Podemos decir acertadamente que sus escritos prosiguen su obra de bien aun cuando ella duerme en su tranquila sepultura, con las fatigadas manos cruzadas sobre el pecho en el cual latió un corazón dedicado. Deseamos que los “consejos” contenidos en esta obra sirvan para bendecir, fortalecer y dirigir la vida de quienes tratan de dirigir la atención de la gente hacia nuestro bendito Dios, que es el único que posee el don de la sanidad.
El apóstol Pablo escribió lo siguiente en una carta a Timoteo:
“En una casa grande, no solamente hay utensilios de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y unos son para usos honrosos, y otros para usos viles. Así que, si alguno se limpia de estas cosas, será instrumento para honra, santificado, útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra” (2 Tim. 2:20, 21).
Pablo escribió estas palabras especialmente para los miembros de la iglesia del Señor. ¡Pero cuán maravillosamente pueden aplicarse también a las piedras humanas que forman la estructura del gran edificio del arte de sanar en el mundo actual! En él trabajan doctores y enfermeras de oro, doctores y enfermeras de plata, doctores y enfermeras de madera y de barro; además, algunos son dignos de honra, mientras que otros de deshonra. El objetivo de Consejos sobre la salud consiste en purificar la gran casa donde se practica el arte de sanar, y amoldarla a las normas establecidas por el Médico divino. En esta hora sórdida, cuando se comercializa todo lo que una vez fuera sagrado, cuando el becerro de oro se adora en todas partes, hay y habrá hombres y mujeres que anhelan los ideales más elevados y que pertenecen a esa profesión superada en sacralidad por el ministerio de la Palabra de Dios. Con el sincero deseo de que esta obra contribuya a la práctica más pura y abnegada de la medicina, la presentamos a los lectores y esperamos que cumpla su misión.
Percy T. Magan
Sección I: La necesidad del mundo
Multitudes afligidas1
Cuando Cristo vio las multitudes que se habían reunido alrededor de él, “tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor”. Cristo vio la enfermedad, la tristeza, el dolor y la degradación de las multitudes que se agolpaban a su paso. Le fueron presentadas las necesidades y desgracias de todos los seres humanos. En los encumbrados y los humildes, los más honrados y los más degradados, contemplaba a almas que anhelaban las mismas bendiciones que él había venido a traer; almas que sólo necesitaban un conocimiento de su gracia para llegar a ser súbditos de su reino. “Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies” (Mat. 9:36-38).
Hoy existe la misma necesidad. El mundo necesita obreros que trabajen como Cristo trabajó por los dolientes y pecadores. Hay, a la verdad, una multitud que alcanzar. El mundo está lleno de enfermedad, sufrimiento, angustia y pecado. Está lleno de personas que necesitan que se las atienda: los débiles, los impotentes, los ignorantes, los degradados.
En el camino a la destrucción
Muchos de los jóvenes de esta generación –aun en las iglesias, instituciones religiosas y hogares que profesan ser cristianos– están eligiendo la senda que conduce a la destrucción.
A través de hábitos intemperantes se acarrean enfermedades, y por la codicia de obtener dinero para sus costumbres pecaminosas caen en prácticas ímprobas. Arruinan su salud y su carácter. Enajenados de Dios y parias de la sociedad, esos pobres seres consideran que no tienen esperanza para esta vida ni para la venidera. Han quebrantado el corazón de sus padres y los hombres los consideran sin esperanza; pero Dios los mira con compasiva ternura. Él comprende todas las circunstancias que los indujeron a caer bajo la tentación. Estos seres errantes constituyen una clase que exige atención.
Abundan la pobreza y el pecado
Lejos y cerca, no sólo entre los jóvenes sino entre los de cualquier edad, hay almas sumidas en la pobreza, la angustia y el pecado, a quienes abruma un sentimiento de culpabilidad. Es obra de los siervos de Dios buscar a esas almas, orar con ellas y por ellas, y conducirlas paso a paso al Salvador.
Pero los que no reconocen los requerimientos de Dios no son los únicos que están en angustia y necesidad de ayuda. En el mundo actual, donde predominan el egoísmo, la codicia y la opresión, muchos de los verdaderos hijos de Dios están en necesidad y aflicción. En los lugares humildes y miserables, rodeados por la pobreza, enfermedad y culpa, muchos están soportando pacientemente su propia carga de dolor, y tratando de consolar a los desesperanzados y pecadores que los rodean. Muchos de ellos son casi desconocidos para las iglesias y los ministros; pero son luces del Señor que resplandecen en medio de las tinieblas. El Señor los cuida en forma especial, e invita a su pueblo a ser su mano ayudadora para aliviar sus necesidades. Doquiera que haya una iglesia debe prestarse atención especial a la búsqueda de esta clase de gente y atenderla.
Y mientras trabajemos por los pobres, también debemos dedicar atención a los ricos, cuya alma es igualmente preciosa a la vista de Dios. Cristo obraba en favor de todos los que querían oír su palabra. No buscaba solamente a los publicanos y parias, sino al fariseo rico y culto, al judío de noble alcurnia y al gobernante romano. El rico necesita que se trabaje por él con amor y temor de Dios. Demasiado a menudo confía en sus riquezas y no siente su peligro. Los bienes mundanales que el Señor ha confiado a los hombres son muchas veces una fuente de gran tentación. Miles son inducidos así a prácticas pecaminosas que los confirman en hábitos de intemperancia y vicio.
Entre las miserables víctimas de la necesidad y el pecado se encuentran muchos que alguna vez poseyeron riquezas. Hombres de diferentes vocaciones y posiciones en la vida han sido vencidos por las contaminaciones del mundo, por el consumo de bebidas fuertes, por las concupiscencias de la carne, y han caído bajo la tentación. Mientras estos seres caídos excitan nuestra compasión y reciben nuestra ayuda, ¿no debiera prestarse algo de atención también a los que no han descendido a esas profundidades pero que están asentando los pies en la misma senda? Hay miles que ocupan puestos de honor y utilidad que están practicando hábitos que significan la ruina del alma y del cuerpo. ¿No debería hacerse esfuerzos más fervientes para iluminarlos?
Los ministros del evangelio, estadistas, autores, hombres de riquezas y talento, hombres de gran habilidad comercial y capaces de ser útiles, están en mortal peligro porque no ven la necesidad de la temperancia estricta en todas las cosas. Debemos atraer su atención a los principios de la temperancia no de una manera estrecha o arbitraria, sino en la luz del gran propósito de Dios para la humanidad. Si pudieran presentárseles así los principios de la verdadera temperancia, muchos de las clases superiores reconocerían su valor y los aceptarían cordialmente.
Riquezas perdurables en lugar de tesoros mundanales
Hay otro peligro al cual están especialmente expuestas las clases ricas, y que constituyen un campo de trabajo para el médico misionero. Son muchísimos los que prosperan en el mundo sin jamás descender a las formas comunes del vicio, y sin embargo son empujados a la destrucción por el amor a las riquezas. Absortos en sus tesoros mundanales, son insensibles a los requerimientos de Dios y a las necesidades de sus semejantes. En vez de considerar su riqueza como un talento que ha de ser usado para glorificar a Dios y elevar a la humanidad, la consideran como un medio para complacerse y glorificarse a sí mismos. Añaden una casa a otra, un terreno a otro; llenan sus casas de lujo, mientras que la escasez acecha en las calles y en derredor de ellos hay seres humanos que se hunden en la miseria, el crimen, la enfermedad y la muerte. Los que así dedican su vida a servirse a sí mismos no están desarrollando los atributos de Dios sino los de Satanás.
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