Jorge Ayala Blanco - La orgánica del cine mexicano

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La decimosexta entrega del célebre abecedario del cine mexicano, presenta en exclusiva material inédito de la investigación en curso del crítico cinematográfico con mayor trayectoria en nuestro país. El uso creativo y expresivo del lenguaje es uno de los acentos distintivos de la prosa inconfundible con la que Ayala Blanco va tejiendo, meticulosamente, el panorama del cine mexicano a través del análisis, película por película, de un centenar de obras producidas entre 2014 y 2019. La orgánica del cine mexicano se suma a sus antecesoras para dar cuenta del fenómeno fílmico nacional, escudriñando sistemática y rigurosamente la producción actual; en este caso, muestra al cine mexicano en su aspiración «a una orgánica que lo libere de la implícita censura dominante en nuestro país», al asumirse, al mismo tiempo, como «un organismo vivo».

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La orgánica sexomarásmica contrapone de manera facilona la miseria sexual con el éxito profesional, donde la trama de comedia romántica a la mexicana actual llega a la cúspide del apeñuscamiento embutido, donde Alicia podrá descubrir sobre seguro humorístico el goce genital para ingresar al auténtico País de las Maravillas porque ya erotizada y satisfecha “nada la detiene”, donde la mentirosa patológica por impulso deliberado y por omisión (que no son lo mismo según se remarca) sufrirá apenas el castigo del aplazamiento del arribo victorioso de la felicidad, para que a su abrumador retrato de una frígida abrumada le ocurra y transcurra y recurra algo muy semejante a lo que sucedía a Una mujer sin filtro en la zozobrante versión nacional de la franquicia chilena dirigida por el mismo Luis Eduardo Reyes cuyo estudio del comportamiento de una treintona enajenada pronto llegaba al tope, se desviaba de su objetivo y derivaba en sandeces, para acabar devaluando todo aquello que brillante o forzadamente había conseguido, al negar una a una todas las invectivas presuntamente subversivas lanzadas a su paso, mediante disculpas de lugar común (“Estamos mejor que nunca, ya cambié”) y una colmena de mujeres-avispa desatadas persiguiendo su sueño, por lo menos ahora también corporal, si bien congestionada, en una sexocongestión que ninguna estrella del viejo cine populachero de los años noventa (el de posficheras, el de albures con nalguita, el del imperio del Güero Castro, el de Las Nachas o su eufemismo Las Ignacias de Alfredo Zacarías de 1991) hubiera imaginado jamás, aun en la plenitud de la complacencia, que es asimismo la complacencia del cine de Reyes apostando desde sus épocas de autor escénico por fórmulas vulgares y por una visión limitada y reduccionista de la sociedad (Modelo antiguo llevado a la pantalla por Raúl Araiza en 1992 y De interés social filmado como Golpe de suerte por Marcela Fernández Violante el mismo año), esa complacencia que magnifica el paradigma sexo / éxito como un binomio fatal, una ecuación irresoluble, la dicotomía impensable de zanjar en una sociedad subdesarrollada: érase una chica treintona de Modelo antiguo y De interés social escaso que se volvió Loca por el orgasmo; más que un escándalo viviente, un retroceso en lo poco alcanzado por la lucha feminista del siglo XXI.

La orgánica sexomarásmica funciona ante todo como un escueto surtidor de gags que, sin orden ni concierto y desconcertantes o arbitrarios, parecen extraerse de todas partes, como lo son las delicias orgásmicas procuradas por la buena vibra plástica del conejito sexual que guiña perversamente el ojo sensual o avanza vertiginosamente inmóvil por un pasillo móvil por efecto óptico o encarna en un abismado compañero de carrito en la montaña rusa de Chapultepec, los inacabables orgasmos desquiciantes en negrísima lencería supersexy, las falsas celebraciones tumultuarias de los empleados de la sexshop al agasajable “Cliente 69” que será cualquiera que suba la escalerilla de la calle para dignarse a entrar en el sitio indigno, los orondos paseíllos por intercorte sincopado de la hembra golosa al fin por una vez sexualmente satisfecha, las indefectibles interpretaciones distorsionadas de los clamores placenteros tras las puertas por Alicia celosa o por su hijito cándido (“Sufre mucho con mi papá, verdad” / “Hasta lo máaas profundo”, suspira la criada presa de envidia anhelante), los multiformes arrebatos de histeria permanente e inidentificable procedencia sexoinconsciente supuestamente característicos de la mujer moderna siempre gesticulante o sobreactuando cual enervada, las laptops operadas en el asiento trasero o cual perfecto sucedáneo comunicacional o informativo, los derrumbamientos de ánimo femenino cayendo al suelo tras la cama o descomponiendo feamente la faz o azotando la frente contra la mesa del comedor u ovillándose gemebunda en un rincón o permaneciendo incólume ante las obscenas agitaciones de lengua masculina, las obviotas fijaciones orales de la amiga chupando paletas de caramelo rojo a diestra y siniestra, la rosada maleta-caja de Pandora erótica que se abrirá en el momento inoportuno para expandir su promesa oportuna, la misericordiosa coincidencia sainetera barata de un Leo por Leonardo con un Leo por Leopoldo o Polo que elimina la presunta infidelidad del marido, y last but not least el cruel cortón marital unilateral por una llamada de teléfono inteligente (“Hola Alicia, vamos a separarnos un tiempo”) y el perenne e insistente y mareador jugueteo con los dispositivos celulares cual si estuvieran vivos y más allá de su valor como símbolo de estatus (que hace mucho no lo son) o utilitario comunicacional: causantes de interruptus y de celos irreprimibles, invasivos, portadores de mensajes borrables de inmediato sin dejar huella como si nunca hubiesen existido, delatores, inagotables fuentes de datos enojosos e intempestivas reacciones viscerales, considerados síntomas de irritación máxima o de (des)lealtad inequívoca, conductos de noticias inesperadas o datos capaces de hacer cambiar algún proyecto fundamental de vida, arrojables muy lejos cual aparatos condenados con vida propia y al final sustituibles por uno de emergencia, uf, o séase en suma, un verdadero bombardeo de gags de dudoso gusto eficaz o en definitiva indigestos o de inefable pena ajena.

La orgánica sexomarásmica se quiere dar el lujo de ser tan socarrona cuan hipócritamente erotómana de manera natural, gracias al personaje de la madre erotizada sólo porque aquí no se discrimina a la tercera edad como base de invectivas beatas y pueril-seniles reducciones al absurdo (¿la exclusión / inclusión de la vejez sexualizada resulta ahora chistosa en sí?), o de manera autoexcitada, a través del proceso-progreso físico de la propia heroína, sólo atenta al regreso del Señor que de súbito propala a gritos entusiastas la sirvienta, en armonía con la sobrevaloración setentera del orgasmo femenino recién desinhibido antier (“¿Alguna vez has tenido un orgasmo?” / “Millones, nooo”) porque ¿seguirá siendo subversivo? y con esa fotografía a base de rimbombantes encuadres y pesadillescos colores pastel de Alejandro Fido Pérez-Gavilán, esa música de Pascual Reyes que se asume vil eco de numerosas cancioncitas descerebradas y machaconas, esa edición precipitada y casi subliminal de Óscar Figueroa, y ese diseño de producción con dirección de arte de Nicolás Scabini al punto de la rutilancia innecesaria, al que ni el ofuscado diseño sonoro de Rodolfo Romero y Emmanuel Romero será capaz de salvar del ridículo radiante.

La orgánica sexomarásmica encuentra la manera de ser sólo sintomática, romanticona, defensora e inclusive ensalzadora de la institución matrimonial, tan púdica y posvirginal como “una orgía de castidad” (diría Jean Cocteau), una erotomanía pudibunda, pese a la salacidad de su humor meramente verbal (“¿De a doble, pues por dónde?”) y de sus situaciones sexuales e incluso directamente genitales, pues en última instancia trascenderá un ni-ni-ni apabullante y arrasador de coitos no realizados, ya que ni el marido babas se acostaba con la gimiente rubia Daniela, ni la compulsiva Alicia ni la falsa promiscua Marcela podían acostarse con los guapísimos galanes del antro porque eran gays, ni Daniela ni Marcela querían otra cosa que casarse con sus reacios prometidos, e incluso la tal Amanda tan aceptada por el pequeño navegante Santiago y su insulso padre no podría resultar otra cosa que una perraza de aguas, como gag casi final.

Y la orgánica sexomarásmica concluye culminantemente con el abalanzamiento de la redimida Alicia sobre los rendidos miembros de su incuestionable familia nuclear, porque “Ustedes son únicos y para toda la vida”, renunciando a su adicción al trabajo, pero quizá sólo hasta cierto punto, pues ahí está acechando otro telefonema oportunamente inoportuno solicitándole el marketing de quince tiendas sexuales en el merito todoacomplejante Nueva York.

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