Uno de los grandes pilares del archivo está relacionado con Vicente Aleixandre, con quien Gregorio Prieto mantuvo una gran amistad que, pese a algún altibajo en los años sesenta, duró hasta la muerte del poeta. Aleixandre vio en Prieto al amigo fiel, al confidente, tal y como se percibe en unas cartas en las que le pone al corriente de sus pasos literarios, ya sea el anuncio de la finalización de un poema, la entrega a imprenta de Espadas como labios o las visitas a uno de los maestros del grupo, Juan Ramón Jiménez.
Tiene el lector, por tanto, en este libro un diálogo incompleto al no poder disponer más que de las misivas de Aleixandre, aunque el contexto y el contenido de las mismas nos puede ayudar a imaginar cómo fueran las que Prieto escribió al poeta.
Dentro del corpus epistolar de Aleixandre nos hallamos aquí ante un caso único. Entre las cartas que han visto la luz hasta ahora, especialmente las dirigidas a Miguel Hernández y a su esposa, Josefina Manresa, o a José Antonio Muñoz Rojas, Max Aub y Ricardo Molina, no encontramos la intensidad que se aprecia en las destinadas a Prieto. Hay un motivo: Aleixandre tiene en el pintor al cómplice necesario, al lector inicial de su poesía. Algunas epístolas contienen, por ejemplo, determinados poemas que buscan en el amigo a ese primer lector, al confidente de esos versos en los que se adivina al gran poeta. Es el caso de «Reloj», que Aleixandre le anuncia a Prieto en una carta de diciembre de 1927 y del que reproduzco a continuación la primera parte:
RELOJ
1
La una
La una. Se pretenden
presagios de campanas
libres. Pero ya están
—haz de filos, de lanzas—
apretadas de tarde
las flechas, solidarias.
Una venda de tiempo
transparente las ata.
No se siente ni ruido
ni pasaje. Luz cálida.
De la ceñida forma
y peso se desgaja
una espiga. La una
se escucha fresca, clara,
universal. Un ángulo
de sombra abre su pausa.
Además de la poesía, de compartir con el amigo pintor los avatares de su escritura, Aleixandre llena estas cartas de alusiones a los temas más diversos: confidencias sobre primeros amores; alusiones a lecturas; consejos; recuerdos de amigos, conocidos y saludados, desde Lorca a Juan Ramón; comentarios sobre reuniones con Mariano Orgaz o referidos a la boda de Manuel Altolaguirre; confesiones acerca del temor a las erratas en la edición de su obra. Pero hay, ante todo, una devoción por vivir y por reivindicar el arte, sobre todo un arte comprometido con su tiempo. Es un conjunto epistolar que podría recordarnos al que escribió otro poeta a otro artista: tanto Aleixandre como Prieto podrían fácilmente haber suscrito, el uno respecto al otro, esa «inteligente admiración» que a Rilke le suscitaba la obra de Auguste Rodin, e igualmente haber hecho suyas las palabras que el poeta le dirigía al escultor en 1901:
Es trágica la suerte de los jóvenes que presienten que les será imposible vivir si no logran ser poetas, pintores o escultores, y no encuentran el consejo verdadero, hundidos en el abismo del desaliento; buscando un maestro poderoso, no son palabras ni indicaciones lo que buscan, sino un ejemplo, un corazón ardiente, manos que sepan hacer grandeza. Es a usted a quien buscan.[1]
En esa misma búsqueda encontramos también a Vicente Aleixandre, quien el 16 de abril de 1929, inmerso en el que sería su libro Pasión de la Tierra (1935), le confiesa a su amigo, a su cómplice, lo que significa para él el hecho de enfrentarse a la página en blanco:
Yo lo escribo poseído por el demonio de la poesía, como un condenado. Siento la inspiración como un pez que me da coletazos entre las manos. Saldré de mi obra vaciándome, agotado, y ella quedará como expresión de mí en una época. Después escribiré versos otra vez, de otra manera que mi libro Ámbito. Soy un gran curioso también en la poesía y quiero visitar todos los cielos. Nada de la belleza me puede ser ajeno.
Con ese «visitar todos los cielos», el poeta le hace partícipe a su amigo pintor de un anhelo con el que hemos querido titular este epistolario. En 1932 encontramos otro ejemplo delicioso de estas confesiones literarias y vitales referido a ese mismo libro de prosa poética, para el que entonces Aleixandre barajaba el título de Espadas como labios:
El primero de mis libros, el de poemas en prosa, Espadas como labios, lo acaba de leer Gerardo Diego. Me ha escrito una carta única en que me dice es un libro «único, personal, magnífico; en una palabra: importantísimo (y lo subraya) para la poesía española». Yo oigo estas cosas, me alegro, pero en seguida pienso en las hermosuras que uno se encuentra por la calle y que uno puede amar. Al lado de esto, que es vivir, el arte me parece cosa secundaria. Aunque jamás he sentido yo mi poesía como arte, sino como sangre, como la alta sangre de mi alma.
Vemos así, en estas cartas, a Aleixandre, más allá de la experiencia de la poesía, ambicioso por disfrutar de la vida, feliz y cercano, como cuando escribe, exultante, el 11 de abril de 1930:
Tengo unos deseos enormes de vivir, chico, de salir a la vida. Siento bajo mis siete suelos un rumor vibrante que canta el amor, todo un terremoto de música, de naturaleza, que me hace estremecerme hasta la punta de mis cabellos. Me siento como la torcida, como la llama de una lumbre que me pasa el alma y la carne y me asoma a los ojos con un resplandor inextinguible. Soy yo mi fuego y mi exaltación y siento una apetencia del mundo y del amor que me haría abrazarlo hasta ser yo él, hasta enajenarme en su extravío.
¿Se perderá toda esta fuerza mía? ¿Se ha de salvar solo para mi arte, para encender mi lengua de poeta? ¡Ah, no, no lo quisiera! Quiero vivir; quiero vivir en vida, no en letra, ni siquiera en poesía. La poesía como la más ardiente corona de la vida. ¡Pero la vida, sí, la vida!
Al leer estos fragmentos es inevitable pensar, ya que hablamos de un pintor y un poeta, en la vitalidad que destila también esa otra relación de amistad de la que queda constancia epistolar y a la que antes nos referíamos, la de Dalí y Lorca. Valga como ejemplo esta nota de diciembre de 1927 enviada por el ampurdanés al granadino:
Estoy pintando unos cuadros que me hacen morir de alegría; estoy creando con una pura naturalidad, sin la más mínima preocupación artística; estoy hallando cosas que me dejan una profundísima emoción y procuro pintarlas honestamente, o sea, exactamente; en este sentido estoy llegando a una total comprensión de los sentidos. A veces me parece hallar de nuevo y con una intensidad imprevista las «ilusiones» y alegrías de mi infancia...; tengo un gran amor a las hierbas, a las espinas de las palmas de la mano, a las orejas rojas al contrasol y a las plumitas de las botellas; no solo me alegra todo eso, sino también las vides y los burros que pueblan el cielo.[2]
Vicente Aleixandre y Gregorio Prieto, sin saberlo, siguen esta misma estela, una de las más ricas en cuanto a epistolarios de gran calidad literaria que dan espacio a una celebración de la alegría de vivir. Y, en ese sentido, el presente epistolario viene a ser también la culminación de un proyecto largamente acariciado por el artista de Valdepeñas y que nunca pudo materializar. Prieto combinó la pintura con el arte del libro y fue el primero en dar a conocer los dibujos de Federico García Lorca, además de las misivas recibidas de este autor. Años después haría lo mismo respecto a su correspondencia con Luis Cernuda. ¿Y Vicente Aleixandre? Había una voluntad de publicar este material, que de manera fragmentaria, muy fragmentaria, recogió en una monografía dedicada a la Generación del 27. En el archivo del pintor se conserva alguna misiva en la que Aleixandre se muestra conocedor de la voluntad que habría sido expresada por Prieto de hacerlo protagonista de uno de sus libros. El proyecto no fue a más, pero no hay constancia de oposición alguna por parte del poeta. En la última de las cartas fechadas del poeta al pintor, del 2 de diciembre de 1981, se habla de esa propuesta que no prosperó:
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