La orgánica neorranchera se magnifica al magnificar la verba petulante y tribucitadina (“¡O sea...!”) de esa irresistible Cami chocantísima (“El vaquerito no va a tocar las bubis de las vacas”) de repetitivo léxico lo que sigue de limitado (“Equis, ¡ya! Equis”) o que campechanea en cada desternillante frase espontánea y por alícuotas partes iguales el español mamila con el inglés rebuscadazo (“Hoy es top one: shots mil” / / “La manteca es megatóxica, superunhealthy” / / “Voy a ser tu matchmaker”), siempre formidablemente sostenida y valorada por un exquisito diseño de producción de la excuequera Lorenza Manrique, una refinada fotografía superdinámica de Alejandro Pérez Gavilán, una edición precisa aunque sea con base en cortes inmisericordes de Óscar Figueroa Jara, un insinuante diseño sonoro atmosférico de Miguel Ángel Molina Gutiérrez y last but not least la música esquizofrénica de los jovencísimos Diego Benlliure Conover, Héctor Ruiz, Juan Andrés Vergara y Carlos Vértiz Pani, que mezcla sin piedad auditiva cualquier folclor con toda especie de alucine posroquero-pospunk.
La orgánica neorranchera se descubre finalmente como una nueva estrategia y un novedoso rodeo para redefinir al rancho en sí como un espacio idílico neofeudal-neoencomendero-neoporfiriano donde los habitantes viejos viven extrañando la amistad de sus patrones (¿un solo patrón nos falta y todos los ranchos están despoblados?) y los rudos nuevos rancheros aprovechan cualquier oportunidad para imponer su derecho a ser infelices (“Se va a quedar en la cabaña imperial”) y hacerse de un programa social que los civilice y reeducar a cualquier malcriada muchacha citadina para que los rescate de una ignominiosa desaparición y les resucite la sabiduría fabricante de su atávico mezcal bendito (con piña machacada y demás, añorando la nostalgia del ya imposible triángulo amoroso con el caporal apuesto y la rancherita cardiaca (ahora cumpliendo tardíos quince años simbólicos) del inefable Allá en el Rancho Grande (Fernando de Fuentes, 1936), entre la reiterativa afirmación axiológica clásica del Menosprecio de corte y alabanza de aldea (la obra moralista clave de Fray Antonio de Guevara contra la corrupción cortesana del siglo XVI) que hawksianamente planteaba con vigor satírico Luis Alcoriza en su cinta maestra Tiburoneros (1962) y la explotación actual de los excesos / excentricidades / desfiguros / abusos / choques de las tribus urbanas que van de Nosotros los Nobles (Gary Alazraki, 2012) a Mirreyes vs. Godínez (Salvador Cartas, 2019).
Y la orgánica neorranchera consuma grácilmente una fabulita ejemplar con un gran vuelco y luego ínfimas reconversiones, medio bobalicona medio sosa, que no le hace daño a nadie, pero tampoco ningún bien, rumbo al apoteótico top shot armonizador de clases rurales-urbanas final que en forma grandilocuente corona el rudo aprendizaje y el inmediato ejercicio colectivo del “verdadero valor de las cosas”.
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