Nuestro Padre celestial observa la condición deplorable de las personas que –algunos por ignorancia– pasan por alto los principios de la higiene. Y es en amor y piedad por la raza humana que hace brillar luz sobre la reforma pro salud. Ha publicado su ley y el castigo por transgredirla con el fin de que todos aprendamos lo que es para nuestro más alto beneficio. Ha proclamado su Ley tan claramente y la ha hecho tan prominente, que se la puede comparar a una ciudad edificada sobre una montaña. Todos los seres inteligentes la pueden comprender, si lo desean. Nadie más es responsable.
La insensatez de la ignorancia
La obra que acompaña al mensaje del tercer ángel consiste en explicar las leyes naturales y exhortar a que se obedezcan. La ignorancia no es excusa ahora para la transgresión de la ley. La luz brilla con claridad y nadie necesita ser ignorante; porque el mismo gran Dios es el instructor de los seres humanos. Todos estamos comprometidos, por el deber más sagrado, a prestar atención a la filosofía sana y a la experiencia genuina que Dios nos está concediendo con respecto a la reforma pro salud. El Señor desea que este tema se presente ante el público de tal manera que la mente de la gente se interese profundamente en investigarlo; porque es imposible que los hombres y las mujeres aprecien la verdad sagrada mientras son víctimas del poder de los hábitos pecaminosos que destruyen la salud y debilitan el cerebro.
Los que están dispuestos a aprender acerca de los efectos de la complacencia pecaminosa sobre la salud y comienzan una obra de reforma, aunque sea por motivos egoístas, al hacerlo se colocan en el lugar donde la verdad de Dios puede alcanzar su corazón. Y, por otra parte, quienes han sido alcanzados por la presentación de las verdades bíblicas están en una posición donde la conciencia puede ser despertada sobre el tema de la salud. Ven y sienten la necesidad de romper con la tiranía de los hábitos y apetitos que los han gobernado durante tanto tiempo. Hay muchos que, si hubiesen aceptado las verdades de la Palabra de Dios, su juicio habría sido convencido por medio de las más claras evidencias; pero sus deseos carnales, que exigen ser complacidos, controlan su intelecto a tal punto que rechazan la verdad porque se opone a sus deseos sensuales. La mente de muchos se rebaja tanto que Dios no puede trabajar por ellos o con ellos. Antes que puedan apreciar las demandas de Dios, la corriente de sus pensamientos debe cambiar y deben despertarse sus sensibilidades morales.
El apóstol Pablo exhorta a la iglesia: “Hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional” (Rom. 12:1). La complacencia pecaminosa contamina el cuerpo e incapacita a las personas para la adoración espiritual. Los que aprecian la luz que Dios les ha dado acerca de la reforma de la salud, poseen una ayuda importante en la obra de ser santificados a través de la verdad y de llegar a ser aptos para la inmortalidad. Pero si desprecia la luz y vive en violación de las leyes naturales, debe pagar las consecuencias; sus facultades espirituales se anublan, ¿y cómo podrá perfeccionar su santidad en el temor de Dios?
Los hombres han corrompido el templo del alma, y Dios los llama a que despierten y luchen con todas sus fuerzas para recuperar la virilidad que Dios les ha concedido. Sólo la gracia de Dios puede convencer y convertir el corazón; los esclavos de las costumbres pueden obtener poder sólo de él para quebrantar las cadenas que los aprisionan. Es imposible que una persona presente su cuerpo como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, mientras continúa practicando hábitos que lo privan de su vigor físico, mental y moral. Nuevamente el apóstol dice: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Rom. 12:2).
Sentado sobre el monte de los Olivos, Jesús instruyó a sus discípulos acerca de las señales que precederían a su segunda venida: “Como en los días de Noé, así será la venida del Hijo del Hombre. Porque como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y dando en casamiento, hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre” (Mat. 24:37-39). En nuestros días existen los mismos pecados que acarrearon los juicios de Dios sobre el mundo en la época de Noé. En la actualidad, hombres y mujeres se exceden tanto en la comida y la bebida que terminan en glotonería y borrachera. Este pecado prevaleciente, de la indulgencia del apetito pervertido, inflamó las pasiones de los seres humanos en los días de Noé y los condujo a una corrupción generalizada. La violencia y el pecado alcanzaron el cielo. Finalmente esta corrupción moral fue barrida de la Tierra mediante las aguas del diluvio.
Los mismos pecados de glotonería y ebriedad entorpecieron las sensibilidades morales de los habitantes de Sodoma, de tal modo que el crimen parecía ser el deleite de los hombres y las mujeres de esa ciudad malvada. Por eso Cristo amonestó al mundo así: “Asimismo, como sucedió en los días de Lot; comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban; mas el día en que Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre, y los destruyo a todos. Así será el día en que el Hijo del Hombre se manifieste” (Luc. 17:28-30).
Aquí Cristo nos ha dejado una lección importantísima. Expone ante nosotros el peligro de transformar nuestro comer y beber en algo supremo. Nos presenta los resultados de la complacencia desenfrenada de los apetitos. Las facultades morales se debilitan de modo que el pecado no aparece pecaminoso. El crimen se considera livianamente y la pasión controla la mente, hasta que los principios e impulsos nobles son desterrados y Dios es blasfemado. Todo esto es el resultado de comer y beber en exceso. Cristo declara que estas serán exactamente las condiciones existentes durante el tiempo de su segunda venida.
El Salvador nos presenta un objetivo más elevado por el cual trabajar que la mera preocupación acerca de qué comeremos o beberemos o con qué nos vestiremos. El comer, el beber y el vestirse se llevan hoy a tales excesos que se transforman en crímenes. Están entre los pecados distintivos de los últimos días y constituyen una señal de la pronta venida de Cristo. El tiempo, el dinero y las energías que pertenecen al Señor, pero que él nos ha confiado, se desperdician en la superficialidad del vestir y la lujuria por el apetito pervertido, los cuales menoscaban la vitalidad y acarrean sufrimiento y corrupción. Es imposible que presentemos nuestro cuerpo en sacrificio vivo a Dios cuando lo llenamos continuamente con contaminación y enfermedad por causa de nuestra propia complacencia pecaminosa. Debe instruirse a la gente acerca de como comer, beber y vestir con el fin de preservar la salud. La enfermedad es el resultado de violar las leyes de la naturaleza. Obedecer las leyes de Dios es nuestro primer deber; es algo que le debemos a Dios, a nosotros mismos y a nuestros semejantes. En esos preceptos están incluidas las leyes de la salud.
Se necesita una obra de reforma
Vivimos en medio de una “epidemia de crímenes”, frente a la cual los hombres pensadores y temerosos de Dios se sienten horrorizados. Es indescriptible la corrupción prevaleciente. Cada día nos trae nuevas revelaciones de luchas políticas, cohechos y fraudes. Cada día trae su registro doloroso de violencia, anarquía, indiferencia para con los padecimientos humanos, brutalidades y muertes alevosas. Cada día confirma el aumento de la locura, los asesinatos y los suicidios. ¿Quién puede dudar de que los agentes de Satanás están obrando entre los hombres con creciente actividad, para distraer y corromper la mente, manchar y destruir el cuerpo?
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