Nora Ortiz - Doce años y un día

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En 1942 Elena acaba de llegar a España, deportada desde la Francia ocupada por los nazis. Sus tíos, única familia que le queda, la han acogido en su casa de Ávila donde vive con el temor a ser de nuevo detenida. Apenas transcurridos unos meses, un comisario de policía acude a su domicilio con una orden de detención. Se la acusa de pertenencia a la masonería. A partir de ese momento se enfrenta a la dureza de la represión, a la angustia de buscar una salida que le permita eludir la cárcel y al dolor por todas las pérdidas que se han acumulado en su vida. La novela navega entre el presente de la protagonista, inmerso en la oscuridad, y la miseria de la postguerra, y sus años de juventud transcurridos en el Madrid de la República, un espléndido escenario para dar rienda suelta a sus expectativas de mujer moderna que no renuncia a nada.

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En el camino de vuelta hacia su mesa, la joven vislumbra al final del pasillo a una mujer gruesa de andares vacilantes. A medida que se acerca, Elena no lo puede creer, pero sí, es ella. Además se dirige al despacho que lleva su nombre, ese lugar misterioso que nunca ha visto abierto. Apenas le separan ya unos metros y piensa en lo que le va a decir. Sin embargo teme que las palabras se le queden en la garganta ante la presencia de la célebre Carmen de Burgos. Cuando entró a trabajar en El Heraldo de Madrid sabía que la escritora seguía colaborando con ellos. En tiempos tuvo una sección fija sobre temas femeninos. Dio mucho que hablar en aquella época, con sus ideas tan atrevidas, incluso antes de empezar a trabajar en El Heraldo, cuando en el Diario Universal publicó una encuesta sobre el divorcio que escandalizó a toda España. A esta mujer no se le ponía nada por delante. Cuentan que fue la primera corresponsal de guerra, allá por 1914, cuando a la vuelta de Escandinavia, donde le pilló el estallido del conflicto, fue detenida en Alemania acusada de espía y aprovechó la circunstancia para enviar algunos artículos. Siempre fue una señora valiente, y eso que nació en pleno siglo XIX y en un pequeño pueblo almeriense. Bien es verdad que su familia era rica, tenían tierras para jartarse, como dicen por allí, pero al fin y al cabo era mujer, candidata a un matrimonio temprano y a una vida discreta a la sombra de su marido. Pero no fue así, de acuerdo que se casó bien pronto pero se divorció casi con la misma rapidez. De todo aquello ha pasado tanto tiempo. Ahora tiene 65 años vividos intensamente y todavía atesora una vitalidad que continuamente desafía a sus achaques. Ella suele decir que su mente y su cuerpo componen un matrimonio mal avenido en el que cada uno tira en una dirección diferente. Por el momento es su mente quien marca el calendario de esta brava mujer que ha roto moldes en todos los ámbitos de la vida. En los últimos años incluso se ha dejado seducir por la política, se ha afiliado al Partido Republicano Radical Socialista y es precisamente esta postrera dedicación la que absorbe todo su tiempo y su energía.

El director sale en ese momento de su despacho alertado por la presencia inusitada de la escritora, justo en el instante en que Elena ha llegado a la altura del pasillo donde se encuentra Carmen y duda entre detenerse o seguir su camino en silencio. El señor Uriarte acude, sin proponérselo, en su auxilio:

—Dichosos los ojos, Carmen. Desde que anda en política no hay quien le eche el lazo —dice mientras toma la mano regordeta de la escritora y se la lleva a los labios. Es un hombre a la antigua usanza, no solo no lo niega sino que hace ostentación de ello.

—Ya ve usted, sigo dando guerra —contesta Carmen—. Ahora que por fin se nos escucha en este país de sordos congénitos, hay que aprovechar.

—Siempre tan combativa. Eso es lo que siempre me ha fascinado de usted. Nunca se desmoraliza —afirma entre suspiros el director, que no comparte el optimismo de Carmen. Al contrario, es un pesimista patológico que sin embargo tampoco se desmoraliza, es más, su visión negativa de la realidad alimenta y engorda su deseo de seguir en la brecha. Qué no sabrán los republicanos españoles de resistencia ante las adversidades, si llevamos casi un siglo persiguiendo quimeras.

—¿No me va a presentar a la nueva adquisición? —pregunta Carmen aprovechando que Elena esta allí sin atreverse a decir nada.

—Por supuesto. Se llama Elena Sánchez Luján. Es la nueva secretaria. Ya sabes que Paquita dejó el empleo para casarse. Al parecer su futuro marido le obligó a elegir entre él y el periódico —explicó el director.

—Encantada de conocerte —dijo Carmen al tiempo que plantaba sendos besos en las mejillas de la joven. Durante tan solo unos instante sus miradas se cruzaron, el tiempo suficiente, sin embargo, para que la escritora descubriera un brillo en los ojos de Elena que denotaba una pasión incipiente y una determinación inusual en una mujer tan joven. Fue como mirarse en un espejo de direcciones temporales alteradas en el que, de pronto, la distancia de 45 años se encogiera dinamitando el tiempo transcurrido y convirtiéndolo todo en presente.

La joven apenas puede balbucear un “encantada” mientras la mente se le enturbia buscando palabras de admiración que no logra encontrar entre tantas como barajaba un momento antes. Sin embargo es suficiente esa mirada anhelante y ese movimiento aquiescente para expresar con vehemencia todo lo que hubiera deseado decir. Que ha leído sus novelas, muchos de sus artículos, los libros de viajes, incluso asistió a una de sus conferencias en el Ateneo en 1920 poco después de que fundara la Cruzada de Mujeres Españolas y pidiera a las Cortes el voto para la mujer. Entonces Elena tenía solo diez años, pero su padre, republicano convencido, vio en el acto la ocasión perfecta para que su hija recibiera su bautismo librepensador y, aunque es cierto que las palabras de la escritora huyeron de su mente infantil apenas fueron pronunciadas, guarda un recuerdo preciso de algunos detalles, como el traje severo de sufragista que vestía Carmen en contraposición al suyo, de organdí color crudo, con abundancia de lazos, medias finas y zapatos mercedes de charol. Recuerda la sensación de orgullo cuando caminaba por la calle del Prado de la mano de su padre hacia el “templo del librepensamiento”, así solía referirse al Ateneo el señor Sánchez. Elena concluyó que aquello se parecía mucho a la primera comunión, no sabía muy bien por qué, pero enseguida asoció ambos acontecimientos. Había algo de iniciático en los dos actos. Sin embargo, los derroteros de la vida y sus propias ideas le llevaron a olvidar el religioso y extirpar cuantas consecuencias se pudieran derivar de él.

—Bienvenida a El Heraldo —exclamó Carmen intentando atajar la tribulación de la muchacha.—Seguro que aquí aprenderás mucho. Y no dejes que tu jefe te explote.

—Usted siempre tan divertida, doña Carmen. Qué cosas tiene…—intercedió el director.

—Las mujeres tenemos que defender nuestros intereses —argumentó la escritora—, de lo contrario en los periódicos nunca habríamos pasado de servir los cafés a toda la redacción. Además yo, que tengo muy buen ojo y muchos años, presiento que nuestra joven Elena tendrá un gran futuro en el mundo del periodismo y no suelo equivocarme en estas cosas, siempre he sido un poco bruja.

Con esta última consideración el director estaba totalmente de acuerdo. Aunque sus ideas republicanas son incuestionables, sus opiniones hacia el sexo opuesto le acreditan como un verdadero cavernícola, lo cual no es extraño, el mundo está lleno de contradicciones y más en esta España que a veces se mueve sin avanzar como si diera vueltas en círculo sobre la misma baldosa del tiempo sin desgastarla.

—No lo dudo… Bueno, en fin, que si usted lo dice. De momento como secretaria es una joya —añadió el director marcando una leve inclinación de cabeza hacia la joven que recogió el piropo con una sonrisa—. Me gustaría mucho seguir departiendo en tan agradable compañía pero el deber me llama.

—Yo también tengo mucha prisa —dijo la escritora ajustándose la chaqueta del traje sastre a su oronda figura—. Me alegra mucho haberte conocido, Elena. Nos volveremos a ver.

Carmen se alejó a paso lento a pesar de la premura que había anunciado, pero su edad y su volumen no permitían mayor agilidad. Elena se quedó observándola mientras se alejaba, todavía agitada por la emoción, con el corazón bombardeando su pecho. Después volvió a su mesa donde le aguardaba la máquina de escribir con la hoja en blanco sobre el carro, impoluta, esperando la activación del martilleo constante que en unos segundos imprimirán sus dedos para sembrar de signos esta tierra inmaculada. Que desgraciada existencia la de este pobre papel, piensa Elena, tener que vivir albergando las insustanciales misivas que le dicta su jefe. No es extraño que le asalten estos pensamientos. El encuentro con Carmen ha liberado su espíritu creativo elevándola muy por encima del pequeño escalón que ocupa una simple secretaria. Cómo desearía parecerse a ella. Sin embargo enseguida abandona las ensoñaciones y se pone a la tarea. El jefe espera que antes de la hora de comer tenga copiadas todas estas cartas y no se puede parar en divagaciones, sobre todo cuando los ojos del señor Uriarte se levantan frecuentemente por encima de las gafas y la observa con gesto apremiante.

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