Mikel Arzak - El reino de los olvidados

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Corre el año 978. Las tierras del norte y del sur, enemigas durante años, se alían para combatir al enemigo común, el ejército de Tresde.
Carlos Mendoza y Luís Rodríguez son dos amigos inseparables que forman parte de la contienda.
Carlos cae abatido en el fragor de la batalla, perdiendo el conocimiento.
Cuando despierta se encuentra desorientado. Se ve iluminado por un extraño sol azul.
Una voz lo guía hasta una ciudad amurallada donde lo reciben con gran júbilo, celebrando un banquete con música y cánticos en su honor.
No todo iba a ser tan bueno como parecía…
El reino de los olvidados es una novela juvenil de ficción en la que se narra una historia llena de acción, soldados medievales, traiciones, dictaduras, amor, desamor y un deseo irrefrenable de libertad.

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Algo tapó el sol, y cuando Carlos logró girar la cabeza vio unos ojos azules mirándolo fijamente.

-¿Estás bien?-preguntó el hombre.-¿Te han roto algo?

-Creo que no.-logró decir Carlos.-Sólo me duele todo el cuerpo.

El hombre rió y se puso en pie, tendiéndole una mano. No parecía mucho mayor que él.

-Ven, te acompañaré a la enfermería.-dijo.-¿Cómo te llamas, por cierto?

-Carlos, Carlos Mendoza.-dijo mientras se ponía en pie.

-Pues encantado de conocerte Carlos. Yo soy Luís Rodríguez, el Caballero sin Bandera

-Viajero.-le susurró una voz al oído, despertándolo.

Carlos abrió los ojos de golpe, pero un destello azul le hizo girar la cabeza. Poco a poco empezó a entreabrirlos de nuevo para que su vista fuera adaptándose a la luz, hasta que por fin pudo abrirlos por completo, ya totalmente despierto. Una mirada a su alrededor bastó para darse cuenta de que estaba en un bosque, más concretamente en un amplio claro que le resultaba familiar.

A duras penas consiguió ponerse en pie. Sus entumecidas piernas hicieron que tuviera que apoyarse en un árbol cercano para no caer de nuevo.

Debía de seguir en el claro del bosque, el mismo en donde había tenido lugar la batalla, pero allí no había nadie, ni vivo ni muerto. Además, todo a su alrededor estaba muy oscuro. Alzó la vista y se sorprendió de ver un extraño sol azulado en el cielo, iluminando tenuemente el lugar. ¿Dónde estaba?

¿Y quién me ha hablado? se preguntó, mirando a su alrededor.

-Viajero.

Carlos alzó la cabeza. La voz venía de entre los árboles que tenía ante él, así que cogió una rama gruesa del suelo y la utilizó a modo de bastón para poder caminar hasta que las piernas volvieran a responderle con normalidad.

Atravesó los primeros árboles, la voz no debía de estar muy lejos si había oído el susurro, pero allí seguía sin encontrar a nadie.

-¿Hola?-llamó.

-Viajero, sígueme.-respondió la voz a su derecha.

Carlos giró en aquella dirección. Empezaba a sentir algo de miedo. ¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado con los demás? ¿Por qué no había cadáveres? Era imposible que los hubieran retirado a todos y a él lo hubieran dejado allí. Luís no lo habría permitido.

A menos que Luís haya muerto , se dijo a sí mismo.

Un escalofrío recorrió su cuerpo. No podía permitirse pensar aquello. Seguro que cuando encontrara el campamento lo encontraría allí, dando vueltas en torno a la hoguera esperando noticias suyas al ver que no estaba su cadáver junto al del resto.

Luís no podía haber muerto.

A las pocas horas de caminar en pos de aquella extraña voz que le hablaba únicamente para indicarle un cambio de dirección, Carlos pudo prescindir de su bastón. Ya no sentía el entumecimiento inicial, ahora simplemente estaba agotado.

-¿Quién eres?-preguntó a la nada, harto de tanto misterio.-¿Qué ha pasado? ¿Por qué me ayudas?

-Pronto lo sabrás, viajero, ya casi hemos llegado.-le respondió la voz frente a él, por primera vez sin susurros.

Carlos se sorprendió al descubrir que era una voz de hombre quien lo guiaba. No sabía por qué, pero había tenido la sensación de que era una mujer.

Entonces escuchó la música en la lejanía.

Carlos echó a correr hacia allí, haciendo caso omiso del agotamiento que sufría. Si había música, habría una posada, un pueblo con suerte, donde podría informarse de qué había pasado. Tenía que llegar allí cuanto antes.

Fue al atravesar una última hilera de árboles cuando la vio. Una gran muralla de piedra en perfecto estado, con unas enormes puertas dobles abiertas. Al otro lado se encontraba un grupo de personas de todas las edades, algunos de ellos con instrumentos que Carlos nunca había visto, tocando sin parar. Otros, al verlo, comenzaron a cantar.

-¡Bienvenido a nuestra ciudad, disfrutarás de una gran estancia! ¡Bienvenido, no lo dudes más, entra ahora y no querrás salir jamás!

Carlos estaba atónito. ¿Todo aquello era para él? Debían haberse equivocado. Dubitativo, dio un par de pasos hacia las puertas, sin saber aún si era seguro ir allí. Algo había aprendido de ser soldado, y era que había que extremar las precauciones en todo momento y lugar.

La música no paraba y la gente lo miraba con una enorme sonrisa en la cara, como si fueran viejos amigos que hacía tiempo que no se veían.

Finalmente, Carlos atravesó las puertas, y todos a una las personas allí reunidas explotaron en aplausos y gritos de júbilo y alegría.

No pudo evitar sonrojarse. Sí, todo aquello era para él, ya no había duda, pero seguía sin entender por qué.

De entre el gentío, apareció un hombre alto, con una melena rubia larga y unos ojos azul oscuro bastante profundos. Tenía una sonrisa en la cara, como el resto de los allí presentes y extendió los brazos hacia Carlos al verlo.

-Me alegro de que hayas logrado llegar, viajero.

Carlos abrió los ojos de par en par. Había reconocido aquella voz.

-¿Usted era quien me guiaba?-preguntó.

El hombre hizo una pequeña reverencia antes de responder.

-Exacto, es mi cometido. Mi nombre es Paulo, por cierto, y soy el alcalde de esta ciudad. ¿Cómo te llamas tú?

-Carlos. Carlos Mendoza.-respondió de inmediato.

-Encantado pues, Carlos. Ven, déjame que te explique un par de cosas. Estoy aquí para resolver todas tus dudas.

Paulo pasó un brazo por los hombros de Carlos y echó a andar, haciendo que él también tuviera que hacerlo. No tardaron en atravesar el gentío.

Ahora que la muchedumbre no le tapaba la vista, Carlos descubrió que se encontraba en una enorme plaza con una gran fuente en el centro y una larga mesa dispuesta frente a él con montones de suculentos manjares. ¿Habían preparado un banquete en su honor? ¿Cómo podían haberlo preparado todo en tan pocas horas? Pero sobre todo había algo que inquietaba a Carlos. ¿Cómo sabían aquellas personas que iba a aparecer en la ciudad?

-Verás, Carlos, antes de nada, quiero que sepas una cosa. Seguramente te preguntarás cómo has llegado aquí. ¿Me equivoco?

-Pues… sí.-respondió Carlos, sorprendido.-Estaba en plena batalla. Me tiraron al suelo y debí de perder el conocimiento. Luego me he despertado en el claro.

Paulo negó con la cabeza, sin dejar de caminar.

-No, no fue el conocimiento lo que perdiste. Carlos, siento decirte esto, pero en esa batalla… perdiste la vida.

Carlos intentó detenerse, pero el fuerte brazo del alcalde se lo impidió. ¿Muerto? No, no era posible. Además, el alcalde no había cambiado el tono de voz para comunicárselo, como si aquello fuera lo más normal del mundo. Debía ser una broma.

-¿Qué quiere decir con eso?

-Pues que estás muerto. ¿Qué otra cosa puede significar eso? Estoy acostumbrado a decírselo a todos los recién llegados, así que mis disculpas si no he tenido el tacto necesario.

Carlos se había quedado helado. Parecería una estatua de no ser porque Paulo le obligaba a moverse. Muerto…

-Este lugar es el Reino de los Olvidados, y la ciudad en la que te encuentras es su capital, Amnesia.-continuó el alcalde.-Sólo unos pocos tienen el privilegio de ser guiados hasta aquí, así que siéntete afortunado. El resto se dedican a vagar por el bosque, hasta que mueren de hambre o sed.

-¿Cómo pueden morir si ya están muertos?-preguntó Carlos automáticamente, con la mirada perdida aún.

-No lo sé, pero puede ocurrir. Créeme, lo he visto.

Ya se habían alejado un poco del grupo de gente, aunque no demasiado. El alcalde giró la cabeza y se detuvo en seco, haciendo que Carlos también lo hiciera. Se quedó unos momentos en silencio. El soldado siguió la mirada del hombre, preguntándose qué le había hecho detenerse tan bruscamente.

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