Unos treinta minutos y la tormenta ya había pasado. Seguimos la ruta y de nuevo, cuando estábamos llegando, decidimos acercarnos al CSCOM para comprobar si había disminuido el número de gente o si habían terminado… ¡No era posible! Cada vez había más gente; decían que algunos habían venido desde Nara, en carros o andando, y que esperarían todo el tiempo necesario para que les atendieran los médicos blancos. Como ya estaba anocheciendo, les convencimos para que se volvieran al campamento. Mañana sería otro día. Al llegar, los guardias nos abrieron la puerta y conforme entramos nos señalaron con la mano. Detrás de las letrinas había otra cabra. Ya nos enteraríamos por qué.
Llegó la noche y todo fue rutinario:la cena, la ducha, el briefing … ¡Buenas noches!
Amaneció y todos listos para partir. Algunos en el briefing de la noche anterior se quedaron dormidos por el cansancio y no se enteraron de que se iba a celebrar el acto simbólico de hermanamiento entre los pueblos de Goumbou y Vegas del Genil con la plantación de un olivo en el recinto del campamento. A primera hora fueron llegando el alcalde, los diferentes jefes de los barrios, los representantes de los distintos comités por los que allí se administran, el prefecto de Nara y la policía, etc., a quienes recibimos haciendo de anfitriones en «nuestro» recinto. Llegado el momento, se leyó un manifiesto en francés y español que posteriormente se traduciría a otras lenguas y se firmaría por ambas partes. Mientras, uno de los guardias ya había preparado el agujero donde plantarlo. Entre el alcalde y Yolanda colocaron el olivo y el guarda lo terminó de plantar y regar. Así concluyó el acto. Debíamos continuar con nuestra visita a otros pueblos y aldeas, cuyas características no diferían prácticamente en nada de las anteriores.
Esa sería la última tarde en Goumbou y había que celebrar el hermanamiento y nuestra visita de algún modo. Habíamos previsto jugar un partido de fútbol en el campo del colegio entre Malí y España (Goumbou contra Vegas del Genil). Había mucha expectación entre los jóvenes y niños en general y empezó a llegar gente para acompañarnos en el trayecto. Mientras nos vestíamos con la indumentaria futbolística que algunos habíamos previsto traer desde España, se montó un gran murmullo a las puertas del campamento que llamó poderosamente la atención de los que aún estábamos dentro terminando de cambiarnos. En esto que salimos y nos encontramos con el grupo de cazadores y mucha gente, incluidos nuestros compañeros, alrededor de uno de ellos y, mira por dónde, ¡una hiena viva, grande, babeante! Y era de verdad… Estaba sujeta por un cazador con una cadena al cuello, que este agarraba con una mano, mientras que en la otra llevaba una porra de madera enorme, con la que suponemos que la mantenía quieta, aunque no mansa. Daba miedo pensar que pudiera escapársele, aunque no fue el caso.
Los que íbamos a jugar el partido nos desplazamos en coches hasta el campo de fútbol, dejando la furgoneta para aquellos que llegarían después de despedir a los cazadores, dados los gestos de amistad mostrados durante todo el tiempo. Aunque, a decir verdad, algún que otro cazador se vino con nosotros porque o bien le gustaba el fútbol o era el entrenador o quería ser el árbitro de tan magno encuentro.
El campo tenía una pronunciada inclinación hacia abajo y para el partido habían colocado unas porterías de caña con su larguero incluido (no estaba nivelado, pero serviría). Como quiera que el campo no estaba vallado, el ganado campaba a sus anchas y hacía sus necesidades donde y cuando quería, lo cual no era excusa para jugar. Solo que debíamos sortear algunos «obstáculos».
Los espectadores (casi todo el pueblo, incluidos hombres, mujeres, niñas y niños de otras aldeas, que acudieron como algo excepcional) llenaban completamente el campo y a su alrededor se limitaba el terreno de juego, cuyas líneas trazadas con yeso o similar solo se veían cuando el balón se acercaba y la gente retrocedía. Los organizadores tuvieron a bien no poner gente detrás de las porterías para que estas se distinguieran entre tanto espectador y así poderlas ver a la hora de chutar a gol.
Al equipo local le entregamos unas camisetas del Barça y nosotros, los foráneos, acompañados de jugadores locales para completar el equipo, utilizamos unas de color naranja. Dentro de su indumentaria no se incluían las botas; algunos llevaban sandalias blancas de plástico, pero la mayoría jugaban descalzos, aunque observé que el defensa izquierdo del equipo local sí llevaba botas. El árbitro, entrenador del equipo local, sorteó el campo y comenzó el partido. Al poco, una jugada por la banda izquierda hizo que me fijase en el jugador que llevaba botas porque cuando corría se le subían por encima de los tobillos. ¡No tenían suela! Solo las llevaba por el orgullo de aparentar. Prometimos traerles botas en el próximo viaje.
El resultado fue de 2-1 a favor de España, gracias a un penalti en los últimos minutos que solo vio el árbitro. El abrazo entre jugadores locales y extranjeros quedó patente cuando les entregamos nuestras camisetas y botas. Nos habían aceptado como «hermanos», aunque, eso sí, ¡la revancha para el próximo viaje estaba servida!
De nuevo al campamento. Era la última noche allí.
Por la mañana preparamos el equipaje y nos despedimos de todos cuantos nos rodeaban en el campamento: los guardianes, sin los cuales no habríamos podido dormir tan tranquilos; las mujeres, que se habían ocupado de la comida y la limpieza; los jefes de los barrios y aldeas cercanas, que volvieron de nuevo solo para despedirnos; la policía de la prefectura de Nara y un sinfín de vecinos y enfermos agradecidos a los médicos, que, aparte de dedicarles todo su tiempo de viaje (ellos solo vieron el CSCOM y nada más), también dejaron medicamentos y material suficiente para una buena temporada, que deberían administrar el enfermero, su ayudante y las matronas.
Nosotros adquirimos el firme compromiso de volver al año siguiente con más medios y materiales que permitieran mejorar la situación en Goumbou, sus pueblos y sus aldeas.
¡Adiós, amigos! Adieu, mes amis!
Partimos de vuelta a Bamako. La gente salió a despedirnos. ¡Fue increíble! Se nos quedará grabado para siempre.
En breve debíamos parar en Kaloumba para saludar al jefe y ver el pueblo, cuya visita habíamos dejado para el final. Nos estaban esperando en la carretera. Todos habían salido a la calle, incluso el jefe había dejado su jergón para salir a la puerta a recibirnos y darnos la bienvenida. « ¡Bissmila, bissimila, bissimila! ».
Salimos en comitiva, seguidos de casi todo el pueblo, hacia las escuelas. Su situación era bastante deprimente, manteniéndose en pie de manera milagrosa, porque sus muros de adobe estaban destrozados. No tenían apenas bancos donde sentarse los alumnos, solo había una pizarra en la pared y tampoco había material escolar con el que poder enseñar, nos explicó el maestro, que también nos acompañó y comentó que se trataba de un pueblo muy bien organizado, con un gran jefe, pero sin apenas recursos. Tomamos nota y quedamos emplazados para el siguiente viaje, en el que ya tendríamos el proyecto más definido, siempre que contásemos con ayuda económica. Nos despedimos: « Adieu, jusqu’à proche année! »
Ya no pararíamos hasta Djidièni. Mientras, habría que sufrir todo el trayecto de baches y polvo como mejor se pudiera. Esta vez me tocó un cuatro por cuatro pick-up cargada hasta los topes, que sustituyó a otro vehículo que se quedó en Nara. No tenía aire acondicionado y el asiento trasero estaba suelto y se movía en función de si aceleraba o frenaba. Además, se me clavaba en el muslo una chapa del respaldo, que debía de estar suelta. En fin, aguantaría como pudiera. En medio del trayecto alguien tuvo el detalle de decir que había que volver a repartir los coches debido al pésimo estado en que viajábamos y el sufrimiento que algunos estábamos soportando, lo cual mejoró un poco mi situación, pero «el daño ya estaba hecho». Llegamos a Djidièni y… « DIEU MERCI! ». Un letrero pintado en la pared daba ¡gracias a Dios! por haber llegado al asfalto. Bajamos de los coches para estirar las piernas, entumecidas por la poca movilidad en el interior de los coches, y se nos echaron encima «todos» los niños del pueblo para vendernos algo regateando. Cada cual fue sorteando o llegando a un acuerdo y adquirió recuerdos que quizá no vuelva a ver más. Yo compré una pistola hecha con un fleje acerado que es capaz de disparar un garbanzo a más de veinte metros.
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