Charles Dickens - Grandes Esperanzas

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La vida del joven Pip, un pequeño huérfano que vive bajo el cuidado de su hermana, la señora Joe, está a apunto de cambiar gracias a un encuentro inesperado durante una visita a la tumba de sus padres. Inmediatamente después de esto, el señor Joe consigue trabajo en una mansión semi abandonada, dirigida por la señora Havisham, una viuda excéntrica que aún usa su vestido de novia. Ahí conoce a la bella, pero sumamente fría, Estella, de quien se enamora perdidamente. Sin saberlo, van sucediendo los hechos que lo acompañarán por el resto de su vida. Grandes esperanzas, ambientada en la Inglaterra de 1812, es considerada un clásico de Charles Dickens, un retrato completo de la época, en donde se pintan, las enfermedades, la pobreza y el permanente deseo de encontrar un pequeño lugar en las esferas de la clase alta. Esto, siempre, acompañado de un amor imposible.

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—En fin, señora Joe, nos esforzaremos un poco. Regálenos una raja de ese pastel. Mi hermana salió a buscarlo, y oí sus pasos cuando se dirigía a la despensa. Vi cómo el señor Pumblechook tomaba el cuchillo, y observé en la romana nariz del señor Wopsle un movimiento indicador de que volvía a despertarse su apetito. Oí que el señor Hubble hacía notar que un poquito de sabroso pastel de cerdo les sentaría muy bien sobre todo lo demás y no haría daño alguno. También Joe me prometió que me darían un poco. No sé, con seguridad, si di un grito de terror mental o corporalmente, de modo que pudieran oírlo mis compañeros de mesa, pero lo cierto es que no me sentí con fuerzas para soportar aquella situación y me dispuse a echar a correr. Por eso solté la pata de la mesa y emprendí la fuga.

Pero no llegué más allá de la puerta de la casa, porque fui a dar de cabeza con un grupo de soldados armados, uno de los cuales tendía hacia mí unas esposas diciendo:

—Ya que estás aquí, ven.

Capítulo V

La aparición de un grupo de soldados que golpeaban el umbral de la puerta de la casa con las culatas de sus armas de fuego fue bastante para que los invitados se levantaran de la mesa en la mayor confusión y para que la señora Joe, quien regresaba a la cocina con las manos vacías, muy extrañada, se quedara con los ojos extraordinariamente abiertos al exclamar:

—¡Dios mío! ¿Qué habrá pasado... con el... pastel?

El sargento y yo estábamos ya en la cocina cuando la señora Joe se dirigía esta pregunta, y en aquella crisis recobré en parte el uso de mis sentidos.

El sargento fue quien me había hablado, pero ahora miraba a los comensales como si les ofreciera las esposas con la mano derecha, en tanto que apoyaba la izquierda en mi hombro.

—Les ruego que me perdonen, señoras y caballeros —dijo el sargento—, pero, como ya he dicho a este joven en la puerta —en lo cual mentía—, estoy realizando una investigación en nombre del rey y necesito al herrero.

—¿Qué quiere usted de él? —preguntó mi hermana, resentida de que alguien necesitara a su marido.

—Señora —replicó el galante sargento—, si hablara por mi propia cuenta, contestaría que deseo el honor y el placer de conocer a su distinguida esposa; pero como hablo en nombre del rey, he de decir que lo necesito para que haga un pequeño trabajo.

Tal explicación por parte del sargento fue recibida con el mayor agrado, y hasta el señor Pumblechook expresó su aprobación.

—Fíjese, herrero —dijo el sargento, que ya se había dado cuenta de que era Joe—. Estas esposas se han estropeado y una de ellas no cierra bien. Y como las necesito inmediatamente, le ruego que me haga el favor de examinarlas.

Joe lo hizo, y expresó su opinión de que para realizar aquel trabajo tendría que encender la forja y emplear más bien dos horas que una.

—¿De veras? Pues, entonces, hágame el favor de empezar inmediatamente, herrero —dijo el sargento —, porque es en servicio de su majestad. Y si mis hombres pueden ayudarlo, no tendrán el menor inconveniente en hacerse útiles.

Dicho esto llamó a los soldados, los cuales penetraron en la cocina uno tras otro y dejaron las armas en un rincón. Luego se quedaron de pie como deben hacer los soldados, aunque tan pronto unían las manos o se apoyaban sobre una pierna, o se reclinaban sobre la pared con los hombros, o bien se aflojaban el cinturón, se metían la mano en el bolsillo o abrían la puerta para escupir fuera.

Vi todo eso sin darme cuenta de que lo veía, porque estaba muy atemorizado. Pero, empezando a comprender que las esposas no eran para mí y que, gracias a los soldados, el asunto del pastel había quedado relegado a segundo término, recobré un poco mi perdida serenidad.

—¿Quiere usted hacerme el favor de decirme qué hora es? —preguntó el sargento dirigiéndose al señor Pumblechook, como si se hubiera dado cuenta de que era hombre tan exacto como el propio reloj.

—Las dos y media, en punto.

—No está mal —dijo el sargento, reflexionando—. Aunque me vea obligado a pasar aquí dos horas, tendré tiempo. ¿A qué distancia estamos de los marjales? Creo que a poco más de una milla.

—Precisamente una milla —dijo la señora Joe.

—Está bien. Así podremos llegar a ellos al oscurecer. Mis órdenes son de ir allí un poco antes de que anochezca. Está bien.

—¿Se trata de penados, sargento? —preguntó el señor Wopsle, como si eso fuera lo más natural.

—En efecto. Son dos penados. Sabemos que están todavía en los marjales, y no saldrán de allí antes de que oscurezca. ¿Alguno de ustedes ha tenido ocasión de verlos?

Todos, exceptuando yo mismo, contestaron negativamente y de un modo categórico. Nadie pensó en mí.

—Bien —dijo el sargento—. Pronto se verán rodeados por todas partes. Espero que eso será más pronto de lo que se figuran. Ahora, herrero, si está usted dispuesto, su majestad el rey lo está también.

Joe se había quitado la chaqueta, el chaleco y la corbata; se puso el delantal de cuero y pasó a la fragua. Uno de los soldados abrió los postigos de madera, otro encendió el fuego, otro accionó el fuelle y los demás se quedaron en torno del hogar, que rugió muy pronto. Entonces, Joe empezó a trabajar, en tanto que los demás lo observábamos.

El interés de la persecución encomendada a los soldados no solamente absorbía la atención general, sino que también hizo que mi hermana se sintiera liberal. Sacó del barril un cántaro de cerveza para los soldados e invitó al sargento a tomar una copa de aguardiente. Pero el señor Pumblechook se apresuró a decir:

—Es mejor que le des vino. Por lo menos tengo la seguridad de que no contiene alquitrán.

El sargento le dio las gracias y le dijo que prefería las bebidas sin alquitrán y que, por consiguiente, tomaría vino, si en ello no había inconveniente. Cuando se lo dieron, bebió a la salud de su majestad y en honor de la festividad. Se lo tragó todo de una vez y se limpió los labios.

—Buen vino, ¿verdad, sargento? —preguntó el señor Pumblechook.

—Voy a decirle algo —replicó el sargento—, y es que estoy persuadido de que este vino es de usted.

El señor Pumblechook se echó a reír y preguntó:

—¿Por qué dice usted eso?

—Pues —replicó el sargento, dándole una palmada en el hombro— porque es usted hombre que lo entiende.

—¿De veras? —preguntó el señor Pumblechook riéndose otra vez —. Tome otro vasito.

—Si usted me acompaña. Mano a mano —contestó el sargento—. ¡A su salud!

Viva usted mil años y que nunca sea peor juez en vinos que ahora.

El sargento se bebió el segundo vaso y pareció dispuesto a tomarse otro. Yo observé que el señor Pumblechook, impulsado por sus sentimientos hospitalarios, parecía olvidar que ya había regalado el vino, pero tomó la botella de manos de la señora y con su generosidad se captó las simpatías de todos. Incluso a mí me lo dejaron probar. Y estaba tan contento con su vino que pidió otra botella y la repartió con la misma largueza en cuanto se terminó la primera.

Mientras yo los contemplaba reunidos en torno de la fragua y divirtiéndose pensé en el terrible postre que para una comida resultaría la caza de mi amigo fugitivo. Apenas hacía un cuarto de hora que estábamos allí reunidos, cuando todos se alegraron con la esperanza de la captura. Ya se imaginaban que los dos bandidos serían presos, que las campanas repicarían para llamar a la gente contra ellos, que los cañones dispararían por su causa y que hasta el humo les perseguiría. Joe trabajaba por ellos, y todas las sombras de la pared parecían amenazarlos cuando las llamas de la fragua disminuían o se reavivaban, así como las chispas que caían y morían, y yo tuve la impresión de que la pálida tarde se ensombrecía por lástima hacia aquellos pobres desgraciados.

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