Mientras se parlamenta hay que obsequiar a la comisión con licores y cigarros.
Los indios no rehúsan jamás beber, y cigarros, aunque no los fumen sobre tablas, reciben mientras les den.
Pero no beben, ni fuman cuando no tienen confianza plena en la buena fe del que les obsequia, hasta que éste no lo haya hecho primero.
Una vez que la confianza se ha establecido cesan las precauciones, y echan al estómago el vaso de licor que se les brinda, sin más preámbulos que el de sus preocupaciones.
Una de ellas estriba en no comer ni beber cosa alguna, sin antes ofrecerle las primicias al genio misterioso en que creen y al que adoran sin tributarle culto exterior. Consiste esta costumbre en tomar con el índice y el pulgar un poco de la cosa que deben tragar o beber y en arrojarla a un lado, elevando la vista al cielo y exclamando: ¡Para Dios!
Es una especie de conjuro. Ellos creen que el diablo, Gualicho, está en todas partes, y que dándole lo primero a Dios, que puede más que aquél, se hace el exorcismo.
El parlamento se inicia con una serie inacabable de salutaciones y preguntas, como verbigracia:
–¿Cómo está usted? ¿Cómo están sus jefes, oficiales y soldados? ¿Cómo le ha ido a usted desde la última vez que nos vimos? ¿No ha habido alguna novedad en la frontera? ¿No se le han perdido algunos caballos?
Después siguen los mensajes, como por ejemplo:
–Mi hermano, o mi padre, o mi primo, me ha encargado le diga a usted que se alegrará que esté usted bueno en compañía de todos sus jefes, oficiales y soldados; que desea mucho conocerle; que tiene muy buenas noticias de usted; que ha sabido que desea usted la paz y que eso prueba que cree en Dios y que tiene un excelente corazón.
A veces cada interlocutor tiene su lenguaraz, otras es común.
El trabajo del lenguaraz es ímprobo en el parlamento más insignificante. Necesita tener una gran memoria, una garganta de privilegio y muchísima calma y paciencia.
¡Pues es nada antes de llegar al grano tener que repetir diez o veinte veces lo mismo!
Después que pasan los saludos, cumplimientos y mensajes, se entra a ventilar los negocios de importancia, y una vez terminados éstos, entra el capítulo quejas y pedidos, que es el más fecundo.
Cualquier parlamento dura un par de horas, y suele suceder al rato de estar en él, que varios de los interlocutores están roncando. Como el único que tiene responsabilidad en lo que se ventila es el que hace cabeza, después que cada uno de los que le acompañan ha sacado su piltrafa, ya la cosa ni le interesa ni le importa y, no pudiendo retirarse, comienza a bostezar y acaba por dormirse, hasta que el plenipotenciario, apercibiéndose del ridículo, pide permiso para terminar y retirarse, prometiendo volver muy pronto, pues tiene muchas cosas más que decir aún.
Linconao fue atacado fuertemente de las viruelas, al mismo tiempo que otros indios.
Trajéronme el aviso, y siendo un indio de importancia, que me estaba muy recomendado y que por sus prendas y carácter me había caído en gracia, fuime en el acto a verle.
Los indios habían acampado en tiendas de campaña que yo les había dado, sobre la costa de un lindo arroyo tributario del Río Cuarto.
En un albardón verde y fresco, pintado de flores silvestres, estaban colocadas las tiendas en dos filas, blanqueando risueñamente sobre el campestre tapete.
Todos ellos me esperaban mustios, silenciosos y aterrados, contrastando el cuadro humano con el de la riente naturaleza y la galanura del paisaje.
Linconao y otros indios yacían en sus tiendas revolcándose en el suelo con la desesperación de la fiebre; sus compañeros permanecían a la distancia, en un grupo, sin ser osados a acercarse a los virulentos y mucho menos a tocarles.
Detrás de mí iba una carretilla ex profeso.
Acerqueme primero a Linconao y después a los otros enfermos; hableles a todos animándolos, llamé algunos de sus compañeros para que me ayudaran a subirlo al carro; pero ninguno de ellos obedeció, y tuve que hacerlo yo mismo con el soldado que lo tiraba.
Linconao estaba desnudo y su cuerpo invadido de la peste con una virulencia horrible.
Confieso que al tocarle sentí un estremecimiento semejante al que conmueve la frágil y cobarde naturaleza cuando acometemos un peligro cualquiera. Aquella piel granulenta al ponerse en contacto con mis manos, me hizo el efecto de una lima envenenada.
Pero el primer paso estaba dado y no era noble, ni digno, ni humano, ni cristiano, retroceder, y Linconao fue alzado a la carretilla por mí, rozando su cuerpo mi cara.
Aquel fue un verdadero triunfo de la civilización sobre la barbarie; del cristianismo sobre la idolatría.
Los indios quedaron profundamente impresionados; se hicieron lenguas alabando mi audacia y llamáronme su padre.
Ellos tienen un verdadero terror pánico a la viruela, que sea por circunstancia cutáneas o por la clase de su sangre, los ataca con furia mortífera.
Cuando en Tierra Adentro aparece la viruela, los toldos se mudan de un lado a otro, huyendo las familias despavoridas a largas distancias de los lugares infestados.
El padre, el hijo, la madre, las personas más queridas son abandonadas a su triste suerte, sin hacer más en favor de ellas que ponerles alrededor del lecho agua y alimentos para muchos días.
Los pobres salvajes ven en la viruela un azote del cielo, que Dios les manda por sus pecados.
He visto numerosos casos y son rarísimos los que se han salvado, a pesar de los esfuerzos de un excelente facultativo, el doctor Michaut, cirujano de mi División.
Linconao fue asistido en mi casa, cuidándolo una enfermera muy paciente y cariñosa, interesándose todos en su salvación, que felizmente conseguimos.
El cacique Ramón me ha manifestado el más ardiente agradecimiento por los cuidados tributados a su hermano, y éste dice que después de Dios, su padre soy yo, porque a mí me debe la vida.
Todas estas circunstancias, pues, agregadas a las consideraciones mentadas en mi carta anterior, me empujaban al desierto.
Cuando resolví mi expedición, guardé el mayor sigilo sobre ella. Todos vieron los preparativos, todos hacían conjeturas, nadie acertó. Sólo un fraile amigo conocía mi secreto.
Y esta vez no sucedió lo que debiera haber sucedido a ser cierto el dicho del moralista: Lo que uno no quiere que se sepa no debe decirse.
Es que la humanidad, por más que digan, tiene muchas buenas cualidades, entre ellas, la reserva y la lealtad.
Supongo que serás de mi opinión, y con esto me despido hasta mañana.
Quién conocía mi secreto. El Río Quinto. El paso del Lechuzo. Defecto de un fraile. Compromiso recíproco. Preparativos para la marcha. Resistencia de los gauchos.
Cambio de opiniones sobre la fatalidad histórica de las razas humanas. Sorpresa de Achauentrú al saber que me iba a los indios. Pensamiento que me preocupaba.
Ofrecimientos y pedidos de Achauentrú. Fray Moisés Álvarez. Temores de los indios. Seguridades que les di. Efectos de la digestión sobre el humor. Las mujeres del fuerte Sarmiento. Un simulacro.
Sólo el franciscano Fray Marcos Donatti, mi amigo íntimo, conocía mi secreto.
Se lo había comunicado yendo con él del fuerte Sarmiento al Tres de Febrero, otro fuerte de la extrema derecha de la línea de frontera sobre el Río Quinto.
Este sacerdote, que a sus virtudes evangélicas reúne un carácter dulcísimo, recorría las dos fronteras de mi mando, diciendo misa en improvisados altares, bautizando y haciendo escuchar con agrado su palabra a las pobres mujeres de los pobres soldados. La que le oía se confesaba.
Era una noche hermosa, de esas en que el mundo estelar brilla con todo el esplendor de su magnificencia. La luna no se ocultaba tras ningún celaje, y de vez en cuando al acercarnos a las barrancas del Río Quinto, que corre tortuoso costeándolo el camino, la veíamos retratarse radiante en el espejo móvil de ese río, que nace en las cumbres de la sierra de la Carolina, y que, corriendo en una curva de poniente a naciente, fecunda con sus aguas, ricas como las del Segundo de Córdoba, los grandes potreros de la villa de Mercedes, hasta perderse en las impasables cañadas de la Amarga.
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