José Antonio Morán Varela - La frontera que habla

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El autor nos invita a que nos embarquemos en una metafórica canoa y le acompañemos por los ríos de las cuencas del Orinoco y Amazonas que delimitan la frontera de Colombia con Venezuela y Brasil por donde se adentró en 2017 justo después de los acuerdos de paz con las FARC. Nos guiará, con la frescura del foráneo, a través de una narración que busca iluminar la opacidad impuesta por el conflicto bélico que dejó a la zona sin cronistas durante medio siglo.
Pero el viaje, repleto de aventura y contratiempos, no es más que el hilo conductor para trascender lo anecdótico, la excusa para convertir cualquier parada, conversación o incidencia en historias reveladoras de la esencia de una Colombia que, como si de un funambulista se tratara, necesita mirar hacia adelante para no caer al abismo que le rodea. Nada como transitar sus fronteras para reflexionar sobre lo que ocurre en su interior, nada como trasladarse por la marginalidad de su difusa y porosa periferia para descubrir en cada recodo voces en busca de oídos que les liberen de sus infinitos ecos, paisajes que claman por no acoger a individuos siniestros y sueños esperanzados con materializarse.
Los dispares personajes que con una naturalidad no exenta de drama se irá encontrando el viajero-lector, le retarán a introducirse por recovecos mentales con los que posicionarse ante los múltiples desafíos que le saldrán al paso. Es lo que ocurre cuando se presta atención a una frontera que habla. Es así como comenzará a familiarizarse con el que tal vez sea el país menos comprendido de Latinoamérica; y posiblemente, al final del recorrido, se unirá a Humboldt para proclamar que «La visión más peligrosa del mundo es la de aquellos que no han visto mundo».

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Me embelesó su naturaleza, su historia, su gente y hasta su gastronomía; fue un amor a primera vista que cultivé cuanto pude. Incluso me dejé seducir por sus innumerables contradicciones porque me obligaron a agudizar aún más los sentidos para tratar de desentrañar sus misterios: ¿cómo comprender a un país que habiéndose librado de la lacra de las dictaduras que diezmaron a sus vecinos, estuviera envuelto en el drama más longevo de guerra civil no declarada del continente? ¿Cómo era posible que rigiéndose por la Constitución de 1991, paradigma de respeto y convivencia entre el centenar de etnias que lo habitan, no deje de supurar por infinidad de heridas como las de los desplazados, indígenas, pobres y comunidades negras? ¿Cómo entender que poseyendo una de las mayores riquezas medioambientales del planeta, tenga a sus recursos naturales pendientes del fino hilo de cómo enfoquen el progreso a partir de ahora? ¿Cómo compatibilizar, en fin, que estando sus universidades implicadas en la búsqueda de soluciones colectivas, existiera un velo que cubría gran parte de lo ocurrido durante décadas en amplias zonas de su territorio?

No quería cometer el error de pensar que un país tan poliédrico y paradójico necesariamente tuviera que vivir en esta dramática ambigüedad. Por eso, para comprenderlo mejor, me propuse dar un paso más allá de la zona de confort y adentrarme por senderos confusos. Intuía que, si conseguía hacerlo, tendría acceso a un mundo en el que aún se escucharían voces en busca de oídos, sonidos que querrían liberarse de sus infinitos ecos, paisajes clamando por no acoger a personajes siniestros, sueños esperanzados en materializarse, proyectos ansiando un futuro más placentero... Pero los obstáculos eran muy grandes y el sendero tenía guardianes que impedían su acceso.

—¡La semana pasada hubo problemas! —me contestaron la última vez que pregunté en Turbo en la oficina de las lanchas que remontan el Atrato con la intención de sondear cómo estaba el tema de la seguridad.

—Pero, ¿qué tipo de problemas? —les pregunté a sabiendas de que en esto los colombianos no dan más información que la que estrictamente demanda la pregunta.

—Unos manes armados abordaron la lancha y se quedaron con ella y con varios pasajeros y al resto los abandonaron en la selva —respondieron con toda naturalidad. En este caso era el Atrato, pero podrían haber sido el Meta, el Putumayo, el Caquetá, el Guaviare o cualquier otro río el que mostrara una geografía de sangre tan difícil de asimilar como de visitar; desgraciadamente había asociado los nombres de los ríos colombianos a plomo, a fuego y a cuerpos emergidos en sus orillas como testigos mudos de las innumerables masacres allí perpetradas. Pero a la vez sabía de la existencia de personas, de historias y de grupos resilientes que no solo plantaban cara a las injusticias, sino que anhelaban construir una sociedad donde ellos y sus hijos pudieran disfrutar, sin rencor, del exuberante país que los vio nacer.

Sin embargo, recientemente, algo muy importante había cambiado en Colombia, algo que redoblaba la esperanza de poder acceder a zonas anteriormente vetadas: el gobierno y las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), la guerrilla más numerosa y longeva hasta ese momento, acababan de firmar la paz en septiembre de 2016. Implicaba que los dos contendientes más importantes del complejo rompecabezas colombiano finalizaran los combates y que, en consecuencia, el campo de sus batallas dejara de estar prohibido para el foráneo. Más allá de las prudentes dudas, sentía un ansia renovada por acercarme a esas puertas que, sin estar cerradas, me habían marcado un límite infranqueable hasta el momento. Concretar a cuál de ellas dirigirse aquel 3 de julio de 2017 fue idea de Silvia, mi querida compañera de viaje con quien comparto una inmensa fascinación por el país cafetero.

—¿Por qué a Puerto Carreño? —le pregunté cuando me planteó esa posibilidad.

—Porque tiré un dado sobre el mapa de Colombia y cayó ahí —me contestó no sin cierta dosis de verosimilitud.

—Pero no te extrañes si no podemos movernos libremente cuando lleguemos.

—Entonces damos media vuelta y punto —remató con decisión.

El avión tuvo que hacer un giro muy pronunciado para no invadir cielo venezolano y aterrizar en la pequeña pista, alrededor de la cual ha ido creciendo la población. Puerto Carreño está situado en la confluencia del Meta con el Orinoco que a su vez delimita durante cientos de kilómetros la frontera entre Colombia y Venezuela. A pesar de la fama que le ha acompañado por su belicosa ubicación, ahora la localidad es tranquila, acogedora y goza de todas las comodidades burocráticas de cualquier capital de provincia; cuenta con unas calles tan anchas que para cruzarlas en el mes de julio uno debe calcular si empaparse o asfixiarse según que caiga una tromba de agua o que el sol esté en su punto cenital.

—¿Te das cuenta de la casualidad? —me preguntó retóricamente Silvia tras acomodar nuestros escasos bártulos en el popular hotel La Vorágine.

—Tal vez los siguientes alojamientos que encontremos se llamen El río y Humboldt.1 Parece que los astros se ponen de nuestro lado —respondí presumiendo que íbamos por buen camino.

—Pues aprovechémoslo. ¿Por dónde comenzamos a indagar?

—Vamos a la calle; es nuestra mejor aliada.

La naturalidad con que se vendían pasajes para desplazarse en lancha por el Meta, el que hasta no hacía mucho era un río prohibido , fue el primer indicio de que la zona estaba pacificada; el segundo, que en el patio de nuestro hotel aparcaban varios cuatro por cuatro de adinerados bogotamos traídos en barco para competir por los alrededores. La confirmación nos llegó con Alicia, la empleada de la oficina del Parque Natural Nacional del Tuparro al que pretendíamos acceder para, posteriormente, continuar navegando rumbo al Alto Orinoco.

—Claro que pueden ir al Tuparro; y los vamos a tratar muy bien —nos dijo Alicia un tanto sorprendida con nuestra intención—. ¿Les organizo un plan? Estamos deseando que vengan visitantes.

—Pero después del Tuparro queremos seguir remontando el Orinoco en vez de regresar acá. ¿Es posible? —le pregunté.

—En cuanto a seguridad es posible porque, como van a comprobar, el ejército está por todas partes. En lo referente a la infraestructura del recorrido deben buscarse ustedes la vida debido a que no hay lanchas más allá de Casuarito —matizó.

—¿Tiene alguna referencia de lancheros a los que podamos dirigirnos para encauzar nuestro viaje?

El problema por la falta de transporte público no era menor ya que, salvo en algún tramo con trocha, no existía otra posibilidad para moverse que no fuera por agua; se agravó aún más cuando comprobamos en el mapa que en las riberas del Orinoco apenas aparecían lugares habitados hasta Inírida, otra minúscula capital de provincia que contaba con aeropuerto (siempre bienvenido por si hubiera que utilizarlo).

Las referencias de Alicia nos condujeron al lanchero Rusvel para ver si podíamos organizar con él una expedición; a pesar de sus buenas intenciones, tuvimos la clarividencia suficiente como para percibir que no era la persona que necesitábamos. Sin embargo, se convirtió en el mejor anfitrión de los alrededores de Puerto Carreño. Nos llevó con su lancha a las desembocaduras del otrora sangriento Meta y del prístino Vita —el primer río colombiano en ser protegido—, a los misteriosos petroglifos sobre las viejas piedras del macizo guayanés y a avistar infinidad de aves en los laberintos selváticos de Caño Negro. Navegamos sobre ríos rebosantes con anchuras que se medían por cientos y hasta por miles de metros mientras las tormentas no cesaban de empaparnos y de estremecernos con su amenazante aparato eléctrico; había tal cantidad de agua que la embarcación se desplazaba entre las copas de los árboles que permanecían hundidos durante meses. Fue el lanchero Rusvel quien, sin saberlo, nos introdujo en esa orgía acuática que nos atrapó desde el inicio en su torrente de vida.2

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