Julio Verne - La isla misteriosa
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¡Ah! —exclamó—, ¡no son ni goslands, ni gaviotas!
—¿Qué clase de pájaros son, entonces? —preguntó Pencroff—¡Aseguraría que son palomas!
—En efecto, pero son palomas torcaces o de roca —respondió Harbert—. Las conozco por la doble raya negra de su ala, por su cuerpo blanco y por sus plumas azules cenicientas. Ahora bien, si la paloma de roca es buena para comer, sus huevos deben ser excelentes, y por pocos que hayan dejado en sus nidos...
—¡No les daremos tiempo a abrirse sino en forma de tortilla! —contestó alegremente Pencroff.
—Pero ¿dónde harás tu tortilla? —preguntó Harbert—. ¿En un sombrero?
—¡Bah! —contestó el marino—, no soy un brujo para esto. Nos contentaremos con comerlos pasados por agua y yo me encargaré de los más duros.
Pencroff y el joven examinaron con atención las hendiduras del granito, y encontraron, en efecto, huevos en algunas. Recogieron varias docenas, que pusieron en el pañuelo del marino, y, acercándose el momento de la pleamar, Harbert y Pencroff empezaron a descender hacia el río.
Cuando llegaron al recodo, era la una de la tarde. El reflujo había empezado ya y había que aprovecharlo para llevar la leña a la desembocadura. Pencroff no tenía intención de dejarlo ir por la corriente sin dirección, ni embarcarse para dirigirlo. Pero un marino siempre vence los obstáculos cuando se trata de cables o de cuerdas, y Pencroff trenzó rápidamente una cuerda larga con bejucos secos. Ataron aquel cable vegetal al extremo de la balsa y, teniendo el marino una punta en la mano, Harbert empujaba la carga con la larga percha, manteniéndola en la corriente.
El procedimiento dio el resultado apetecido. La enorme carga de madera, que el marino detenía marchando por la orilla, siguió la corriente del agua.
La orilla era muy suave, por lo que era difícil encallar. Antes de dos horas, llegó la embarcación a unos pasos de las Chimeneas.
Una cerilla les abre nuevas ilusiones
El primer cuidado de Pencroff, después que la pila de leña estuvo descargada, fue hacer las Chimeneas habitables, obstruyendo los corredores a través de los cuales se establecía la corriente de aire. Arenas, piedras, ramas entrelazadas y barro cerraron herméticamente las galerías abiertas a los vientos del sur, aislando el anillo superior. Un solo agujero estrecho y sinuoso, que se abría en la parte lateral, fue dejado abierto, para conducir el humo fuera y que tuviese tiro la lumbre. Las Chimeneas quedaron divididas en tres o cuatro cuartos, si puede darse este nombre a cuevas sombrías, con las que una fiera apenas se habría contentado.
Pero allí no había humedad y un hombre podía mantenerse en pie, al menos en el cuarto del centro. Una arena fina cubría el suelo y podía servir perfectamente aquel asilo mientras se encontraba otro mejor.
Durante la tarea, Harbert y Pencroff hablaban:
—Quizá —decía el muchacho-nuestros compañeros habrían encontrado mejor instalación que la nuestra.
—¡Es posible —contestó el marino—, pero, en la duda, no te abstengas! ¡Más vale una cuerda más en tu arco que no tener ninguna!
—¡Ah! —prosiguió Harbert—, si traen a Smith, si lo encuentran, no me importa lo demás, y debemos dar gracias al cielo.
—¡Sí! —murmuraba Pencroff—. ¡Era todo un hombre!
—Era... —dijo Harbert—. ¿Es que desesperas de volverlo a ver?
—¡Dios me guarde de ello! —contestó el marino.
—Ahora —dijo—pueden volver nuestros amigos. Encontrarán un lugar confortable.
Faltaba establecer la cocina y preparar la cena; tarea sencilla y fácil. Al extremo del corredor de la izquierda, junto al estrecho orificio que se había dejado para chimenea, pusieron grandes piedras planas. El calor que no escapase con el humo sería suficiente para mantener dentro una temperatura conveniente. La provisión de leña fue almacenada en uno de los departamentos y el marino puso sobre las piedras de la hoguera algunos leños mezclados con ramas secas.
El marino se ocupaba de este trabajo, cuando Harbert le preguntó si tenía cerillas.
—Ciertamente —contestó Pencroff—, y añadiré felizmente, porque sin cerillas o sin yesca nos hubiéramos visto muy apurados.
—¡Bah! Haríamos fuego como los salvajes —contestó Harbert—, frotando dos pedazos de leña seca el uno contra el otro.
—Bueno, haz la prueba, y veremos si consigues otra cosa que romperte los brazos.
—No obstante, es un procedimiento muy sencillo y muy usado en las islas del Pacífico.
—No digo que no —contestó Pencroff—, pero los salvajes conocen la manera de usarlo y emplean madera especial, porque más de una vez he querido procurarme fuego de esa suerte y no lo he conseguido nunca. Confieso que prefiero las cerillas. ¿Dónde están mis cerillas?
Pencroff buscó en su chaleco la caja de cerillas, que no abandonaba nunca, ya que era un fumador rabioso. No la encontró. Buscó en los bolsillos del pantalón y tampoco halló nada, con lo cual llegó al colmo su estupor.
—¡Buena la hemos hecho! —dijo mirando a Harbert—. Se habrá caído de mi bolsillo y la he perdido. Tú, Harbert, ¿no tienes nada, ni eslabón, ni nada que pueda hacer fuego?
—¡No, Pencroff!
El marino salió seguido del joven, rascándose la frente.
En la arena, en las rocas, cerca de la orilla del río, por todas partes buscaron con el mayor cuidado, pero inútilmente. La caja era de cobre y no hubiera podido escapar a sus miradas.
—Pencroff —preguntó Harbert—, ¿no has tirado la caja desde la barquilla?
—Ya me guardé bien —contestó el marino—; pero, cuando ha sido uno sacudido como nosotros por los aires, un objeto tan pequeño puede haber desaparecido. ¡Mi pipa! ¡También me ha abandonado! ¡Diablo de caja! ¿Dónde puede estar?
—El mar se retira —dijo Harbert—; corramos al sitio donde tomamos tierra.
Era poco probable que se encontrase la caja, que las olas habían debido arrastrar por los guijarros durante la alta marea; sin embargo, nada se perdía con buscarla. Harbert y Pencroff se dirigieron rápidamente hacia el lugar donde habían tomado tierra el día anterior, a doscientos pasos más o menos de las Chimeneas.
Allí, entre los guijarros y entre los huecos de las rocas, registraron minuciosamente, pero en vano. Si la caja hubiera caído en aquella parte, habría sido arrastrada por las olas. A medida que el mar se retiraba, el marino registraba todos los intersticios de las rocas, sin encontrar nada. Era una pérdida grave en aquellas circunstancias, y por el momento, irreparable.
Pencroff no ocultó su vivo descontento. Su frente se había arrugado gravemente y no pronunciaba ni una palabra. Harbert quería consolarle haciéndole observar que probablemente las cerillas estarían mojadas por el agua del mar y que no valdrían.
—No —contestó el marino—. Están dentro de una caja de cobre que cierra muy bien. ¿Y, ahora, cómo nos las arreglaremos?
Ya encontraremos algún medio de procurarnos fuego —dijo Harbert—. Smith y Spilett no serán tan tontos como nosotros.
—Sí —respondió Pencroff—, pero mientras estamos sin fuego, y nuestros compañeros no encontrarán más que una triste cena a su vuelta.
—Pero —dijo vivamente Harbert—¡es imposible que no traigan cerillas o yesca!
—Lo dudo —respondió el marino sacudiendo la cabeza—. En primer lugar, Nab y Smith no fuman, y temo que Spilett haya preferido conservar su carnet y su lápiz en vez de la caja de cerillas.
Harbert no contestó. La pérdida de la caja era evidentemente un hecho sensible; sin embargo, el joven contaba con poder procurarse fuego de una manera u otra. Pencroff, hombre más experimentado, a quien no le asustaban las dificultades grandes y pequeñas, no era del mismo parecer; pero, de todos modos, no había más que un partido: esperar la vuelta de Nab y del periodista, renunciando a la cena de huevos, que quería prepararles. El régimen de carne cruda no le parecía, ni para ellos ni para él mismo, una perspectiva agradable.
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