Julio Verne - La isla misteriosa
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Pencroff, que conocía cincuenta y dos maneras de arreglar los huevos, no sabía cuál escoger en aquel momento. Se tuvo que contentar con introducirlos en las cenizas calientes y dejarlos endurecer a fuego lento.
En algunos minutos se verificó la cocción y el marino invitó al corresponsal a tomar parte de la cena. Así fue la primera comida de los náufragos en aquella costa desconocida. Los huevos endurecidos estaban excelentes, y como el huevo contiene todos los elementos indispensables para el alimento del hombre, aquellas pobres gentes se encontraron muy bien y se sintieron confortados.
¡Ah!, ¡si no hubiera faltado uno de ellos a aquella cena! ¡Si los cinco prisioneros escapados de Richmond hubieran estado allí, bajo aquellas rocas amontonadas, delante de aquel fuego crepitante y claro, sobre aquella arena seca, quizá no hubieran tenido más que hacer que dar gracias al cielo! ¡Pero el más ingenioso, el más sabio, el jefe, Ciro Smith, faltaba y su cuerpo no había podido obtener una sepultura! Así pasó el día 25 de marzo. La noche había extendido su velo. Se oía silbar el viento y la resaca monótona batir la costa. Los guijarros, empujados y revueltos por las olas, rodaban con un ruido ensordecedor.
El corresponsal se había retirado al fondo de un oscuro corredor, después de haber resumido y anotado los incidentes de aquel día: la primera aparición de aquella tierra, la desaparición del ingeniero, la exploración de la costa, el incidente de las cerillas, etcétera., y, ayudado por su cansancio, logró encontrar un reposo en el sueño.
Harbert se durmió pronto. En cuanto al marino, velando con un ojo, pasó la noche junto a la lumbre, a la que no faltó combustible. Uno solo de los náufragos no reposaba en las Chimeneas; era el inconsolable, el desesperado Nab, que, toda la noche y a pesar de las exhortaciones de sus compañeros que le invitaban a descansar, erró por la playa llamando a su amo.
Salieron de caza y a explorar la isla
El inventario de los objetos que poseían aquellos náufragos del aire arrojados sobre una costa que parecía inhabitada quedó muy pronto hecho.
No tenían más que los vestidos puestos en el momento de la catástrofe. Sin embargo, es preciso mencionar un cuaderno y un reloj, que Gedeón Spilett había conservado por descuido, pero no tenían ni un arma, ni un instrumento, ni siquiera una navaja de bolsillo. Los pasajeros de la barquilla lo habían arrojado todo para aligerar el aerostato.
Los héroes imaginarios de Daniel de Foe, o de Wyss, como los Selkirk y los Raynal, náufragos en la isla de Juan Fernández o el archipiélago de Auckland, no se vieron nunca en una desnudez tan absoluta, porque sacaban recursos abundantes de su navío encallado, granos, ganados, útiles, municiones, o bien llegaba a la costa algún resto de naufragio, que les permitía acometer las primeras necesidades de la vida. No se encontraban de un golpe absolutamente desarmados frente a la naturaleza. Pero ellos, ni siquiera un instrumento, ni un utensilio. Nada, tenían necesidad de todo.
Y si Ciro Smith hubiera podido poner su ciencia práctica, su espíritu inventivo al servicio de aquella situación, quizá toda esperanza no se hubiera perdido. Pero no era posible contar con Ciro Smith. Los náufragos no debían esperar nada más que de sí mismos y de la Providencia, que no abandona jamás a los que tienen fe sincera.
Pero, ante todo, ¿debían instalarse en aquella parte de la costa sin buscar ni saber a qué continente pertenecía, si estaba habitada, o si el litoral no era más que la orilla de una isla desierta?
Era una cuestión que había que resolver en el más breve tiempo. De su solución dependerían las medidas a tomar. Sin embargo, siguiendo el consejo de Pencroff, resolvieron esperar algunos días antes de hacer la exploración. Era preciso preparar víveres y procurarse un alimento más fortificante que el de huevos o moluscos. Los exploradores, expuestos a soportar largas fatigas, sin un aposento para reposar su cabeza, debían, ante todo, rehacer sus fuerzas.
Las Chimeneas ofrecían un retiro provisional suficiente. El fuego estaba encendido y sería fácil conservar las brasas. De momento los mariscos y los huevos no faltaban en las rocas y en la playa. Ya se encontraría modo para matar algunas de las gaviotas que volaban por centenares en la cresta de las mesetas, a palos o pedradas; quizá los árboles del bosque vecino darían frutos comestibles, y, en fin, el agua dulce no faltaba.
Convinieron, pues, en que durante algunos días se quedarían en las Chimeneas, para prepararse a una exploración del litoral o del interior del país.
Aquel proyecto convenía particularmente a Nab.
Obstinado en sus ideas como en sus presentimientos, no tenía prisa en abandonar aquella porción de la costa, teatro de la catástrofe. No creía, no quería creer en la pérdida de Ciro Smith. No, no le parecía posible que semejante hombre hubiera acabado de una manera tan vulgar, llevado por un golpe de mar, ahogado por las olas, a algunos cientos de pasos de una orilla. Mientras las olas no hubieran arrojado el cuerpo del ingeniero a la playa; mientras él, Nab, no hubiera visto con sus ojos y tocado con sus manos el cadáver de su amo, no creería en su muerte. Y aquella idea arraigó en su obstinado corazón. Ilusión quizá, sin embargo, ilusión respetable, que el marino no quería destruir. Para Pencroff no había ya esperanza; el ingeniero había perecido realmente en las olas, pero con Nab no quería discutir. Era como el perro que no quiere abandonar el sitio donde está enterrado su dueño, y su dolor era tal que probablemente no sobreviviría.
Aquella mañana, 26 de marzo, después del alba, Nab se encaminó de nuevo hacia la costa en dirección norte, volviendo al sitio donde el mar, sin duda, había cubierto al infortunado Smith.
El almuerzo de ese día se compuso únicamente de huevos de paloma y de litodomos. Harbert había encontrado sal en los huecos de las rocas formada por evaporación, y aquella sustancia mineral vino muy a propósito.
Terminado el almuerzo, Pencroff preguntó al periodista si quería acompañarle al bosque donde Harbert y él iban a intentar cazar; pero, reflexionando después, convinieron en que era necesario que alguien se quedara para alimentar el fuego, y para el caso, muy probable, de que Nab necesitara ayuda. Se quedó el corresponsal en las Chimeneas.
—Vamos de caza, Harbert —dijo el marino—. Encontraremos municiones en nuestro camino y cortaremos nuestro fusil en el bosque.
Pero, en el momento de partir, Harbert observó que, ya que les faltaba la yesca, sería preciso reemplazarla por otra sustancia.
—¿Cuál? —preguntó Pencroff.
—Trapo quemado —contestó el joven—. Esto puede, en caso de necesidad, servir de yesca.
El marino encontró sensato el aviso. No tenía más inconveniente que el de necesitar el sacrificio de un pedazo de pañuelo. Sin embargo, la cosa valía la pena, y el pañuelo de grandes cuadros de Pencroff quedó en breve reducido por una parte al estado de trapo medio quemado. Aquella materia inflamable fue puesta en la habitación central, en el fondo de una pequeña cavidad de la roca al abrigo de toda corriente y de toda humedad.
Eran las nueve de la mañana; el tiempo se presentaba amenazador y la brisa soplaba del sudoeste. Harbert y Pencroff doblaron el ángulo de las Chimeneas, no sin haber lanzado una mirada hacia el humo que salía de la roca; después subieron por la orilla izquierda del río.
Al llegar al bosque, Pencroff cortó del primer árbol dos sólidas ramas, que transformó en rebenques, y cuyas puntas afiló Harbert sobre una roca. ¡Qué no hubieran dado por tener un cuchillo!
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