–¿Un escarabajo? ¿Vuela? ¿Pulula en enjambres?
–Hace enjambres. Roe las cortinas, defeca en las alfombras. Pesadillesco.
–Entiendo.
De pronto, Zintle adopta un talante perentorio.
–En fin. Queda poco tiempo. Debo entregarle este dossier –le da una lustrosa carpeta archivadora–. ¿Quizá desee leer los documentos con detenimiento y brindarnos un presupuesto? La situación es urgente.
–Muy bien. Y, por supuesto, tengo que ir al lugar, revisarlo.
Ahora Zintle está de pie. Alisa su traje, reacomoda su cabello en una curva homogénea, toma a Katya del brazo y la guía hacia la salida. Es diestra, muy profesional, ejecutando esta maniobra. Antes de darse cuenta, Katya ya está dentro del elevador. Las puertas se cierran a sus espaldas y desciende nuevamente a la tierra.
Toby aguarda en la acera opuesta a la casa de Katya, husmeando a través de la valla y oprimiendo las mejillas contra el alambre diamantino. Inspecciona la zona de demolición. Es la primera vez que la visita desde que las excavadoras concluyeron su tarea.
–Puta madre –dice con rencor–. ¿Cómo pudieron hacer eso?
El sitio también significa algo para él, reflexiona Katya. Siente, por unos instantes, que sus historias personales –la de Toby y la suya– se entrelazan, que están ancladas al mismo paraje.
–Lo que hoy ves, mañana se habrá esfumado –apunta Katya–. Nada es eterno, muchacho. ¿Qué estás haciendo aquí?
–Mamá dijo. Tus canaletas.
–¿Canaletas? Ah, bien, supongo.
Alma siempre hace lo mismo: preocuparse por las condiciones en las que vive Katya. Fue Alma, por ejemplo, quien le explicó cómo debía pasar la aspiradora y pintar las paredes. Fue quien la persuadió, desde un inicio, para que colocara una maldita puerta en la cochera. Cuando Toby tenía apenas diez u once años, comenzó a dejarlo en la casa de Katya para que realizara las inusitadas tareas que ella jamás habría sospechado que debían resolverse. En la actualidad, Toby viene por su cuenta, usualmente en un taxi que recorre Main Road, con un destornillador en el bolsillo y una sonrisa aletargada, ávido de perder el tiempo arreglando un piso de duela que cruje de tan ruinoso o de moldear el techo del baño. Katya intuye que no es muy bueno para esta clase de manualidad, pero siempre está dispuesto a deslomarse.
Una silueta que se mece llama su atención. Una chica está recostada en el muro divisorio del jardín del vecino, con una rodilla en alto y las manos plegadas sobre el estómago. Viste pantalones grises, del uniforme escolar. La rodilla se balancea de un lado a otro. Tiene los ojos cerrados –parece soñar– y los oídos enlazados a los filamentos, delgados y blancos, de un iPod. La niña se alimenta de cables, recarga energía. ¿Quince, dieciséis años? Tan joven, tan exhausta. ¿Qué podría fatigar de ese modo a una criatura que recién estrena su existencia?
Toby observa a la adolescente, apoyado en el hombro derecho de Katya. La intensidad de su mirada se traduce en la presión física que ejerce sobre ella.
La chica se incorpora de manera abrupta; despierta de un profundo sueño musical. Se desprende los auriculares y examina a Katya y a Toby con displicencia, con la cabeza inclinada hacia atrás. Luego se columpia para bajar a la acera y estira los brazos sujetándolos por la espalda, sacando el pecho como una paloma que expone sus alas al sol. Es linda. Ahora Katya la reconoce. Se trata de la niña que acaba de mudarse a la misma calle, la que desbarató la telaraña de Derek.
Su cuerpo es compacto y sus extremidades elásticas: una figura concebida para hacer saltos mortales y paradas de manos. Piel cobriza, pelo corto alisado detrás de las orejas, facciones planas y pómulos marcados, de relieves armoniosos. Un piercing en forma de diamante en la aleta izquierda de la nariz. Un pequeño lunar en la mejilla derecha. Ojos oscuros, más avizores que hostiles. Probablemente sea tímida y no ladina: resulta difícil sacar una conclusión.
–¿Qué hay? –dice la adolescente.
He ahí que no es tímida.
–Hola.
Katya dirige su atención a la puerta de la cochera. Mejor dejar que los jóvenes interactúen entre sí.
–¿Viste lo que hicieron en la calle? –pregunta la colegiala.
–Uy, sí. Imposible omitirlo –Toby ríe y la mira embobado, con dulzura. ¡Es incorregible!
Sin embargo, la chica lo examina sin animadversión.
–Oye, ¿ustedes tienen crack?
–¿Crack? –dice Toby. 3
–Grietas, grietas en las paredes. Debido a las vibraciones. Debido a las máquinas.
Toby la observa, intranquilo.
La niña alza una ceja curvilínea.
–Mira –señala el muro en cuyo borde reposaba hasta hace unos minutos. Sin duda hay una grieta diagonal que hiende el alquitrán. ¿Acaso no ha estado siempre allí?
–Y mira, mira, se extiende a lo largo de la calle. Yo sé lo que te digo –la adolescente salta sobre el pavimento (salta en verdad, como una chiquilla) y muestra el alquitrán, que en efecto se ve ominosamente resquebrajado entre sus pies. Subraya la longitud de la grieta con la punta del zapato; suspende las manos en el aire para mantener el equilibrio. Los pantalones grises, remangados, exhiben sus tobillos, angostos en comparación con las pantorrillas –firmes y parabólicas– y envueltos en exiguos calcetines blancos.
¿Será más joven de lo que Katya creyó? ¿Será mayor? Posee uno de esos rostros acentuados, donde los huesos se afianzan desde temprano y permanecen en su sitio durante décadas.
–¿Vives por aquí? –pregunta Toby.
La chica asiente, moviendo la cabeza de soslayo.
–Por ahí. ¿Y tú?
¡Por favor!
Katya continúa manipulando la puerta de la cochera hasta darse por vencida. En realidad es imposible abrirla sin el picaporte. La niña curiosea la escena con los brazos cruzados a la altura del pecho. Toby se ha ubicado a su lado en una postura análoga, también con los brazos cruzados. Copiones.
–Toby, ¿necesitas una escalera o qué? –inquiere Katya.
–No, está bien, puedo subir a través del techo de la cochera. Es fácil.
Katya advierte que la adolescente despliega las piernas, con mayor amplitud, sobre la grieta en el alquitrán, revelando pantorrillas inesperadamente largas. La sonrisa de Toby se agranda tanto que parece a punto de rasgarse.
–¿Lo harás en este momento? –dice Katya, con un tono más agrio de lo que desearía.
–Justo en este momento.
–Ten cuidado.
Una vez dentro de la casa, Katya va dejando huellas de fango color caqui –traído de la calle– en la alfombra. Busca la escoba y la cubeta en un rincón de la cocina, donde una nueva grieta negra serpentea hacia la parte superior del muro.
La longeva casa se edificó sobre cimientos arenosos que han ido zozobrando durante décadas, y Katya está acostumbrada a los extraños declives y rajaduras, a que el revoque se asemeje a una pantimedia deshilachada. Como ocurre con las tenues líneas de su propio semblante, no logra recordar el instante en que surgió o se propagó cada grieta, pero conoce sus formas, sus largos sesgos trazados en itálicas, sus sismogramas. No obstante, nunca había estudiado esta grieta en particular. Renegrida, afilada, atrozmente oblicua. Parece insurrecta. Su primer pensamiento –irracional– es que la chica está, de alguna manera, detrás de esto, jugándole una broma.
¿Es posible que la fisura haya horadado la tierra a dentelladas, partiendo del área de demolición y cruzando la calzada? ¿Qué tan profunda es? ¿Correrá por toda la casa, desde el suelo hasta la cima? La imagina recta y fina como un haz de rayo láser; imagina que escinde sus paredes, sus cimientos, el terreno hondo bajo el pavimento, efectuando cortes transversales en los densos estratos de tierra, grava, arena y alquitrán. De nuevo coloca la escoba en el rincón, pese a que no puede ocultar la falla.
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