Lucio Victorio Mansilla - Una excursión a los indios ranqueles

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Una excursión a los indios ranqueles: краткое содержание, описание и аннотация

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A fines de 1868 Lucio Victorio Mansilla llega a Córdoba con el cargo de comandante de fronteras. Trabaja intensamente en la provincia y, dos años después, resuelve firmar un tratado de paz con los indios ranqueles. Viaja a las tolderías de los caciques Ramón, Mariano Rosas y Baigorrita, donde permanece más de dos semanas. Su plan de pacificación es posteriormente rechazado tanto por el presidente Domingo F. Sarmiento como por el Congreso, frustrándose así una de las últimas oportunidades de establecer con los indios un sistema de convivencia razonable y de mutua comprensión y respeto. Sin embargo, su permanencia entre los ranqueles dará origen a una de las obras más fascinantes y mejor escritas de nuestra literatura:
Una excursión a los indios ranqueles, que fue primero publicada en entregas en forma de cartas o apostillas en el diario
La Tribuna, en las que mediante un estilo ágil, de sorprendente modernidad, el autor da una descripción veraz y objetiva de la situación de los pueblos originarios que habitaban la actual República Argentina. La rica personalidad de Mansilla, una de las más interesantes de nuestro pasado histórico y literario, se manifiesta en toda su potencia en este libro singular, que Tolemia ofrece en su versión completa.

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Llegamos a Aillancó, y como allí hay una lagunita de agua excelente, hice alto, eché pie a tierra y mandé mudar caballos.

Mudando estábamos, cuando llegó un grupo de veintiséis indios, encabezados por un hombre blanco, en mangas de camisa, de larga melena, atada con una vincha; de aspecto varonil, un tanto antipático, montando un magnífico caballo overo negro, perfectamente ensillado, con ricos estribos de plata y chapeado, que haciendo sonar unas grandes espuelas, también de plata, y blandiendo una larguísima lanza, y dirigiéndose a mí y sofrenando de golpe el caballo, me dijo:

–Yo soy Bustos.

–Me alegro de saberlo –le contesté con disimulada arrogancia.

–Soy cuñado del cacique Ramón –añadió, cruzando la pierna derecha sobre el pescuezo de su caballo.

–Soy el coronel Mansilla –repuse, imitando su postura, y añadiendo: –¿Cómo está el cacique Ramón?

Contestome que estaba bueno, que mandaba saludarme con todos mis jefes y oficiales, y a saber por qué razón habiendo llegado a sus tierras, pasaba de largo por ellas.

Le dije agradeciéndole el saludo: que no pasaba de largo por sus tierras, callado la boca; que el día antes había adelantado al indio Angelito y al cabo Guzmán con un mensaje.

Me dijo que precisamente de ahí nacía la sorpresa de Ramón, que ellos habían dicho que antes de llegar a las tolderías del cacique Mariano, yo pasaría por las de Ramón.

Seguimos cambiando palabras sobre este tópico, y no tardé en apercibirme de que el cacique Ramón hacía una mistificación ex profeso del mensaje que recibiera.

Ni el indio Angelito ni el cabo Guzmán podían haberse equivocado. Era sumamente difícil. Yo me aseguré antes de despacharlos de Coli-Mula, de que me habían entendido perfectamente bien.

Por otra parte, mi carta al cacique Mariano era terminante, y las tolderías de éste no distan tanto de las de Ramón, como para que no hubiera tenido tiempo de prevenirlo.

Mi diálogo con el caballero Bustos, se prolongó bastante, porque él hablaba castellano lo mismo que yo.

Me avisaron que los caballos estaban prontos, preguntándome si quería mudar el mío.

Contesté que sí, que me tomaran otro; y ofreciéndole a Bustos un cigarro, eché pie a tierra, y convidándole a hacer lo mismo, le dije que pensaba llegar en un rato al toldo de Mariano Rosas.

Mientras me mudaban el caballo, hice extender un poncho bajo un árbol, y sentados en él nos pusimos a platicar como dos viejos conocidos.

Me trajeron el caballo, y cuando ponía el pie en el estribo despidiéndome de Bustos, a quien conocí le había caído en gracia, llegaron simultáneamente por dos rumbos distintos dos grupos de indios.

El uno venía de los toldos de Ramón, y el otro de los toldos de Mariano.

El de Mariano lo encabezaba un capitanejo, hombre de malas pulgas, como se verá después.

El otro, un indio cualquiera.

Mariano mandaba saludarme; Ramón a decirme que ya salía a encontrarme. Despedí al primero con mis agradecimientos, y me dispuse a esperar a Ramón.

Esperándolo estaba, conversando con Bustos, mi comitiva charlaba y se entretenía con los demás indios y con unas chinas que acababan de llegar enancadas de a tres, cuando fuimos acometidos por unos cuantos indios, que, lanza en ristre, y viniendo hacia mí gritaban: ¡winca! ¡winca! ¡matando! ¡matando, winca!

Eché una mirada a mi alrededor, y vi que mi gente estaba resuelta a todo, y con disimulada irritación, le dije a Bustos:

–¿Pensarán éstos hacer alguna barbaridad?

Los bárbaros estaban ya encima. Habloles Bustos y mi lenguaraz en su lengua, y echándose sobre ellos las chinas, sin temor de ser pisoteadas por los caballos, y asiéndose vigorosamente de sus lanzas se las arrancaron de las manos. Los indios bramaban de coraje. Felizmente, el incidente no pasó de ahí.

Los augurios y temores de mi lenguaraz amenazaban confirmarse. Pero ya estábamos en las astas del toro, y no era cosa de retroceder.

Volvió el embajador del cacique Ramón.

¿Con qué embajada? Mañana lo sabrás.

16

El embajador del cacique Ramón y Bustos. Desconfianzas del cacique. Quién era Bustos. Caniupán. Otra vez el embajador de Ramón y Bustos. Un bofetón a tiempo. Mari purrá wentrú. Recepción. Retrato de Ramón. Exigencia de Caniupán. ¡Lo mando al diablo! Conformidad.

Regresó el embajador de Ramón.

En lugar de dirigirse a mí, se dirigió a Bustos.

¿Qué le dijo? Ni lo supe, ni lo sé. Mi lenguaraz no tenía suficiente libertad para hablar conmigo, porque, a más de pertenecer a las tolderías de Ramón, cuyo cuñado estaba allí, a mi lado, rodeábanos muy de cerca muchísimos indios, que atentos y curiosos, no apartaban sus miradas de mí, como queriendo penetrar mis pensamientos.

Lo que no podía ocultárseme era que Bustos y el embajador no estaban acordes. El primero se expresaba con verbosidad, con calor y perceptible descontento.

Mora, aprovechando un instante de distracción de Bustos, me insinuó con aire significativo que Ramón desconfiaba y que Bustos me defendía.

No me había engañado. El hombre había simpatizado conmigo. Ya tenía un aliado. Traté, pues, de acabar de hacer su conquista, afectando la mayor tranquilidad, disimulando que conocía las desconfianzas de Ramón, y encontrando muy natural todo lo que hasta entonces había pasado.

El embajador partió de nuevo, y Bustos y yo seguimos conversando, dándome mala espina el que a cada rato me dijera, como queriendo justificar el extraño proceder de Ramón, que con toda astucia y disimulo me retenía en el camino:

–No tenga miedo, amigo.

–No, no hay cuidado –contestaba yo.

Y bajo la influencia de estas admoniciones, comencé a engendrar sospechas, inclinándome a creer que había andado muy ligero al hacerme la idea de que el hombre había simpatizado conmigo.

Estábamos platicando, habiéndome dicho que había nacido en el antiguo fuerte Federación, hoy Villa de Junín, que su madre fue india y su padre un vecino de Rojas, de apellido Bustos, que en un tiempo fue comandante de Guardia Nacional. Mi comitiva, asediada por los indios, que pedían cuanto sus ojos veían, repartía cigarros, yerba, fósforos, pañuelos, camisas, calzoncillos, corbatas, todo lo que cada uno llevaba encima y le era menos indispensable. De repente, sintiose un tropel, y envueltos en remolinos de polvo, llegaron unos treinta indios, sujetando los caballos tan encima de mí, que si hubieran dado un paso más me hubieran pisoteado.

Bustos no pudo prescindir de gritarles: “¡Eeeeeh!”

Yo, sin moverme del sitio en que estaba, ni cambiar de postura, fruncí el ceño y clavé la mirada en el que venía haciendo cabeza, que encarándoseme y llevando la mano derecha al corazón, me dijo:

–¡Ese soy Caniupán! ¡Capitanejo Mariano Rosas! (y volviendo a señalarse a sí propio) ¡Ese indio guapo!

Seguí mirándolo con torvo ceño.

Junto con las palabras ¡winca! ¡winca! se oyeron algunas otras groseras, de calibre grueso.

Bustos me dijo:

–Montemos a caballo.

Lo tenía ahí cerca, y sin esperar otra insinuación, me levanté del suelo y monté. Mora me dijo, al hacerlo:

–Caniupán quiere hablar con usted, señor.

–Pues que hable lo que guste, dile.

Díjome por medio del lenguaraz: Que Mariano Rosas mandaba saludarme con todos mis jefes y oficiales; que sentía muchísimo no poder recibirme ese día como yo lo merecía; que al día siguiente me recibiría; que tuviese a bien acampar donde me encontraba.

Contestele con la mayor política, resignándome a pasar la noche en Aillancó, y viendo ya que todas aquellas dilaciones eran calculadas.

Mientras el capitanejo y yo hablábamos, varios indios, particularmente uno chileno, nos interrumpían con sus gritos, echándome encima el caballo y metiéndome, por decirlo así, las manos en la cara.

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