Lucio Victorio Mansilla - Una excursión a los indios ranqueles

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A fines de 1868 Lucio Victorio Mansilla llega a Córdoba con el cargo de comandante de fronteras. Trabaja intensamente en la provincia y, dos años después, resuelve firmar un tratado de paz con los indios ranqueles. Viaja a las tolderías de los caciques Ramón, Mariano Rosas y Baigorrita, donde permanece más de dos semanas. Su plan de pacificación es posteriormente rechazado tanto por el presidente Domingo F. Sarmiento como por el Congreso, frustrándose así una de las últimas oportunidades de establecer con los indios un sistema de convivencia razonable y de mutua comprensión y respeto. Sin embargo, su permanencia entre los ranqueles dará origen a una de las obras más fascinantes y mejor escritas de nuestra literatura:
Una excursión a los indios ranqueles, que fue primero publicada en entregas en forma de cartas o apostillas en el diario
La Tribuna, en las que mediante un estilo ágil, de sorprendente modernidad, el autor da una descripción veraz y objetiva de la situación de los pueblos originarios que habitaban la actual República Argentina. La rica personalidad de Mansilla, una de las más interesantes de nuestro pasado histórico y literario, se manifiesta en toda su potencia en este libro singular, que Tolemia ofrece en su versión completa.

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A propósito de avestruz, después de haber recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir “Lugar del Tigre”.

Los gustos se simplifican con el tiempo, y un curioso fenómeno social se viene cumpliendo desde que el mundo es mundo. El macrocosmo; o sea el hombre colectivo, vive inventando placeres, manjares, necesidades, y el microcosmo, o sea el hombre individual, pugnando por emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización.

A los veinticinco años, somos víctimas de un sinnúmero de superfluidades. No tener guantes blancos, frescos como una lechuga, es una gran contrariedad, y puede ser causa de que el mancebo más cumplido pierda casamiento. ¡Cuántos dejaron de comer muchas veces, y sacrificaron su estómago en aras del buen tono!

A los cuarenta años, cuando el cierzo y el hielo del invierno de la vida han comenzado a marchitar la tez y a blanquear los cabellos, las necesidades crecen, y por un bote de cold cream, o por un paquete de cosmético, ¿qué no se hace?

Más tarde, todo es lo mismo; con guantes o sin guantes, con retoques o sin ellos “la mona aunque se vista de seda mona se queda”.

Lo más sencillo, lo más simple, lo más inocente es lo mejor: nada de picantes, nada de trufas. El puchero es lo único que no hace daño, que no se indigesta, que no irrita.

En otro orden de ideas, también se verifica el fenómeno. Hay razas y naciones creadoras, razas y naciones destructoras. Y, sin embargo, en el irresistible corso e ricorso de los tiempos y de la humanidad, el mundo marcha; y una inquietud febril mece incesantemente a los mortales de perspectiva en perspectiva, sin que el ideal jamás muera.

Pues, cortando aquí el exordio, te diré, Santiago amigo, que te he ganado de mano.

Supongo que no reñirás por esto conmigo, dejándote dominar por un sentimiento de envidia.

Ten presente que una vez me dijiste, censurando a tu padre, con quien estabas peleado:

–¿Sabes por qué razón el viejo está mal conmigo? Porque tiene envidia de que yo haya estado en el Paraguay, y él no.

Es el caso que mi estrella militar me ha deparado el mando de las fronteras de Córdoba, que eran las más asoladas por los ranqueles.

Ya sabes que los ranqueles son esas tribus de indios araucanos, que habiendo emigrado en distintas épocas de la falda occidental de la cordillera de los Andes a la oriental, y pasado los ríos Negro y Colorado, han venido a establecerse entre el Río Quinto y el Río Colorado, al naciente del Río Chalileo.

Últimamente celebré un tratado de paz con ellos, que el Presidente aprobó, con cargo de someterlo al Congreso.

Yo creía que siendo un acto administrativo no era necesario.

¿Qué sabe un pobre coronel de trotes constitucionales?

Aprobado el tratado en esa forma, surgieron ciertas dificultades relativas a su ejecución inmediata.

Esta circunstancia por un lado, por otro cierta inclinación a las correrías azarosas y lejanas; el deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes –he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus tolderías, y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz.

Nuestro inolvidable amigo Emilio Quevedo, solía decirme cuando vivíamos juntos en el Paraguay, vistiendo el ligero traje de los criollos e imitándolos en cuanto nos lo permitían nuestra sencillez y facultades imitativas: –¡Lucio, después de París, la Asunción! Yo digo: –Santiago, después de una tortilla de huevos de gallina frescos, en el Club del Progreso, una de avestruz en el toldo de mi compadre el cacique Baigorrita.

Digan lo que quieran, si la felicidad existe, si la podemos concretar y definir, ella está en los extremos. Yo comprendo las satisfacciones del rico y las del pobre; las satisfacciones del amor y del odio; las satisfacciones de la oscuridad y las de la gloria. Pero ¿quién comprende las satisfacciones de los términos medios; las satisfacciones de la indiferencia; las satisfacciones de ser cualquier cosa?

Yo comprendo que haya quien diga: “Me gustaría ser Leonardo Pereira, potentado del dinero”.

Pero que haya quien diga: “Me gustaría ser el almacenero de enfrente, D. Juan o D. Pedro, un nombre de pila cualquiera, sin apellido notorio”, eso no.

Y comprendo que haya quien diga: “Yo quisiera ser limpiabotas o vendedor de billetes de lotería”.

Yo comprendo el amor de Julieta y Romeo, como comprendo el odio de Silvia por Hernani, y comprendo también la grandeza del perdón.

Pero no comprendo esos sentimientos qué no responden a nada enérgico, ni fuerte, a nada terrible o tierno.

Yo comprendo que haya en esta tierra quien diga: “Yo quisiera ser Mitre”, el hijo mimado de la fortuna y de la gloria, o sacristán de San Juan.

Pero que haya quien diga: “Yo quisiera ser el coronel Mansilla”, eso no lo entiendo, porque al fin, ese mozo ¿quién es?

Al general Arredondo, mi jefe inmediato entonces, le debo, querido Santiago, el placer inmenso de haber comido una tortilla de huevos de avestruz en Nagüel Mapo, de haber tocado los extremos una vez más. Si él me niega la licencia, me quedo con las ganas, y no te gano la delantera,

Siempre le agradeceré que haya tenido conmigo esa deferencia, y que me manifestara que creía muy arriesgada mi empresa, probándome así que mi suerte no le era indiferente. Sólo los que no son amigos pueden conformarse con que otro muera estérilmente... y en la oscuridad.

La nueva línea de fronteras de la provincia de Córdoba no está ya donde tú la dejaste cuando pasaste para San Luis, en donde tuviste la fortuna de conocer aquel tipo que te decía un día en el Morro:

–¡Yo no deseo, señor don Santiago, visitar la Europa por conocer el Cristal Palais, ni el Buckingham Palace, ni las Tullerías, ni el London Tunnel, sino por ver ese Septentrión, ¡ese Septentrión!

Está la nueva línea sobre el Río Quinto, es decir, que ha avanzado veinticinco leguas, y que al fin se puede cruzar del Río Cuarto a Achiras sin hacer testamento y confesarse.

Muchos miles de leguas cuadradas se han conquistado.

¡Qué hermosos campos para cría de ganados son los que se hallan encerrados entre el Río Cuarto y Río Quinto!

La cebadilla, el porotillo, el trébol, la gramilla, crecen frescos y frondosos entre el pasto fuerte; grandes cañadas como la del Gato, arroyos caudalosos y de largo curso como Santa Catalina y Sampacho, lagunas inagotables y profundas como Chemeco, Tarapendá y Santo Tomé constituyen una fuente de riqueza de inestimable valor.

Tengo en borrador el croquis topográfico, levantado por mí, de ese territorio inmenso, desierto, que convida a la labor, y no tardaré en publicarlo, ofreciéndoselo con una memoria a la industria rural.

Más de seis mil leguas he galopado en año y medio para conocerlo y estudiarlo.

No hay un arroyo, no hay un manantial, no hay una laguna, no hay un monte, no hay un médano donde no haya estado personalmente para determinar yo mismo su posición aproximada y hacerme baquiano, comprendiendo que el primer deber de un soldado es conocer palmo a palmo el terreno donde algún día ha de tener necesidad de operar.

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