Lucio Victorio Mansilla - Una excursión a los indios ranqueles

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Una excursión a los indios ranqueles: краткое содержание, описание и аннотация

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A fines de 1868 Lucio Victorio Mansilla llega a Córdoba con el cargo de comandante de fronteras. Trabaja intensamente en la provincia y, dos años después, resuelve firmar un tratado de paz con los indios ranqueles. Viaja a las tolderías de los caciques Ramón, Mariano Rosas y Baigorrita, donde permanece más de dos semanas. Su plan de pacificación es posteriormente rechazado tanto por el presidente Domingo F. Sarmiento como por el Congreso, frustrándose así una de las últimas oportunidades de establecer con los indios un sistema de convivencia razonable y de mutua comprensión y respeto. Sin embargo, su permanencia entre los ranqueles dará origen a una de las obras más fascinantes y mejor escritas de nuestra literatura:
Una excursión a los indios ranqueles, que fue primero publicada en entregas en forma de cartas o apostillas en el diario
La Tribuna, en las que mediante un estilo ágil, de sorprendente modernidad, el autor da una descripción veraz y objetiva de la situación de los pueblos originarios que habitaban la actual República Argentina. La rica personalidad de Mansilla, una de las más interesantes de nuestro pasado histórico y literario, se manifiesta en toda su potencia en este libro singular, que Tolemia ofrece en su versión completa.

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Llegábamos al paso del Lechuzo, famoso por ser uno de los más frecuentados por los indios en la época tristemente memorable de sus depredaciones.

Hay allí un montoncito de árboles, corpulentos y tupidos, que tendrá como una media milla de ancho y que de noche el fantástico caminante se apresura a cruzar por un instinto racional que nos inclina a acortar el peligro.

El paso del Lechuzo, con su nombre de mal agüero, es una excelente emboscada y cuentan sobre él las más extrañas historias de fechorías hechas allí por los indios.

Lo cruzamos al trote, azotando las ramas caballos y jinetes; al salir de la espesura, piqué yo el mío con las espuelas, y diciéndole a Fray Marcos –Oiga, padre–, me puse al galope seguido por el buen franciscano, que no tenía entonces, como no tiene ahora, para mí más defecto que haberme maltratado un excelente caballo moro que le presté.

El ayudante y los tres soldados que me acompañaban quedáronse un poco atrás y nada pudieron oír de nuestra conversación.

El padre tenía su imaginación llena de las ideas de los gauchos que han solido ir a los indios por su gusto o vivir cautivos entre ellos.

Consideraba mi empresa la más arriesgada, no tanto por el peligro de la vida, sino por la fe púnica de los indígenas. Me hizo sobre el particular las más benévolas reflexiones, y por último, dándome una muestra de cariño, me dijo: “Bien, coronel: pero cuando usted se vaya, no me deje a mí, usted sabe que soy misionero”.

Yo he cumplido mi promesa y él su palabra.

Los preparativos para la marcha se hicieron en el fuerte Sarmiento, donde a la sazón se hallaba una comisión de indios presidida por Achauentrú, diplomático de monta entre los ranqueles, y cuyos servicios me han sido relatados por él mismo.

Ya calcularás que los preparativos debían reducirse a muy poca cosa. En las correrías por la pampa lo esencial son los caballos. Yendo uno bien montado, se tiene todo; porque jamás faltan bichos que bolear, avestruces, gamas, guanacos, liebres, gatos monteses, o peludos, o mulitas, o piches o matacos que cazar.

Eso es tener todo andando por los campos: tener que comer.

A pesar de esto yo hice preparativos más formales. Tuve que arreglar dos cargas de regalos y otra de charqui riquísimo, azúcar, sal, yerba y café. Si alguien llevó otras golosinas debió comérselas en la primera jornada, porque no se vieron.

Los demás aprestos consistieron en arreglar debidamente las monturas y arreos de todos los que debían acompañarme para que a nadie le faltara maneador, bozal con cabestro, manea y demás útiles indispensables, y en preparar los caballos, componiéndoles los vasos con la mayor prolijidad.

Cuando yo me dispongo a una correría sólo una cosa me preocupa grandemente: los caballos.

De lo demás, se ocupa el que quiere de los acompañantes.

Por supuesto, que un par de buenos chifles no han de faltarle a ninguno que quiera tener paz conmigo. Y con razón, el agua suele ser escasa en la pampa y nada desalienta y desmoraliza más que la sed. Yo he resistido setenta y dos horas sin comer, pero sin beber no he podido estar sino treinta y dos. Nuestros paisanos, los acostumbrados a cierto género de vida, tienen al respecto una resistencia pasmosa. Verdad que, ¡qué fatiga no resisten ellos!

Sufren todas las intemperies, lo mismo el sol que la lluvia, el calor que el frío, sin que jamás se les oiga una murmuración, una queja. Cuando más tristes parecen, entonan un airecito cualquiera.

Somos una raza privilegiada, sana y sólida, susceptible de todas las enseñanzas útiles y de todos los progresos adaptables a nuestro genio y a nuestra índole.

Sobre este tópico, Santiago amigo, mis opiniones han cambiado mucho desde la época en que con tanto furor discutíamos, a tres mil leguas, la unidad de la especie humana y la fatalidad histórica de las razas.

Yo creía entonces que los pueblos greco-latinos no habían venido al mundo para practicar la libertad y enseñarla con sus instituciones, su literatura y sus progresos en las ciencias y en las artes, sino para batallar perpetuamente por ella. Y, si mal no recuerdo, te citaba a la noble España luchando desde el tiempo de los romanos por ser libre de la dominación extranjera unas veces, por darse instituciones libres otras.

Hoy pienso de distinta manera. Creo en la unidad de la especie humana y en la influencia de los malos gobiernos. La política cría y modifica insensiblemente las costumbres, es un resorte poderoso de las acciones de los hombres, prepara y consuma las grandes revoluciones que levantan el edificio con cimientos perdurables o lo minan por su base. Las fuerzas morales dominan constantemente las físicas y dan la explicación y la clave de los fenómenos sociales.

Terminados los aprestos, recién anuncié a los que formaban mi comitiva que al día siguiente partiríamos para el sur, por el camino del Cuero, y que no era difícil fuéramos a sujetar el pingo en Leubucó.

Más tarde hice llamar al indio Achauentrú y le comuniqué mi idea.

Manifestose muy sorprendido de mi resolución, preguntome si la había transmitido de antemano a Mariano Rosas y pretendió disuadirme, diciéndome que podía sucederme algo, que los indios eran muy buenos, que me querían mucho, pero que cuando se embriagaban no respetaban a nadie.

Le hice mis observaciones, le pinté la necesidad de hablar yo mismo sobre la paz con los caciques y el bien inmenso que podía resultar de darles una muestra de confianza tan clásica como la que les iba a dar.

Sobre todos los pensamientos el que más me dominaba era este: probarles a los indios con un acto de arrojo, que los cristianos somos más audaces que ellos, y más confiados cuando hemos empeñado nuestro honor.

Los indios nos acusan de ser gentes de muy mala fe, y es inacabable el capítulo de cuentos con que pretenden demostrar que vivimos desconfiando de ellos y engañándolos.

Achauentrú es entendido, y comprendió no sólo que mi resolución era irrevocable, que decididamente me iba al día siguiente, sino algunos de los motivos que le expuse.

Entonces, me ofreció muchas cartas de recomendación, y como favor especial me pidió que del Cuero adelantara un chasqui avisando mi ida; primero para que no se alarmasen los indios y segundo para que me recibieran como era debido.

Le pedí para el efecto un indio, y me dio uno llamado Angelito, sin tener nada de tal.

Positivamente los nombres no son el hombre.

Después de hablar Achauentrú conmigo, fuese a conversar con el padre Marcos y su compañero fray Moisés Álvarez, joven franciscano natural de Córdoba, lleno de bellas prendas, que respeto por su carácter y quiero por su buen corazón.

Al rato vinieron todos muy alarmados, diciéndome que los indios todos, lo mismo que los lenguaraces, conceptuaban mi expedición muy atrevida, erizada de inconvenientes y de peligros, y que lo que más atormentaba su imaginación era lo que sería de ellos si por alguna casualidad me trataban mal en Tierra Adentro o no me dejaban salir.

Híceles decir, porque quedaban en rehenes, que no tuvieran cuidado, que si los indios me trataban mal, ellos no serían maltratados; que si me mataban, ellos no serían sacrificados; que sólo en el caso de que no me dejasen volver, ellos no regresarían tampoco a su tierra, quedando en cambio mío, de mis oficiales y soldados. Ellos eran unos ocho, me parece, y los que íbamos a internarnos diecinueve.

Y les pedí encarecidamente a los padres, les hicieran comprender que aquellas ideas eran justas y morales.

Tranquilizáronse; después de muchos meses de estar en negocios conmigo, no habiéndolos engañado jamás ni tratado con disimulo, sino así tal cual Dios me ha hecho: bien unas veces, mal otras, porque mi humor depende de mi estómago y de mis digestiones, habían adquirido una confianza plena en mi palabra.

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