Julio Verne - La isla misteriosa

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En La isla misteriosa encontramos múltiples pasajes que nos llevan, junto con los personajes, a vivir aventuras llenas de acción, drama, fantasía, tecnología y ciencia. La tensión con la que narra el naufragio de cinco hombres del gobierno en plena guerra, también nos conduce a experimentar la sorprendente manera de sobrevivir en unan isla en la que, incluso, cuenta con una fauna extraña y fantástica.

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Antes de volver a las Chimeneas, el marino y Harbert, previniendo el caso de que el fuego les faltara definitivamente, hicieron una nueva recogida de litodomos y volvieron silenciosamente a su morada. Pencroff, con los ojos fijos en el suelo, seguía buscando su caja. Remontó la orilla izquierda del río desde su desembocadura hasta el ángulo en que la almadía estaba amarrada; volvió a la meseta superior, la recorrió en todos los sentidos, y registró las altas hierbas y la orilla del bosque; pero en vano.

Eran las cinco de la tarde cuando Harbert y el marino entraron en las Chimeneas. Es inútil decir que registraron todos los corredores hasta los más oscuros rincones, y que tuvieron que renunciar decididamente a sus pesquisas.

Hacia las seis, en el momento en que el sol desaparecía detrás de las altas tierras del oeste, Harbert, que iba y venía por la playa, anunció la vuelta de Nab y de Gedeón Spilett.

¡Volvían solos!... Al joven se le encogió el corazón; el marino no se había equivocado en sus presentimientos. ¡No habían encontrado al ingeniero Ciro Smith!

El corresponsal, al llegar, se dejó caer sobre una roca sin decir palabra. Rendido de cansancio y muerto de hambre, no tenía fuerzas para hablar.

En cuanto a Nab, sus ojos enrojecidos probaban cuánto había llorado, y las nuevas lágrimas que no podía retener decían demasiado claramente que había perdido toda esperanza.

El reportero hizo relación de las pesquisas que habían practicado para encontrar a Ciro Smith. Nab y él habían recorrido la costa en un espacio de más de ocho millas, y, por consiguiente, mucho más allá de donde se había efectuado la penúltima caída del globo, caída a la que siguió la desaparición del ingeniero y del perro Top. La playa estaba desierta. Ningún rastro, ningún vestigio. Ni un guijarro fuera de su sitio, ni un indicio sobre la arena, ni una señal de pie humano en toda aquella parte del litoral. Era evidente que ningún habitante frecuentaba aquella parte de la costa. El mar estaba también desierto como la orilla, y, sin embargo, era allí, a algunos centenares de pies de la costa, donde el ingeniero había encontrado su tumba.

En aquel momento, Nab se levantó y con una voz que denotaba los sentimientos de esperanza que quedaban en él exclamó:

—¡No!, ¡no!, ¡no está muerto! ¡No!, ¡no puede ser! ¡Él, morir! Yo o cualquier otro hubiera sido posible, ¡pero él, jamás! ¡Es un hombre que sabe librarse de todo!

Después las fuerzas le abandonaron.

—¡Ah!, ¡no puedo más! —murmuró. Harbert corrió hacia él.

—Nab —dijo el joven—, ¡lo encontraremos! ¡Dios nos lo devolverá! ¡Pero, entretanto, necesita reponerse! ¡Coma, coma un poco, se lo ruego!

Y, al decir esto, le ofrecía al pobre negro unos puñados de mariscos, triste e insuficiente alimento.

Nab no había comido desde hacía muchas horas, pero rehusó. Privado de su dueño, Nab ¡no quería ni podía vivir! En cuanto a Gedeón Spilett, devoró los moluscos y después se tendió sobre la arena, al pie de una roca. Estaba extenuado, pero tranquilo.

Entonces Harbert se aproximó a él y, tomándole la mano, le dijo:

—Señor, hemos descubierto un abrigo en donde estará mejor que aquí. La noche se acerca; venga a descansar; mañana veremos...

El corresponsal se levantó y, guiado por el joven, se dirigió a las Chimeneas.

En aquel momento Pencroff se acercó a él y con el tono más natural del mundo le preguntó si por casualidad le quedaba alguna cerilla.

Gedeón Spilett se detuvo, registró sus bolsillos, no encontró nada y dijo: —Tenía, pero he debido tirarlas...

El marino llamó entonces a Nab, le hizo la misma pregunta y recibió la misma respuesta.

—¡Maldición! —exclamó el marino, sin contenerse. El reportero lo oyó y, acercándose a él, le preguntó:

—¿No tiene una cerilla?

—Ni una, y por consiguiente no hay fuego.

—¡Ah! —exclamó Nab—, si estuviera mi amo, él sabría hacerlo.

Los cuatro náufragos quedaron inmóviles y se miraron no sin inquietud. Harbert fue el primero en romper el silencio diciendo:

—Señor Spilett, usted es fumador y siempre ha llevado cerillas. Quizá no ha buscado bien... Busque aún; una nos bastaría.

El periodista volvió a registrar los bolsillos del pantalón, del chaleco, del gabán, y al fin, con gran júbilo de Pencroff y no menos sorpresa suya, sintió un pedacito de madera en el forro del chaleco. Sus dedos lo habían sentido a través de la tela, pero no podían sacarlo. Como debía ser una cerilla y no había más, había que evitar se encendiese prematuramente.

—¿Quiere usted que yo la saque? —dijo el joven Harbert.

Y muy diestramente, sin romperlo, logró extraer aquel pedacito de madera, aquel miserable y precioso objeto, que para aquellas pobres gentes tenía tan grande importancia. Estaba intacto.

—¡Una cerilla! —exclamó Pencroff—. ¡Ah! Es como si tuviéramos un cargamento entero. Lo tomó y, seguido de sus compañeros, regresó a las Chimeneas.

Aquel pedacito de madera que en los países habitados se prodiga con tanta indiferencia, y cuyo valor es nulo, exigía en las circunstancias en que se hallaban los náufragos una gran precaución. El marino se aseguró de que estaba bien seco. Después dijo:

—Necesitaría un papel.

—Tenga usted —respondió Gedeón Spilett, que, después de vacilar, arrancó una hoja de su cuaderno.

Pencroff tomó el pedazo de papel que le tendía el periodista y se puso de rodillas delante de la lumbre. Tomó un puñado de hierbas y hojas secas y las puso bajo los leños y las astillas, de manera que el aire pudiera circular libremente e inflamar con rapidez la leña seca.

Dobló el papel en forma de corneta, como hacen los fumadores de pipa cuando sopla mucho el viento, y lo introdujo entre la leña. Tomó un guijarro áspero, lo limpió con cuidado y con latido de corazón frotó la cerilla conteniendo la respiración.

El primer frotamiento no produjo ningún efecto; Pencroff no había apoyado la mano bastante, temiendo arrancar la cabeza de la cerilla.

—No, no podré —dijo—; me tiembla la mano... La cerilla no se enciende... ¡No puedo... no quiero!

Y, levantándose, encargó a Harbert que lo reemplazara.

El joven no había estado en su vida tan impresionado. El corazón le latía con fuerza. Prometeo, cuando iba a robar el fuego del cielo, no debía de estar tan nervioso. No vaciló, sin embargo, y frotó rápidamente en la piedra. Oyóse un pequeño chasquido y salió una ligera llama azul, produciendo un humo acre. Harbert volvió suavemente el palito de madera, para que se pudiera alimentar la llama, y después aplicó la corneta de papel; este se encendió y en pocos segundos ardieron las hojas y la leña seca.

Algunos instantes después crepitaba el fuego, y una alegre llama, activada por el vigoroso soplo del marino, se abría en la oscuridad.

—¡Por fin! —exclamó Pencroff, levantándose—, ¡en mi vida me he visto tan apurado!

El fuego ardía en la lumbre formada de piedras planas; el humo se escapaba por el estrecho conducto; la chimenea tiraba, y no tardó en esparcirse dentro un agradable calor.

Mas había que impedir apagar el fuego y conservar siempre alguna brasa debajo de la ceniza. Pero esto no era más que una tarea de cuidado y atención, puesto que la madera no faltaba y la provisión podría ser siempre renovada en tiempo oportuno.

Pencroff pensó primeramente en utilizar la lumbre para preparar una cena más alimenticia que los litodomos. Harbert trajo dos docenas de huevos. El corresponsal, recostado en un rincón, miraba aquellos preparativos sin decir palabra. Tres pensamientos agitaban su espíritu. ¿Estaba vivo Ciro Smith? Si vivía, ¿dónde se hallaba? Si había sobrevivido a la caída, ¿cómo explicar que no hubiese encontrado medio de dar a conocer su presencia? En cuanto a Nab, vagaba por la playa como un cuerpo sin alma.

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