Henrietta Rose-Innes - Nínive

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La vida apacible en Nínive, un complejo complejo habitacional a la afuera de Ciudad del Cabo, es interrumpida por una extraña plaga de insectos. Katya Grubbs, dueña de una conocida compañía de control de plagas, es llamada para atender la emergencia. Convencimiento de que todas las criaturas merecen encontrar su lugar en el ecosistema, pronto descubrirá que la vida le ofrece la oportunidad de exorcizar mucho más que un sobrepoblación de escarabajos. La historia de la civilización amenazada por las fuerzas de la naturaleza se mezclan con la revisión del pasado de la protagonista, pues Katya debe enfrentarse a su padre, Len, hombre caótico y de carácter agreste, que también se dedican a exterminar plagas. «La prosa de Henrietta Rose-Innes es admirablemente tirante y clara… Una incorporación muy bienvenida a la nueva literatura Sudafricana.» J.M. Coetzee

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Una borrosa fotografía en blanco y negro exhibe un único e insípido escarabajo en el fondo de un matraz de laboratorio.

El folleto publicitario es mucho más sugestivo. La portada muestra una representación artística de un destellante edificio de marfil, escalonado y rodeado, en la base, de césped de estilo impresionista. El cielo es exultante; las nubes, pinceladas exquisitas. Hay una línea azul oscuro en el horizonte: ¿el mar? “Nínive le da la bienvenida”, se lee en letras cursivas engalanadas. No reconoce la dirección, que incluye el nombre de un suburbio ignoto. Tendrá que investigarlo.

Apoya la imagen contra la tetera: un fragmento de color en el margen de su monótona cocina. Tiene el aroma de un lugar lejano, en otro país, que no pertenece al aquí o al ahora. Desearía encogerse, reducir su tamaño y descansar en una de esas terrazas en miniatura, disfrutar los rayos de un sol pequeño pero potente o, mejor aún, escabullirse en alguna habitación diminuta e inmaculada y cerrar la puerta tras de sí.

Es hora de empezar a escribir en un nuevo cuaderno. Elige uno flamante del cúmulo que se apila en el cajón inferior del casillero para guardar archivos. Se trata de un fino artículo de papelería, confeccionado a la vieja usanza, formato A5, con tapas duras color negro y lomo de tela roja. En los cajones medios y superiores del casillero conserva los cuadernos antiguos, repletos de apuntes de trabajo. Los agota con asombrosa rapidez: comienza uno nuevo cada tres o cuatro meses. En realidad no comprende para qué los preserva. Quizá algún día escriba sus memorias: Una vida entre plagas .

Len jamás garabateó una sola nota; la totalidad de las historias que protagonizó estaba en su mente. Pero a Katya le gusta hacerlo. Elaborar registros es una manera de mantener las cosas en orden.

Toma el lápiz que suele utilizar para esta faena –los lápices son mucho más prácticos que los bolígrafos cuando se trata de trabajar en el lugar de los hechos– y traza un encabezado pulcro: “NÍNIVE”.

Katya negocia sus honorarios con Zintle a fin de emprender una excursión de reconocimiento en Nínive. El señor Brand, al parecer, espera que ella se hospede dentro de la propiedad, en las “dependencias destinadas a los conserjes”. Normalmente, Katya no accedería, pero dada la magnitud del proyecto –y el generoso pago prometido–, decide hacer una excepción. Un par de jornadas deberá bastar para evaluar el tipo de procedimiento que aplicará.

Un día antes de la travesía, Katya empaca su equipaje. Se para sobre una silla para extraer la maleta de la parte superior del armario que se alza en su dormitorio. Han pasado siglos desde la última vez que viajó a algún lado, y ese vejestorio monumental está enterrado bajo un montículo de mantas de reserva y pedazos de una silla rota. La maleta es una de las pocas cosas que Len le dio alguna vez o, mejor dicho, que dejó a su paso.

Por aquel entonces, Katya tenía veinte años. Trabajó con su padre como auxiliar de tiempo completo, durante tres o cuatro años, después de abandonar la escuela. Se alojaban en un hotel de Durban verdaderamente calamitoso (con un retrete cascado, que goteaba, y materia reseca –acaso sangre– en las paredes). Una mañana Len desapareció, dejándola con la cuenta sin pagar y con un peculiar sentimiento de gratitud: Katya no habría podido escapar de su yugo de otro modo. Más tarde, su empleador tocó la puerta de la habitación y ella entendió por qué su padre había huido. Faltaban ciertas herramientas eléctricas, muy costosas. Len tenía la costumbre –o quizá el principio– de marcharse con más aparejos de los que había traído.

No obstante, tal vez sólo resolvió que era hora de partir. Katya sospechaba que Len se sentía hastiado de trabajar con ella, ahora que había crecido. Katya ya no estaba tan ansiosa por complacerlo, aunque tampoco se afanaba demasiado en discutir con él. Comenzaba a percatarse de su propio aburrimiento, y de la fatiga que le depararían los años que tenía por delante, trajinando con Len en el asiento del conductor. Len cada día más empapado en whisky, sus viajes cada día más azarosos y accidentados. En determinado momento, le empezó a repeler el tufo a matanza que impregnaba a ambos. Quería limpiarse. Y quería inmovilidad: un sitio al cual pertenecer, y que le perteneciera.

Además de la maleta, Katya heredó un par de redes, trampas y cosas por el estilo, cosas que conservó. Y dos calzoncillos de Len, que no conservó. Frunce la nariz ante el recuerdo acre.

Zintle hizo el mismo gesto cuando rememoró a Len Grubbs, el exterminador, y Katya empatiza con ella. Es la fragancia de la familia, Eau de Grubbs . Se creó a partir de la vida en las carreteras, del trabajo con animales y químicos. No es necesariamente un olor desagradable. ¿A eso huele Katya? (¿Y podría Zintle olfatearla?) Seguro que sí. Aunque, por supuesto, es bien sabido que tal es el atributo que uno suele ignorar acerca de sí mismo.

Alma también lo tiene, a pesar de su popurrí, sus talcos y cremas. En ella, el aroma parece traducirse en una suerte de señal erótica. Desde los once años, más o menos, los chicos la olisqueaban y de inmediato la seguían por todas partes. Sin perder jamás la compostura, Alma usó ese poder para apartarse de su familia y salir al mundo. Paso a paso. Se aferraba a los cuerpos de chicos y de hombres, se sujetaba como una niña a punto de ahogarse, desesperada por ser rescatada, impoluta, de la ciénaga. Y funcionó. Quienquiera que haya sido el muchacho sin rostro con el que concibió a Toby, logró que el retorno de Alma fuera imposible. Después de eso, perdió el entusiasmo por acostarse con uno y con otro: ya no había necesidad. Y ahora que está casada con Kevin, un tipo sólido, Alma puede consagrarse, de tiempo completo, a erradicar los inquietantes olores de su vida anterior.

Se trata de una cuestión demasiado íntima y vergonzosa como para afrontarla, pero Katya sabe que su hermana aún se siente terriblemente cohibida por el efluvio. Cuando era niña, Alma se restregaba y restregaba, toda vez que se hallaban próximos a un baño. En la actualidad, posee tres baños en la pulcra casa que comparte con su marido, sus hijos pequeños –gemelos: un niño y una niña– y Toby. Es un sitio donde cada objeto ha sido escogido con cuidado y ubicado en un punto inapelable. En los baños y dormitorios hay decenas de botellas de perfumes caros, sprays corporales y desodorantes. Sin embargo, según afirman, el cuerpo tiene una signatura molecular que no cambia. Bajo su perfume, Alma todavía despide el vaho familiar.

El olor de Sylvie era diferente. Se trata de uno de los pocos datos irrefutables que Katya posee acerca de su madre: su aroma a almizcle, a talco, ha persistido en su memoria con mayor contundencia que cualquier recuerdo visual. Al revisar las cosas que su padre abandonó aquella vez, cuando ella tenía veinte años, Katya encontró una foto desvaída de un Len increíblemente joven y sonriente, con el pelo hasta los hombros y el brazo alrededor de una voluptuosa mujer castaña. No reconoció ningún rasgo de la mujer –excepto, quizá, sus propios senos pletóricos y un atisbo de los ojos distantes de Alma–, pero aceptó la evidencia de que se trataba de Sylvie, su madre, recién llegada de Inglaterra y recién casada. A continuación sintió el apremio de dar vuelta a la imagen y no observarla nunca más.

Durante sus veintitantos, Katya se asió a escasos elementos materiales. Sus pertenencias eran tan pocas que cabían dentro de las de Len: dentro de su maleta y de una de las vetustas cajas-trampa de madera –desprovista de resortes, inservible–, que ella colmó de ropa y llevó a rastras de domicilio en domicilio. Cada vez que se mudaba, desechaba algún lastre más de su engorroso pasado. Pero atesoró la fotografía. Hoy está escondida en el fondo del casillero destinado a guardar archivos. En ocasiones, transcurrido cierto periodo –unos dos años–, se arma de valor con un trago de whisky y le echa un vistazo furtivo. Con el tiempo, el semblante de la mujer le transmite menos y menos cosas. Por el contrario, el joven Len parece adquirir mayor vitalidad cada año que pasa en la oscuridad del casillero. Jamás le ha mostrado la imagen a Alma. Es su propio fragmento culposo de Sylvie, que preserva sólo para ella.

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