y la verdadera palabra hay que encontrarla en un libro” (Foucault, 2007, p. 51). La escritura precedía a la palabra (como si antes de Babel, incluso antes del diluvio, la primera escritura hubiera actuado sobre las cosas, creando así sus propiedades, sus virtudes y sus secretos), la reflexión se centraba en la posibilidad de restituir ese lenguaje originario. Pero este lenguaje no podía ser enunciado sino por aproximación: “tratando de decir al respecto cosas semejantes a él y haciendo nacer así al infinito las fidelidades vecinas y similares de la interpretación” (2007, p. 49). El universo aparecía como algo para leer ( legenda ) y el pensamiento aparecía entregado a un (infinito) quehacer exegético, de allí la necesidad de la interpretación y el comentario, de la hermenéutica y la semiología 31.

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