Andrzej Paczkowski - El libro negro del comunismo

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Publicado originalmente en 1997 (la española fue la primera traducción mundial), denostado injustificadamente y desaparecido hace
tiempo de las librerías, este Libro negro del comunismo es una historia de los horrores que la aplicación de esa ideología ha generado
en el mundo desde 1917.
Desde la instauración del primer estado totalitario de la historia, a raíz de la revolución bolchevique de octubre de 1917, hasta su triunfo
en países como Cuba en 1959, pasando por territorios en que sigue vigente (China, en primer lugar), este libro es un alegato demoledor
de los crímenes, el terror y la represión que han acompañado a esta ideología en su difusión por el mundo desde hace más de un siglo.
Frente a las críticas recibidas en su momento por su supuesta exageración en la cifra de víctimas, Stéphane Courtois, en nombre
del conjunto de autores de la obra, nos dice en el prólogo de esta edición que "las investigaciones realizadas desde 1998 han ratificado
las cifras anunciadas en 1997".

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Los obreros pasaban de las reivindicaciones económicas —la jornada de ocho horas, la supresión de las multas y otras medidas vejatorias, los seguros sociales, los aumentos de salario— a las demandas sociales, que implicaban un cambio radical de las relaciones sociales entre patronos y asalariados y otra forma de poder. Organizados en comités de fábrica, cuyo objetivo primero era controlar la contratación y los despidos e impedir a los patronos que cerraran abusivamente la empresa con el pretexto de la interrupción de los suministros, los obreros llegaron a exigir el «control obrero» de la producción. Pero para que este control obrero llegara a tener vida, era preciso una forma absolutamente nueva de gobierno, el «poder de los soviets», único capaz de adoptar medidas radicales, fundamentalmente la ocupación de empresas, y su nacionalización, una reivindicación desconocida en la primavera de 1917, pero cada vez más situada en primer lugar seis meses más tarde.

En el curso de las revoluciones de 1917, el papel de los soldados-campesinos —una masa de diez millones de hombres movilizados— fue decisivo. La descomposición rápida del ejército ruso, vencido por las deserciones y el pacifismo, desempeñó un papel de entrenamiento en la debilitación generalizada de las instituciones. Los comités de soldados, autorizados por el primer texto adoptado por el Gobierno provisional —el famoso decreto número 1, verdadera «declaración de derechos del soldado», que abolió las reglas de disciplina más vejatorias del antiguo régimen— no dejaron de sobrepasar sus prerrogativas. Llegaron a recusar a cualquier oficial, a «elegir» a otros nuevos, y a involucrarse en la estrategia militar, planteando un «poder soldado» de un tipo inédito. Este poder soldado abrió camino a un «bolchevismo de trincheras» específico, que el general Brusilov, comandante en jefe del ejército ruso, describía así: «los soldados no tenían la menor idea de lo que era el comunismo, el proletariado o la constitución. Deseaban la paz, la tierra, la libertad de vivir sin leyes, sin oficiales ni propietarios terratenientes. Su “bolchevismo” no era, en realidad, más que una formidable aspiración a una libertad sin trabas, a la anarquía».

Después del fracaso de la última ofensiva del ejército ruso, en junio de 1917, el ejército se desmoronó: centenares de oficiales de los que las tropas sospechaban que eran «contrarrevolucionarios» fueron arrestados por los soldados y a menudo asesinados. El número de desertores se disparó, para alcanzar en agosto-septiembre varias decenas de miles al día. Los campesinos-soldados no tuvieron más que una sola idea en la cabeza: regresar a su casa, para no faltar en el reparto de las tierras y del ganado de los grandes propietarios. De junio a octubre de 1917, más de dos millones de soldados, cansados de combatir o de esperar con el estómago vacío en las trincheras y las guarniciones, desertaron de un ejército que se disolvía. Su regreso a la aldea alimentó, a su vez, los disturbios en los campos.

Hasta el verano, los disturbios agrarios seguían estando bastante ceñidos a zonas concretas, sobre todo en comparación con lo que había sucedido durante la revolución de 1905-1906. Una vez conocida la abdicación del zar, como era costumbre cuando se producía un acontecimiento importante, la asamblea campesina se reunió y redactó una petición exponiendo las quejas y los deseos de los campesinos. La primera reivindicación era que la tierra perteneciera a aquellos que la trabajaban, que fueran inmediatamente redistribuidas las tierras no cultivadas de los grandes propietarios y que los arrendamientos fueran revaluados a la baja. Poco a poco, los campesinos se organizaron, poniendo en funcionamiento comités agrarios, tanto en el nivel de la aldea como en el del cantón, dirigidos por regla general por miembros de la intelligentsia rural —maestros, popes, agrónomos, funcionarios de sanidad— cercanos a los medios socialistas revolucionarios. A partir de mayo-junio de 1917, el movimiento campesino se endureció: para no dejarse desbordar por una base impaciente, numerosos comités agrarios comenzaron a apoderarse del material agrícola y del ganado de los propietarios terratenientes y ocuparon bosques, pastos y tierras sin explotar. Esta lucha ancestral por el «reparto negro» de las tierras se hizo a expensas de los grandes propietarios terratenientes, pero también de los «kulaks», esos campesinos acomodados que, aprovechando las reformas de Stolypin, habían abandonado la comunidad rural para establecerse en una parcela disponiendo de una propiedad plena y completa, liberada de todas las servidumbres comunitarias. Desde antes de la revolución de octubre de 1917, el kulak, bestia negra de todos los discursos bolcheviques que estigmatizaban al «campesino rico y rapaz», al «burgués rural», al «usurero», al «kulak chupasangre», no era más que la sombra de sí mismo. Efectivamente, había tenido que devolver a la comunidad aldeana la mayor parte de su ganado, de sus máquinas, de sus tierras, devueltas al fondo común y compartidas según el ancestral principio igualitario de «las bocas que hay que alimentar».

En el curso del verano, los disturbios agrarios, atizados por el regreso a la aldea de centenares de desertores armados, fueron adquiriendo una violencia cada vez mayor. A partir de finales del mes de agosto, decepcionados por las promesas no cumplidas de un Gobierno que no dejaba de retrasar para más adelante la reforma agraria, los campesinos marcharon al asalto de los dominios señoriales, sistemáticamente saqueados y quemados, para expulsar de una vez por todas al vergonzante propietario terrateniente. En Ucrania, en las provincias centrales de Rusia —Tambov, Penza, Voronezh, Saratov, Orel, Tula, Riazán— miles de residencias señoriales fueron quemadas, y centenares de propietarios asesinados.

Ante la extensión de esta revolución social, las elites dirigentes y los partidos políticos —con excepción notable de los bolcheviques sobre cuya actitud volveremos— dudaban entre dos tentativas para controlar, de mejor o peor manera, el movimiento y la tentación del golpe militar. Tras haber aceptado, en el mes de mayo, entrar en el Gobierno, los mencheviques, populares en los medios obreros y los socialistas revolucionarios, mejor implantados en el mundo rural que cualquier otra formación política, se revelaron incapaces, por la participación de algunos de sus dirigentes en un Gobierno cuidadoso de respetar el orden y la legalidad, de realizar las reformas que siempre habían preconizado, fundamentalmente, en lo que se refería a los socialistas revolucionarios, el reparto de tierras. Convertidos en gestores y guardianes del Estado «burgués», los partidos socialistas moderados abandonaron el terreno de la oposición a los bolcheviques, sin obtener beneficio de su participación en un Gobierno que cada día controlaba la situación del país un poco menos.

Frente a la anarquía que invadía todo, los medios patronales, los propietarios, los terratenientes, el Estado Mayor y un cierto número de liberales desengañados se sintieron tentados por la solución del golpe de fuerza militar que proponía el general Kornílov. Esta solución fracasó ante la oposición del gobierno provisional presidido por Aleksandr Kérenski. La victoria del golpe militar habría ciertamente aniquilado el poder civil, que, por débil que fuera, se aferraba a la dirección formal de los asuntos del país. El fracaso del golpe del general Kornílov, los días 24 a 27 de agosto 1917, precipitó la crisis final de un Gobierno provisional que no controlaba ya ninguno de los resortes tradicionales del poder. Mientras que en la cumbre los juegos del poder distraían a los civiles y militares que aspiraban a una dictadura ilusoria, los pilares sobre los que reposaba el Estado —la justicia, la administración, el ejército— cedieron, el derecho era escarnecido y la autoridad, bajo todas sus formas, era objeto de contestación.

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